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—Caballeros —dijo Sam Brown.

Bergeron tenía razón, era un toro. ¡Qué digo! Dos toros. En sus hombros habrían podido aterrizar cazabombarderos. Llevaba un traje negro cortado hábilmente para disimular su envergadura, pero el ingenio del hombre tiene sus límites.

—Ya he trabajado antes con la mayoría de vosotros. Para aquellos que son nuevos en SeCure Corps, la palabra trabajo ha de ser la más importante. Pagamos bien y esperamos calidad. Si cuidáis del negocio, nosotros cuidaremos de vosotros.

»El negocio de esta noche es el control de masas, muchachos. Sois inteligencia, solo inteligencia. Formaréis equipos de dos, y os daremos a cada uno un walkie-talkie y relojes sincronizados. Hay que reportar cada quince minutos. No tomaréis, repito, no tomaréis iniciativa alguna. Si sucede algo inusual, algo sospechoso, cualquier indicio de disturbios, os largáis y me informáis. Esa es toda vuestra tarea. ¿Me habéis entendido?

»Las autoridades municipales han calculado que habrá unas trescientas personas: están preparadas para manejar el doble. Los cálculos de la policía suman más, quizás un millar, dicen, antes de que acabe el acto, y el departamento ya ha desplegado sus efectivos.

»Pero los organizadores tienen sus razones para creer que la asistencia será mayor. Y vosotros, caballeros, nosotros, somos su garantía.

»Repito: solo inteligencia. Circulad, observad, explorad, informad. Policías de uniforme y de paisano estarán atentos a cualquier trasgresión de la ley y a toda posibilidad de violencia. También habrá federales. Aquí nosotros somos sus colaboradores, un sistema de alarma precoz. Y cuanto más discretos, más efectivos.

Al pasar por Broad de camino hacia aquí, había visto algunos carteles dispersos por Canal, y a medida que me acercaba a Esplanade, había más, hasta que estuvieron en todas partes: grapados a los postes de teléfonos, en los escaparates de las tiendas abandonadas y en las casas entabladas, clavados en las verjas de hierro, sujetados por los limpiaparabrisas de los coches que había aparcados.

CORENE DAVIS

¡ESTA NOCHE!

CENTRO SOCIAL DE LA IGLESIA BAPTISTA DEL REDENTOR

8 DE LA TARDE

OIGAN LA VERDAD

—¿Quién es Corene Davis? —pregunté al tío con el que me habían emparejado.

Era tan delgado como Sam Brown era fornido. Tendido, se habría confundido con el horizonte.

Se encogió de hombros: eran tan estrechos que habrían provocado la caída de un gorrión.

—Un peso pesado de los derechos de los negros, me imagino. Es del norte. El jefe me ha dicho que te llamas Louis, ¿verdad?

—Lew.

—James. ¿Has hecho antes este trabajo?

—Para SeCure Corps no. Normalmente trabajo solo, por cuenta propia.

—Ya. ¿Y alguna vez necesitas una mano?

—Solo para encontrar clientes.

—Ya sé de qué va. Fui vendedor. Moda masculina. Un problema: los hombres elegantes no ponían un pie en la tienda e iba a comisión.

—¿Y tú?

—Y yo, ¿qué?

Señalé alrededor con la mano.

—Ya. Me llaman para algún trabajo dos veces al mes. A veces tres. SeCure Corps está bien. La paga es decente y nunca te la escatiman. Quiero que me cojan fijo, pero la lista es larga.

El local ya se había llenado. Durante el día habían instalado altavoces en el exterior y ahora una multitud se extendía ocupando las dos aceras y toda la calzada. Como si hubieran aterrizado los carnavales. La mayoría llevaba comida: bolsas de pollo frito, cestas y cajas de cartón, fresqueras, po’boy envueltos en papel de estraza.

—Brown ha mencionado a los federales, ¿me equivoco?

Estábamos de espaldas a la pared al otro lado de la calle, vigilando a los que llegaban.

—El rumor es que hubo amenazas —dijo James.

—¿Qué clase de amenazas?

—De muerte.

—¿Contra Corene Davis?

Asintió.

—Lo han tapado. Me lo dijo uno de los fijos con el que he trabajado antes.

—¿Quién la ha amenazado? ¿Cómo lo ha hecho?

—Eso está aún más tapado. Alguien dijo que por carta. Tinta blanca en papel negro. No lo sé. Se ha mencionado a Yoruba. También a los de las camisas y las boinas. Ahora el favorito parece ser la Mano Negra.

A nuestra derecha dobló la esquina un grupo de jóvenes, dieciséis de ellos formados en cuadro, como una milicia. Llevaban camisas y vaqueros negros y las cabezas rapadas. El líder, primera fila a la izquierda, marcaba el paso mientras avanzaban. Ejecutaron el giro en el mejor estilo militar, y se pusieron de cara a la multitud con un «vista a la derecha» perfectamente coordinado, y siguieron marcando el paso hasta que el líder dio la voz de alto. Entonces permanecieron erguidos e inmóviles, con los pies ligeramente separados, las manos cruzadas a la espalda y la mirada al frente.

—¿No le parece encantador ver a los chiquillos jugando a los soldados? —dijo una voz a mi izquierda.

Cuando me volví vi a Leo Tate, que se acercaba sonriente con Clifford detrás de él.

—Ya, consígales unos capirotes como los suyos y parecerían auténticos petardistas.

—¡Qué alma tan romántica, Lewis!

—Hago lo que puedo. No sabía que les interesara Corene Davis.

—Nos interesan todos los que intentan contar la verdad sobre la condición del negro en este país.

—¿Saben algo de las amenazas de muerte contra ella?

Intercambiaron una mirada. Clifford se encogió de hombros tan ligeramente que casi no los movió. Leo asintió, con un movimiento igual de breve.

—Lo hemos oído, sí. Estamos aquí por eso.

—¿Alguna idea de quién está detrás?

—¿Quiere la lista larga o la de los finalistas? La de los finalistas es casi tan larga como la otra. ¿Me entiende?

—Puede que no haya nada —dijo Clifford.

Mi walkie-talkie sonó con interferencias y Leo me miró la mano.

—Hombre, hoy todo el mundo juega a los soldados. ¿También le han dado la placa descodificadora oficial?

—Amigos tuyos, por lo que veo —dijo James, después de que se mezclaran entre la muchedumbre cada vez más densa. Lo miré y él se limitó a mover la cabeza—. Los hay para todos los gustos.

Volví a mirar alrededor.

—Como los que se han reunido aquí hoy.

—Tú lo has dicho.

Nos abrimos paso detrás de la multitud, que ahora había aumentado y llegaba hasta la manzana siguiente. El río de gente seguía viniendo de todas direcciones. James rodeó el walkie-talkie con ambas manos y llamó para informar a voz en grito, para hacerse oír por encima del alboroto.

Habíamos vuelto otra vez al otro lado cuando sentí una mano en el hombro y una voz que hablaba detrás de mí.

—Lewis. No puedo pasar por alto que se te ha despertado un repentino interés por los asuntos de los negros.

—Trabajo —dije, levantando el walkie-talkie.

Hosie miró el aparato y luego me miró a mí.

—Pues es todavía más intrigante.

—¿Otra vez sacando conclusiones precipitadas?

—Solo me asomo con precaución al borde de una de ellas. Haz tu trabajo, Lewis, sea el que sea. Hablaremos luego.

Fuimos al otro lado a comprobar cómo iban las cosas y observamos que media docena de bravucones se habían agrupado alrededor de los hombres de negro con las cabezas rapadas. Los prepotentes los estaban insultando y empujando. Los dieciséis jóvenes permanecían en formación con la mirada al frente y sin responder.

Miré a James. Asintió e inclinó la cabeza sobre el walkie-talkie para informar de la situación.

Los altavoces de la calle emitieron unos cacareos seguidos por un chillido fuerte y agudo antes de que se apagaran de nuevo.

Al cabo de unos instantes, volvió el ruido crepitante. Unos golpecitos… ¿Con un dedo? Un carraspeo.

—Señoras… y… señores.

»Hermanos.

»Hermanas.

»Es un gran honor para mí presentarles esta noche a la joven que se sienta a mi lado. Pocas veces la voz de nuestra nación negra, y menos aún la de su juventud, ha sido escuchada con tanta claridad, con tanta honestidad y…

La estática ahogó la voz. Más golpecitos. Un murmullo empezó a recorrer la multitud.

La voz volvió a la superficie un momento:

—… y para testimoniar la resistencia de un pueblo.

Luego más crepitaciones y, al cabo de un rato, los altavoces emitieron las palabras entrecortadas:

—Señoras y señores, por favor, un poco de paciencia.

Estática.

El murmullo de la multitud crecía tanto en tono como en intensidad.

—… un pequeño problema técnico. Me dicen que ya está solucionado. Así que, sin más preámbulos, les presento a la señorita Corene Davis.

Sin embargo, el problema técnico no era tan pequeño. Los altavoces hacían masa y se tragaban sílabas y palabras.

—Me gustaría empezar esta noche —dijo Corene Davis en cuanto los aplausos se apagaron— con una cita de André Bretón:

»“La belleza —dijo— será espasmódica o no será”.

Entonces los altavoces se apagaron definitivamente. El murmullo de la multitud se transformó en un bramido. Oí, desde cada esquina, gritos y maldiciones, cristales rotos. Los puños se alzaban en el aire. Oleadas como mareas vibraban a través de la masa de cuerpos que me rodeaba. Vi a las dieciséis cabezas rapadas, como si obedecieran una orden, romper filas y arremeter contra los bravucones que los habían estado molestando.

Diez minutos después teníamos entre manos un disturbio a gran escala.