19

Finalmente, me dormí a las dos de la madrugada y soñé que paseaba por una playa de Argel, la verdadera, no la de aquí al lado. Todas las personas que me rodeaban estaban inmóviles, cargando garrafas de agua, pasando páginas, saludando a las que se cruzaban con ellas, corriendo hacia el agua. Luego me encontraba en una habitación blanca, sin muebles y con pinturas en las paredes, también blancas, en marcos blancos. Al otro lado de la ventana también era todo blanco, y no podías distinguir las ventanas de las pinturas ni de las paredes. Mi patrón me preguntó si me gustaría ir a trabajar a la sede de la empresa. Entonces, de pronto, estaba allí: en París. Pero se parecía más a Nueva Orleans, al barrio francés que surgió del gran incendio de mediados del siglo XIX. Estaba boca abajo en una azotea. Encima de mí colgaba un sol ardiente; el sudor me resbalaba por el cuello, me empapaba la camisa. Abajo, un árabe atravesó la puerta de la esquina de Napoleón House. Sentí que mi dedo apretaba el gatillo. De pronto, levantó el rostro hacia mí. Era el francotirador. Sonrió y abrió los brazos.

Me desperté para evitar el impacto de la bala que venía directa hacia mí. Por un momento intenté darle algún sentido a los jirones del sueño que se deshilachaba y se disolvía. Imposible saber la hora. El reloj hacía mucho que había dejado de funcionar. Revolcándome sobre el vientre como un caimán, me acerqué al borde de la cama y encendí la radio.

Una obra de teatro ambientada en la isla de los Leprosos. El joven Marcel, tras matar involuntariamente a la mujer que ama, ha llegado aquí para confirmar su humanidad, para redimirse como voluntario. El caos impera en todas partes. No queda camaradería ni sociedad. Cada uno va a su aire. Y aunque antes debe aprender el idioma para arreglárselas, poco a poco Marcel se las ingenia para unir a los habitantes de la isla. Ayuda a restablecer las estructuras y los servicios sociales básicos, los impulsa a reconocer la necesidad de las responsabilidades individuales y colectivas. Llega un momento en el que comprende que su trabajo allí ha acabado. Pero cuando llega a puerto el barco con las provisiones, el barco que lo devolverá a su antiguo mundo, Marcel se da cuenta de que también ha contraído la lepra.

—Lo vi en los ojos de la tripulación —dice al final, la música in crescendo—, el miedo, la aversión: vi lo que era ahora. ¿Cómo no me había dado cuenta? A menos que me hubiera sumergido hasta tal punto en esta comunidad, reinventándome a mí mismo en su interior, que ya no fuera capaz de percibirme fuera de sus patrones.

Una música emocionante se elevó, desapareció y alguien dio las gracias a los patrocinadores y a los miembros de la producción. Luego la señal de la emisora. Finalmente, la hora: 5:40. Había dormido poco más de tres horas.

Di la vuelta a la izquierda, a la derecha, de espaldas, boca abajo, estuve a punto de caerme al suelo… y me di por vencido. Ya eran las 6:21. Evidentemente, Morfeo no iba a volver conmigo, por mucho que lo esperara. Afuera, la ciudad se removía en su lecho, se desperezaba, retiraba las mantas, se aclaraba su inmensa garganta.

Llené un cazo con agua. Cuando empezó a hervir eché un puñado de café. Lo dejé en infusión unos minutos y luego lo vertí en un tazón lleno hasta la mitad de leche. Perfecto.

Volví arrastrándome hasta la cama y volví a coger El extranjero. Me levanté dos veces a hacer más café. Cuando llegué a la página ciento cincuenta, me serví una copa de whisky.

Me levanté con el whisky medio acabado y fui a abrir la puerta.

Los detectives de las novelas lo han entendido al revés. No has de salir para averiguar el paradero de la gente. Solo hay que esperar en casa y vienen a buscarte. Funcionó con Leo y Clifford. Ahora volvía a funcionar. Quizás estaba en el camino correcto.

—Usted es Griffin.

Era como si esperase que me disculpase por serlo.

No lo hice, me quedé allí plantado, mirándolo.

Él se quedó allí quieto, devolviéndome la mirada.

Buena manera de empezar la mañana. Éramos un par de machos muy machos, créanme. Alrededor de nosotros, podían cambiar las estaciones, caer las hojas de los árboles, nadar en la charca los patitos, que seguiríamos allí de pie.

Joder. Hasta la guardia de Buckingham cambia de turno y se va a casa.

—¿Por qué no seguimos lanzándonos estas miradas agresivas dentro? ¿Le parece?

Me volví y entré en la cocina. Me siguió a cuatro pasos de distancia.

—¿Desea algo? ¿Zumo de zanahoria, agua mineral?

—Una cerveza estaría bien, si tiene. O lo que beba usted.

Había llevado el vaso conmigo cuando abrí la puerta.

—¿Le parece bien un whisky? ¿Johnny Walker?

—Es lo mejor que podría ofrecerme.

Cogí un vaso para él, le serví un poco de ámbar y rellené el mío.

Me senté a la mesa de la cocina. A lo mejor, como había aceptado la copa, también estaba dispuesto a utilizar las sillas.

Pues sí.

Estuvimos allí sentados un rato, bebiendo el whisky a sorbos en lugar de mirarnos como asesinos.

—Generalmente, la gente que viene a tomar una copa conmigo —dije— quiere hablar mientras está aquí.

Sorbió el whisky y lo mantuvo en la boca.

—Por supuesto, no es obligatorio…

Tragó.

—Le vi la otra noche en lo de Himes. ¿Ha leído esas cosas?

Negué con la cabeza.

—Yo tampoco. Pero he oído mucho sobre ellas.

Entonces sonó una campana silenciosa, y volvimos a nuestros rincones en el cuadrilátero. Nadie dijo nada. Eché la silla hacia atrás, cogí la botella de la repisa y la puse en la mesa entre los dos. Esperaba que le ofreciera y le sirviera. Luego hizo un movimiento como si se encorvara sobre el vaso rodeándolo con las dos manos… Duró un segundo, pero capté la visión.

—Ha estado en el talego —dije.

Tomó un sorbo, tragó. Apretó los labios.

—¿Por qué lo dice?

—¿Aparte de porque es negro y tiene veinte años largos? Eso, sumado a esta ciudad, ¿qué posibilidades tiene de no haber estado? Pero distingo esa cortesía especial que demuestra, una especie de respeto. Ni siquiera miró la botella cuando la puse en la mesa; es mía, por lo tanto, yo tenía que hacer el primer movimiento. Luego, cuando le serví la bebida, durante un instante se encorvó sobre ella. Como solía encorvarse sobre la comida en la cafetería. O cuando daba un lingotazo en la celda. Llega a ser instintivo.

—Usted también pasó por chirona. De lo contrario, no lo sabría.

—Una condena corta. Suficiente para ponerme al tanto.

Asintió.

—Sí, tiene razón. He estado dos veces. Hace tiempo. Me cayeron entre diez y quince por robo con escalo, cinco más por atraco. Allí empecé a oír hablar de Himes. Era famoso en el patio. A veces parecía que estuviera entre nosotros. No lo estaba, claro. Vivía en París, en una casa de ricos, bebiendo vino en todas las comidas. Los compañeros no querían oírlo. Es otra historia. Pero lo que escribía, lo que decía: tenía razón.

Serví otra ronda para los dos.

—¿Duerme mucho? —pregunté.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Me lo preguntaba. Una especie de encuesta informal. Últimamente no duermo demasiado. Y por eso me pregunto si no hay alguien que se está quedando con parte de mi sueño.

Se me quedó mirando.

—Joder, Griffin. Es tan raro como dicen. Doo-Wop me dijo que cuando lo encontrara probablemente estaría vomitando algo que había sacado de un libro que nadie más ha leído.

¿Doo-Wop iba por ahí diciéndole a la gente que yo era raro? A la primera ocasión, tendría que sentarme y meditar sobre ello.

—¿Viene de parte de Doo-Wop?

—Bueno, sí. Más o menos.

—¿Y le dijo dónde encontrarme? ¿Sabe dónde vivo?

Asintió.

Desde luego, Doo-Wop lo sabía. No sabía en qué día ni en qué año estaba, pero sabía dónde vivía yo. Todo el mundo lo sabía. Dentro de poco, los niños perdidos llamarían a mi puerta. Y los turistas de Nueva Jersey con ganas de conocer la auténtica Nueva Orleans.

Es el momento de cambiar de aires, Lewis.

—Yo, uh… —siguió diciendo mi invitado—. Esto queda entre nosotros, ¿vale?

—Vale.

—Tengo un trabajo fijo, ¿comprende? En la panadería francesa de Airline. Desde hace cinco o seis años. Por la familia. Pero de vez en cuando todavía toco uno o dos acordes de la vieja canción, ¿entiende? Se presenta un amigo de aquellos tiempos, las facturas han engullido la paga antes del día quince, el pequeño necesita zapatos nuevos. ¿Entiende?

Lo entendía.

—Ya me lo imaginaba.

Serví más whisky. Lo agradeció con un movimiento de cabeza. Dio el sorbo obligatorio y ceremonial.

—Si las cosas van bien, después del trabajo los compañeros quieren salir, relajarse, tomar unas copas. A partir de la tercera, suelen hablar. Igual que en la panadería durante los descansos. Igual.

—Ya.

—Una de esas noches un tipo que se llama Julio y yo hicimos buenas migas y, cuando los otros se fueron a casa, seguimos bebiendo en un sitio que se llama El Gore-eadore o algo parecido. Y sabe, Julio es un profesional, no hace otra cosa. Un día va al volante, al siguiente un atraco a mano armada, y el otro quizás hace de apoyo en un asunto mayor.

»Hacia las tres o las cuatro de la madrugada, no sé, Julio me cuenta una historia que es casi lo único que recuerdo cuando me despierto al día siguiente.

»Un par de días después, me encuentro con ese Doo. Ya sabe cuánto le gusta una buena historia. Así que cuando empiezo a sentirme cómodo, como suele pasar, voy y le largo todo lo que me contó Julio. Cuando acabo, mueve la cabeza. Al cabo de un rato, dice: “Es una buena historia”. Y al cabo de otro rato, añade: “Le faltan las notas a pie de página”. Yo me lo quedo mirando. Hay que identificar las fuentes, dice. Y yo pienso: este hombre pasa demasiado tiempo sin hacer nada en los campus universitarios de la zona alta.

»Entonces me dice que venga a verlo.

—Y le dice dónde vivo.

—Incluso me invita a una copa. Como pago por la historia, ¿entiende?

Oh, sí.

—¿Y?

—Bien, no es mucho. Solo vale una copa para el tal Doo.

—¿Es una transacción comercial?

—No, no. No he querido decir eso. No quiero que piense que es algo grande. Solo son palabras en el aire, una brisa, algodón. He venido aquí, perdiendo un tiempo que podría aprovechar mejor, porque Doo-Wop dice que usted es un tipo legal. Amigo de un amigo o algo así, ¿entiende?

—Y mientras toma unas copas del amigo de un amigo.

Asintió.

—Unas cuantas.

—¿Una más?

—Lo que el cuerpo aguante.

Serví. Agradeció. Bebimos a sorbos.

—Resulta que hay un matón con el que Julio trabajó un par de veces. Supongo que también fueron a tranquilizarse después de un robo. De día trabaja en un servicio de seguridad: SeCure Corps. Propietarios y jefes negros. He visto sus anuncios. Todos de pie en los escalones de algún edificio, trajes ajustados y pajarita. Parecen un equipo de contables.

»Se declaran no violentos. Así que de vez en cuando, para algún trabajo que otro, y solo para protegerse, contratan un apoyo.

—Guardaespaldas.

—Mercenarios, diría yo. El mundo está cambiando, ¿entiende? No importan tus creencias, o cambias con él o te hundes. Desapareces como los dinosaurios.

»Bueno, pues hay un tirador al que utilizan mucho, un experto; se hace llamar el Centinela. Se ponen en contacto con él a través de un anuncio personal para “El Centinela” en The Griot. Nadie lo ha visto. Responde con un anuncio similar. El día antes, llama desde una cabina para que le den los detalles. El día D comunica su presencia y posición con el destello de un espejo.

—Un francotirador.

—Exactamente.

—¿Ya ha disparado?

—Aún no.

—Ha tenido suerte.

Asintió.

—¿Cómo le pagan?

—Un apartado de correos. Y nunca es el mismo. Y la única vez que SeCure Corps estuvo vigilando, fue a recogerlo un niño en una bicicleta. Después de esto no tuvieron noticias del Centinela durante un tiempo. Y cuando las tuvieron, preguntó si SeCure Corps valoraba y realmente necesitaba sus servicios.

—¿Y?

—No volvieron a indagar.

—Así que se trata de una asociación a largo plazo.

—Eso parece, sí.

—¿Pagan bien?

—Supongo. Por lo que he oído, esos chicos trabajan sin parar. —Me pregunto de dónde sale el dinero.

—No es el único.