Alguien dijo una vez que la vida consiste en conjunciones: una maldita cosa tras otra. Pero gran parte no guarda relación alguna. Uno va deslizándose, como en un trineo, se topa con un desnivel y cae en una vida que no reconoce. Cada día tomas una docena de direcciones diferentes, te conviertes en una docena de personas distintas, unas logran volver a casa por la noche y otras no.
Cuando volví a casa desde Dunbar’s, después del anochecer, LaVerne me estaba esperando.
Walsh y yo habíamos ido en coche por el CircleCtop, en Tchoupitoulas. La manzana todavía estaba congestionada por los vehículos de emergencia y los curiosos. Walsh decidió volver al centro y me dejó por el camino.
—Buena caza —le dije.
LaVerne me esperaba en ropa interior, sentada a oscuras en la sala de estar. Su vestido descansaba en el respaldo de un sillón. Se había servido dos dedos de whisky en un vaso y solo le quedaba uno.
—Caminas como un viejo, Lewis.
Le conté por qué.
—¿No se habrán infectado? —Se levantó y vino directamente hacia mí—. La verdad es que tienes que cuidarte más, ¿no te lo he dicho ya? —Levantó los brazos y me abrazó—. De todas formas, me alegra verte. Viejo, infectado o como sea.
—Desde luego, sabe cómo halagar a un hombre, señorita LaVerne.
Siempre me sentía como si me hubiera topado con uno de esos desniveles con LaVerne. Como si hubiera dado de bruces con muchos de ellos.
—He hecho café —dijo—. O quizá prefieres una copa. ¿Has comido?
No dije nada, solo la abracé.
—Te echo tanto de menos cuando no estás, Lew. O cuando yo no estoy.
Me arrimé a su cuello, le besé el hombro desnudo.
—Siempre me digo: esta vez no volverá. Es lo que pensamos las mujeres, vivimos con estos miedos. No es que tema que encuentres a otra, que deje de importarte, que ya no quieras estar conmigo. Lo que me da miedo es que estés muerto por ahí.
—Algún día lo estaré.
—¿Y cuánto tiempo pasará hasta que yo me entere? ¿Cómo me enteraré? Creeré que te has ido. A trabajar. Como siempre.
»Las mujeres esperamos. Es lo que hacemos, lo que hemos aprendido, lo que nos obsesiona. Nadie conoce el dolor de la espera.
Saltó de la cama y fue a buscar dos cervezas.
—Significas mucho para mí, Lew —dijo, pasándome una botella—. Ese es el problema.
—Ya lo sé.
La abracé para protegerla.
—Porgy, eres mi hombre.
Luego encendió un cigarrillo y se quedó echada a mi lado, fumando. Un pequeño y rojo faro en la oscuridad. Oí su respiración, inhalaba, retenía, exhalaba. La cama se movía al ritmo de su respiración, al ritmo de su brazo.
—Lew, nunca te he contado nada de mi familia, ¿verdad?
—Uhh-uhh —dije, casi dormido.
—Algún día lo haré.
—Ummmm.
Dio la última calada y apagó el cigarrillo.
—Bienvenido a casa, Lew —dijo, y agregó—: En casa está el marinero, venido de la mar. Y en casa el cazador, venido de la loma.
—¿Mmmm?
—Nada. Duerme, cariño. Me quedo un rato contigo.
Mucho después, sentí que movía las piernas lentamente fuera de la cama para no molestarme, oí el susurro del vestido deslizándose sobre las medias de nailon. Se cerró la puerta del cuarto de baño. Se encendió la luz. El agua corría en la pila. Se apagó la luz. Pasos suaves como los de un gato hasta la puerta principal. La puerta no hizo ruido mientras caía el pestillo.
Por primera vez se me ocurrió que estamos tan condenados por lo que no hacemos como por lo que hacemos.
Cuando se marchó, encendí la luz y me leí El extranjero de cabo a rabo.