17

—Se ha vuelto invisible —dijo Walsh—. Se lo ha tragado la tierra.

Mejor, se ha desvanecido en el aire, pensé: arriba.

—No dejo de tropezar con tu amigo Doo-Wop. Creo que le gusta la idea de trabajar para un poli.

—¿Sabe algo?

Walsh negó con la cabeza.

—Tarde o temprano lo sabrá. Claro que pueden pasar tres años o una semana.

—Y para él, tanto da.

—Así es.

Las cuatro de la tarde. Estábamos sentados en el Dunbar’s, ante una mesa cuya superficie todavía mostraba la frenética actividad del mediodía: migas, manchas de salsa, un trozo de pan apoyado en el azucarero. Algunas mesas seguían sin limpiar. Oficialmente, el restaurante estaba cerrado, nosotros éramos los únicos parroquianos. Los propietarios —Alphée Dunbar, a quien todos llamaban Tia; Gilbert, su compañero cincuentón, y otro joven, John Gaunt, cuya función en el restaurante y en la vida privada de los otros dos había sido materia de especulación durante todos estos años— estaban sentados a la mesa más cercana a la cocina con una fuente humeante de gambas a la plancha. Una bandeja de costillas ocupaba la mayor parte de la nuestra. También había cuatro botellas de cerveza alineadas. En la televisión que había sobre la caja registradora, Danny Thomas acababa de dar paso al Science Fiction Theater. Quitaron el sonido.

Informé a Walsh de la visita de los hermanos de la boina, Leo y Clifford, y lo que habían dicho de Yoruba. Él me contestó que sí, que durante dos o tres años el departamento de policía de Nueva Orleans había oído rumores acerca de la existencia de una organización bancaria clandestina. Se decía que probablemente violaba varias leyes federales, en el espíritu, si no en la letra, y se suponía que tanto el FBI como Hacienda lo estaban investigando.

La policía pensaba que ni el FBI ni Hacienda eran capaces de encontrar su propio culo.

Walsh dejó caer el palo de una costilla en la fuente. Parecía que una piraña le hubiera arrancado la carne hasta el hueso. Cogió una de las servilletas de papel que nos habían dado con las costillas y se limpió la boca, la barbilla y los dedos.

—Los chicos del capirote —dijo—, ¿son héroes en potencia? ¿De esos que se toman la justicia por su mano?

—No me dieron esa impresión, no.

—Bien. Ya tenemos suficientes vigilantes vocacionales rondando por ahí. ¿Hasta dónde se han torcido estos dos?

—Es difícil decirlo. Sus ojos brillan, sin duda. Pero todavía hay algún rastro de sentido común.

—Por ahora. —Walsh remató su primera cerveza y la dejó en la mesa. Estaba manchada de salsa de barbacoa—. ¿Peligrosos?

—No lo creo. Para ellos mismos, quizá, si se dan las circunstancias adecuadas.

—O las inadecuadas.

Asentí.

Luego los dos nos concentramos en nuestras costillas y nadie dijo nada durante un rato. Solo emitimos ruidos animales, como diría LaVerne.

John Gaunt se dirigió a la barra a buscar otra cerveza y nos miró por si también queríamos nosotros. Walsh levantó dos dedos. Qué diablos. Le quedaban tres días de baja. Y yo había tenido una semana muy dura. Por no mencionar mis pies, que parecían hamburguesas.

—¿Sigues pensando que no existe relación alguna entre estos chicos y el francotirador? ¿O con el asunto de Yoruba?

—Aparte de nosotros dos y nuestra falta de experiencia, querrás decir. No, no lo veo claro.

—¿Por qué no ha vuelto a aparecer? Parecía muy resuelto a seguir. ¿Verdad? Pero ha pasado mucho tiempo desde el último asesinato.

—Quizás el saber que le estás siguiendo la pista tenga algo que ver. Debe mirar hacia atrás.

Dejé mi botella vacía al lado de la suya. John Gaunt trajo dos más entre los dedos índice y medio de cada mano, las dejó en la mesa y cogió las vacías entre el anular y el meñique, todo ello de un solo movimiento.

—No es un contable reprimido ni un taxista demente a quien, una noche, un programa de televisión le suelta las amarras que lo mantenían en el amarradero, coge la escopeta de su padre del armario y sale a arreglar el mundo. Este tipo no es un chalado. Ni un quijote.

—Quizás —dije—, pensándolo bien, lo sea. Pero, chalado o quijote, ese hombre es un soldado.

»Piénsalo. Está tras las líneas enemigas. Por Dios, vive en territorio enemigo. No hay nada que pueda dar por sentado, nada. Nada es digno de confianza. No puede fiarse de la gente con la que se cruza. No puede fiarse del lenguaje, del agua, ni de las nuevas órdenes que pueda recibir. Ahora alguien, otro soldado, aprieta el paso tras él. El enemigo sabe que existe. El enemigo lo ha visto. ¿Qué más puede hacer sino…

—… sino volverse invisible?

—Exactamente.

—Y esperar.

Pero nosotros no tuvimos que esperar demasiado.

Regardez —dijo Alphée.

John Gaunt subió el volumen de la televisión. Lo seguimos con la mirada.

La escena transcurría en una calle, en una manzana con una hilera de casitas criollas formando abanico. El centro de Nueva Orleans se veía a lo lejos. Una reportera con un traje hecho a medida y una blusa de seda sostenía el micrófono. Labios carnosos, buenos dientes, ojos dorados. Ruido de tráfico cercano.

—Hace un momento, en lo que se cree puede haber sido el más reciente de una serie de asesinatos terroristas, una residente de cardiología del Charity Hospital ha sido blanco de unos disparos en el aparcamiento de esta tienda, en las proximidades del río.

La cámara se aparta para mostrar la camilla que están metiendo en la ambulancia. A su alrededor, coches de policía con las luces de emergencia encendidas y los reflectores barriendo el terreno.

—Tras cuarenta y ocho horas de guardia, la mayor parte de las cuales en primera línea de un campo de batalla que la mayoría ni siquiera imagina, heridas de bala, cuchilladas, sobredosis, un hombre dormido en las vías y atropellado por un tren, la doctora Lalee había dicho a sus colegas que se iba a comprar café, leche semidesnatada y una pizza congelada de camino a casa y que pasaría los dos días siguientes en la cama con unos cuantos libros que no tuvieran nada que ver con la medicina.

»Una sola bala, según la opinión de la policía, disparada desde una fábrica abandonada, acabó con sus planes. Acabó con todos los planes de esta doctora. Y acabó, también, con la vida de una joven. Una joven admirable que, contra los deseos de sus padres, se había trasladado aquí desde Palestina. Que había elegido Nueva Orleans como ciudad donde perfeccionar su formación. Donde formaría parte de un equipo que trabajaba para proporcionar a nuestra comunidad una atención médica inmejorable.

»Ahora, mientras contemplamos la escena desde nuestras salas de estar, los otros miembros del equipo trabajan frenéticamente para salvar la vida de la doctora Lalee. Una de los suyos.

»En directo, desde el Charity Hospital.

La cámara enfoca la cara del portavoz.

—El director del hospital, el doctor Morris Petrovich, anuncia que a las 4:56, hora local, y a pesar de los heroicos esfuerzos por parte de los médicos y el personal sanitario, la doctora Lalee, residente del servicio de cardiología del hospital, ha fallecido a causa de las complicaciones derivadas del disparo recibido en el pecho.