Si vuelvo la vista atrás, esta historia me parece un viaje en autocar a través del país, largos tramos de inactividad interrumpidos por breves descansos, el febril ajetreo de las paradas.
Hubo las comodidades de los primeros años, cuando los muros empezaron a ceder, cuando de pronto pudimos sentarnos a las barras de los bares, entrar en las tiendas, los teatros, los lugares que antes teníamos vedados, cuando empezamos a ser visibles. Cuando todos estos cambios nos hacían felices.
Recuerdo que quitaron los rótulos «De color» de las puertas de los aseos. Recuerdo cuando crucé puertas principales por primera vez en mi vida. Aspiramos el aire intenso y fértil del reto social, de la justicia y la libertad, de los derechos inalienables. Pero entonces descubrimos que aquella carretera era estéril. Se acabó abruptamente, sin aspavientos y sin aviso, el pavimento que lindaba con la jungla implacable. Desde aquí los barcos se precipitan al otro confín del mundo. Aquí prosperan los tigres.
Luego, la ira profunda. Las llamadas a la revolución. Patrullas errantes de guardias iluminados. Ejércitos de liberación que operaban desde furgonetas, en la puerta de las tiendas, en los edificios de protección social.
Luego, dependiendo de quién lo relate, una aceptación del trabajo político comunal o un asalto a la política municipal. Algunos concejales, representantes de la ciudad y del Estado, uno o dos alcaldes. Ampliaciones de poder.
Y finalmente, este apartheid silenciado con el que convivimos ahora.
Mientras, la ira se repliega. Se ceba en los individuos, en las familias, en las comunidades, en las ciudades. Los consume.
Aquella noche Straughter vino a buscarme y me llevó a la Universidad de Dillard. Estuvimos de pie, uno al lado del otro, entre grupos de gente que tomaba vino en copas de plástico y tragaba con dificultad unos tacos de queso gomoso. Un conserje, con una chaqueta brillante por el uso, empujó las dobles puertas y nos permitió acceder al pequeño auditorio. Al cabo de unos minutos la sala estaba abarrotada. Los que llegaron tarde tuvieron que quedarse de pie al fondo, con el abrigo colgando del brazo.
Un negro cincuentón, de tez clara, vestido con el uniforme universitario de pantalones informales, chaleco de punto, camisa de cambray y chaqueta de tweed, salió al escenario y habló con voz inaudible ante el micrófono. Miró a su izquierda, hizo un gesto con la cabeza, y volvió a intentarlo.
—… bienvenidos a la primera de una serie de conferencias, lecturas y funciones que celebran el arte afroamericano.
»Me llamo John Dent, y soy profesor de literatura, aunque nos han enseñado a llamarla inglés, aquí en Dillard. Es probable que durante todos estos años haya enseñado algo a muchos de los asistentes de esta noche. Y lo he intentado con otros.
Risas corteses.
—Quienes no se durmieron mientras les hablaba de Claude McKay, Mark Twain, Zora Hurston, Richard Wright, Hemingway o Jimmy Baldwin, recordarán que guardo un lugar especial en mi corazón para el hombre que voy a presentarles.
»Se lo advierto: prepárense.
»Chester Himes está enfadado. Muy enfadado.
»Chester Himes está enfadado desde hace mucho. Los que nos tomábamos la molestia de escuchar, empezamos a comprender hasta qué punto estaba iracundo, dolido, en sus primeras novelas: Si grita, suéltale; Cruzada solitaria; La tercera generación.
»Entonces Himes, como muchos otros antes que él, desanimado y desesperado, huyó de Estados Unidos y se refugió en el extranjero. Ahora vive en Francia, donde reside desde hace años. Y desde allí nos envía una corriente ininterrumpida de reportajes, comunicados, denuncias: espejos que muestran el verdadero rostro de este país.
»El primero fue El fin de un primitivo, que cayó como una granada en el estómago de los plácidos cincuenta. Un peligro, y una novela que pertenece al puñado de las casi perfectas.
El profesor Dent se aclaró la garganta. Paseó la mirada por el público. Sabía cómo hacerlo. Lo hacía bien. No había nada que se le diera mejor.
—Cuando era niño y crecía a orillas del Misisipi, atrapábamos crías de caimán, les metíamos unos palos en la boca para mantenérsela abierta y los devolvíamos al agua. Aparecían, se sumergían, aparecían, se sumergían, hasta que, al final, se quedaban abajo para siempre. A esos monstruos que se ahogaban los llamábamos submarinos.
»Y esto es El fin de un primitivo. Subversiva, feroz. Se eleva de las profundidades inimaginables de América, las que nunca se han reconocido, y vuelve a hundirse en ellas. Enseñando los dientes. Agonizando.
Otra pausa premeditada.
—Recientemente, Himes nos ha regalado varias novelas cortas protagonizadas por los detectives de Harlem Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson. Han sido escritas para la editorial francesa Gallimard a instancias de Marcel Duhamel, creadas en poco tiempo para ganar dinero rápido. Resultan descaradamente mercenarias, en la tradición de Santuario, de Faulkner, novela que les influyó. Estos libros solo se publican en Estados Unidos en ediciones baratas, con diferentes sellos editoriales, y se venden en las estanterías de los supermercados, al lado de monumentos de la literatura norteamericana tales como Yo, el jurado; Housewife Hustlers, y el nuevo título mensual de Perry Masón.
»Con estos libros, Chester Himes sigue documentando, como nadie lo ha hecho, la lucha afroamericana, desde el sometimiento y la capitulación hasta el desafío y el cambio.
»Me permito decirles que, al escribir estos libros, al contar las cosas tal y como son, dirían nuestros hijos, Chester Himes ha realizado, una y otra vez, nada menos que actos de absoluto heroísmo.
Dent se alejó un paso del podio y empezó a aplaudir. Otros aplausos surgieron aquí y allá y se propagaron entre el público.
El hombre que apareció en el escenario con paso vacilante no parecía un héroe. Principalmente, se le veía cansado. Era alto, ágil, con esa elegancia sutil que a menudo poseen los bailarines, de rasgos delicados, pelo rapado, tez ni muy oscura ni muy clara. Llevaba un traje negro que le quedaba bastante bien, como hecho a medida, corbata azul marino y granate, y la camisa blanca almidonada. Cuando se apagaron los aplausos y levantó la vista, sus ojos eran oscuros, intensos y cabales, con destellos de una emoción y una comprensión que se derramaba hacia fuera mientras barrían los detalles más delicados del mundo físico que lo rodeaba.
¿Ácido? ¿Un discurso apasionado? ¿Ira?
Todo a la vez.
Pero al mismo tiempo, una verdad extraordinaria: esa voz gentil y educada, al principio tan tenue que apenas podíamos oírla, nos instaba hacia lo que podíamos ser, nos suplicaba que nos afianzáramos en lo mejor de nosotros mismos. Nos apremió a que reconociéramos que nos habían enfrentado los unos con los otros, que nos habíamos convertido en nuestros peores enemigos. Cada vez que se derrumba un muro, dijo, los ladrillos se trasladan a otro lugar y se levanta otro muro.
Leyó algunas páginas de El fin de un primitivo y de Si grita, suéltale, y acabó:
—Si al fondear en busca de la verdad, ya como escritor, como en mi caso, o como individuos que reconsideramos nuestras experiencias, si al fondear en busca de la verdad se nos revela la existencia en la personalidad del negro de la manía homicida, la lujuria, un patético sentimiento de inferioridad, arrogancia, odio, miedo y despecho, debemos admitir que es la consecuencia de la opresión sobre la personalidad humana. Porque estos son los horrores cotidianos, las realidades cotidianas, las experiencias cotidianas, la vida de las mujeres y hombres negros de América.
Se acabó demasiado pronto.
Se encendieron las luces. Todo el mundo se levantó, recogió los abrigos y se agolpó en el pasillo.
—¿Te apetece ir a la recepción? —preguntó Straughter.
Por qué no.
Así que comimos más galletas y tacos de queso y bebimos más vino en copas de plástico.
En casa del doctor Dent, entre grupos de académicos, estudiantes y activistas, Himes estaba sentado en el sofá sirviéndose Jack Daniels en un tazón de café. Cuando quien estaba a su lado se levantó, ocupé su lugar y me sirvió bourbon en mi copa sin decir nada.
—¿Es escritor? —preguntó.
—No.
—¿Profesor?
Negué con la cabeza.
—Muy bien. No se mueva de aquí.
Eso hice, con mi copa siempre llena de bourbon hasta que, tres horas después, me puse de pie con esfuerzo, me despedí de Himes, encontré a Straughter, hallé la puerta y salimos juntos.
La mañana de aquel día, cuando Leo y Clifford se marcharon (bueno, en realidad había sido el día anterior), volví a caer en la cama y dormí de una tirada catorce, quince horas, hasta que Straughter vino a aporrear la puerta para llevarme con él. LaVerne había pasado por casa y me había dejado otra nota que decía: «Hasta los zombis se levantan y pasean de vez en cuando, Lew». Creo que alguien más llamó a la puerta, aunque podía formar parte del sueño en el que deambulaba por una tierra extranjera donde los edificios, los árboles, el paisaje entero era irreconocible. Allí vivían dos grupos cuyos idiomas no entendía, y a ninguno de los dos parecía importarle mucho que me quedara con uno o me extraviara con el otro. Pasaban el tiempo tallando y golpeando madera con la que fabricaban unas canoas que nunca utilizaban.
Straughter y yo estábamos bastante borrachos y, tras una hora de dar tumbos por ahí diciendo cosas como «Ya hemos pasado por aquí» y «Esta casa la tengo vista», finalmente admitimos que no teníamos ni idea de dónde había aparcado su Falcon ni de dónde estábamos.
—Es lo mejor —dijo Straughter—, no debería conducir.
Así que se iría a casa a pie. Casi siempre podías hacerlo en Nueva Orleans. Más tarde volvería a dar caza a su Blue Bird. No iba a ser la primera vez.
—Tengo que ir hacia allá —dijo convencido—. Sí, hacia Freret —y se le trabó la lengua antes de la última sílaba.
—El río está hacia el otro lado, Hosie.
Pero no cedió, terco como una mula, como solían decir mis padres, así que nos despedimos.
Anduve hasta el río (¡yo tenía razón!) y me topé con St. Charles. Luego bajé por ella hacia el centro. Ya había pasado el último tranvía. Había poco tráfico.
Recuerdo que, en un momento dado, por alguna razón, me quité los zapatos. Anduve descalzo, a grandes zancadas, sin darme cuenta de lo estropeadas y desiguales que estaban las aceras.
Recuerdo que me metí en la hierba fría y húmeda para aliviarme.
Recuerdo el ladrido de unos perros que trataron de saltar unas vallas muy cerca de donde yo estaba.
Recuerdo que un coche de policía pasó lentamente a mi lado una vez, dos veces, y que yo seguí caminando, con pasos regulares, y la tercera vez se detuvo, oí la crepitación de la radio y, finalmente, se marchó.
Fragmentos.
Por la tarde me desperté con los pies tan destrozados y ensangrentados que apenas pude llegar cojeando al cuarto de baño, a la bañera llena de agua caliente y bicarbonato.
Alineé tres cervezas en la repisa de la bañera para que me ayudaran a calmar la taquicardia, el dolor de cabeza, las náuseas y los temblores.
No solo había caminado descalzo por un pavimento sin piedad, sino que había ido de excursión a mi antiguo apartamento en Dryades. Cuando no conseguí meter la llave, comprendí el error y volví a Washington. Aunque no tomé el camino recto, me temo: tengo unos recuerdos vagos de haber estado en barrios muy distantes.
En la bañera, iba tragando las cervezas como un pez varado boquea buscando el aire y pensaba en lo que la mañana anterior me habían dicho Leo y Clifford.
Yoruba era impenetrable, dijeron: demasiadas cosas para demasiada gente. Para algunos era una organización religiosa, una iglesia. Para otros se trataba de un grupo activista, lo cual, en cierto modo y en ciertas ocasiones, era verdad; y eso les atraía. Otros simpatizaban con los servicios que prestaba a la comunidad.
—Ya veo lo que quiere decir. Todo lo que todo hombre necesita.
Leo asintió.
—Un papel difícil para cualquier actor.
—Cuando hay muchos huevos, no caben en una sola cesta —dijo Leo—. Entonces, te guardas los que sobran.
—¿Quiere decir que Yoruba no es legal? ¿Qué el juego está amañado?
—Estoy diciendo que la casa siempre tiene las de ganar.
Clifford añadió:
—Hay algo más. Otra cara de Yoruba, otro servicio.
—Bancario —dijo Leo.
—A mucha gente de la comunidad no le gustan los bancos de los blancos. No se fían, o no quieren tener tratos con ellos. Yoruba es su banco.