15

Lo cierto es que no me costó encontrar a los chicos de las boinas. Solo tuve que abrir la puerta.

Había pasado por el Chinaman’s de Washington a buscar un po’boy de gambas y llegué a casa justo cuando se nubló y empezó a llover a cántaros. Me desnudé, me tumbé en la cama con el bocadillo, una pinta de vodka y el libro que Straughter había dejado en mi buzón. Afuera, la lluvia caía con estrépito. Dejé gotear el aliño de la lechuga en las mantas y, mientras leía sobre Meursault, sorbía mi vodka. Tiene un trabajo y una vida anodinos, no llora en el entierro de su madre, mata a un árabe porque el sol brilla demasiado y lo escribe todo, o lo cuenta todo, mientras espera su ejecución, pero ni siquiera entonces siente nada. No le encontraba sentido a todo eso. Así que, cuando acabé el bocadillo y casi toda la botella, di el día por terminado. Me deslicé entre las mantas, apagué la luz y me quedé dormido antes de que desapareciera la imagen accidental que me quedaba en las retinas.

Pasaron dos horas de sueño profundo antes de que alguien empezara a patear mi puerta.

Quizá nadie la patease, pero así sonaba. Me debatí hasta salir del sueño y levantarme, bajé la escalera a trompicones y abrí la puerta. No eran mulas. Eran dos tipos con camisa y boinas negras, uno tan negro como su camisa y el otro del color del café au lait. Había dejado de llover. Las gotas en las ramas de los árboles y los charcos del suelo apresaban la luz.

—¿Griffin? —preguntó el más oscuro.

Al parecer, todo el mundo en la ciudad sabía dónde vivía.

—¿Por qué no? Digamos que sí. —Dejé la puerta abierta, me di la vuelta y fui hacia la cocina—. ¿Querrán un café? ¿Una cerveza, quizás?

Había sobrado café. Lo vertí en un cazo y lo puse al fuego.

—No consumimos estimulantes —dijo Au Lait, y cerró la puerta dando un golpe tras él.

—Ni maltratamos nuestros cuerpos con alcohol —añadió Azabache.

—Muy bien. ¿Y qué hay respecto a las sillas? —pregunté, señalando las que rodeaban la mesa.

—Estamos bien de pie.

—Como quieran.

El vapor flotaba sobre el cazo. Vertí el café en un tazón y añadí leche. En la superficie se formaron grumos de grasa. Olí la leche del envase. No estaba tan mal. Había bebido cosas peores.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? Ya sé que no han venido por el café ni por las sillas.

Se miraron.

—Caballeros —repitió Azabache.

El otro ladeó ligeramente la cabeza y volvió a enderezarla. Qué mundo más raro hay por ahí.

—¿Ha estado haciendo preguntas sobre un episodio que tuvo lugar en Dryades y Terpsicore? —empezó Azabache.

—Ah, ¿sí?

—Es mejor que deje de hacer preguntas —me advirtió Au Lait.

—Es un asunto interno —intervino Azabache, conciliador—. Nadie necesita que se remuevan las aguas.

Sorbí un poco de café.

—Perdone —dije—. El negrata no entiende nada, ¿verdad? Se supone que hace lo que ustedes manden.

Azabache se me quedó mirando un instante.

—Es un asunto complicado, Griffin.

—No me cabe duda.

—Es primordial la discreción.

—Creo que todavía me queda un poco de eso en el fondo del cajón de la ropa interior. La he conservado por si acaso. ¿Quieren que la busque?

Eché el resto de café en el fregadero y saqué una Jax de la nevera.

—¿Qué es lo que sabe? —dijo Azabache.

Una pregunta razonable.

Se lo conté.

—¿De dónde cree que salió todo ese dinero, Lewis?

—He oído que de aportaciones.

—Eso es. Y el Muñeco de Brea consiguió un buen puesto en las primarias.

Cogió la botella, echó un trago largo y la dejó en el círculo marcado sobre la mesa.

—¿Qué tal soporta su cuerpo el maltrato? —dije.

—Sí, nos advirtieron que era largo de lengua.

—Y un matón.

Me encogí de hombros.

—Aficiones.

—Dicen que nadie le intimida ni nada lo detiene si usted no quiere.

—Las fracturas y magulladuras lo demuestran.

—Su reputación es la más rara con la que jamás me haya tropezado. He preguntado. Tres de cada cuatro me han dicho que está como una cabra, el prototipo de las malas noticias y que es mejor cruzar a la otra acera. La quinta o la sexta persona con la que hablé dejaría su vida en sus manos.

—En mi negocio, esos dos puntos de vista no son excluyentes.

Azabache asintió.

—Tal como lo entiendo, a su manera, también usted es un soldado.

—Lo fui durante diez minutos, pero pestañeé.

—¿Qué?

—Me echaron.

Sonrió. Pero en su sonrisa no había humor.

—Eso es. Nos han echado a todos. Durante trescientos años. De sus edificios, de sus barrios, de sus escuelas, de sus profesiones, de su clase dirigente, de su sociedad. Esa es la cuestión, ¿verdad?

Durante un tiempo, cuando era niño en Arkansas, todos los sábados por la noche alguien embadurnaba con betún la cara de la estatua del soldado dedicada a los excombatientes que había en Cherry Street. Y cada domingo por la mañana, un funcionario de la prisión iba a limpiarla. Ya ves cómo son las cosas, Lewis, me decía mi padre. Criamos a sus hijos, cocinamos, producimos sus cosechas, sacrificamos sus cochinos y luchamos en sus guerras por él, pero no reconoce nuestra existencia, seguimos siendo invisibles.

—Revolución —dijo Au Lait con reverencia.

—Muchas pequeñas revoluciones —añadió Azabache—, cada una independiente de la otra. Grupos locales, comunidades, hermandades, iglesias. Por todo el país. La gente ayuda a hacerla realidad. Gente como nosotros. Una ola se une a otra ola, crecen.

—El que ha estado disparando contra la gente, ¿es una de sus olas? ¿Uno de sus revolucionarios?

—En absoluto. Nosotros aborrecemos y condenamos cualquier forma de violencia.

—Poco usual en un soldado.

—Hay muchos tipos de soldados, Griffin. Algunos mantienen la paz.

Au Lait dijo:

—Por eso hemos venido.

Lo suponía: pocas cosas asustan más que alguien que reduce su vida a una sola clave. Religión, sexo o alcohol, política, racismo; no importa lo que sea. Le miras a los ojos y ves esa luz oculta, intuyes lo peor de lo que somos capaces, individual y colectivamente. Sin embargo, son aún más aterradores los que la han reducido a nada.

—Perdonen —dije—. He entrado a media película. No conozco el argumento. Ni a los personajes. Ni entiendo por qué todo el mundo se mueve como una exhalación por la pantalla.

Azabache meditó mis palabras.

—Nuestro servicio de inteligencia dice que usted está del lado de Yoruba.

—En ese caso su inteligencia es muy deficiente, y créanme si les digo que no deseo empañar reputaciones. Así que, al menos, ¿transmitirán el nivel de la mía?

—Entonces, ¿por qué ha metido la nariz en esto? —preguntó Azabache.

—Ya se lo he dicho. El francotirador.

—Él no tiene nada que ver.

—Eso creo. Pero después de dormir dos horas cuando llevaba, no sé, tres o cuatro días sin pegar ojo, me encuentro con un par de tipos de capirote, de pie, en mi cocina, intentando alimentarme con un trozo del pastel celestial o amenazándome. No sé por qué decantarme.

—¿No trabaja para Yoruba?

—No trabajo para nadie. Tengo algunos dólares ahorrados que me durarán hasta la semana que viene, más o menos, y pocas perspectivas de que entren más, y pronto tendré que pagar el alquiler y la comida. Pero mataron a una amiga delante de mí. Y eso no es un cuento ni una doctrina política de tres al cuarto; es real. Este asunto pasará sin pena ni gloria. No lo voy a permitir.

Azabache no abrió la boca. Au Lait fue a la ventana y se quedó mirando fuera.

—Quizá le he juzgado mal —dijo Azabache.

—A veces pasa.

Me tendió la mano.

—Leo Tate. Ese es Clifford.

Au Lait me miró desde la ventana y asintió.

—Mucho gusto —dije.