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Con el trabajo que hacía y la vida que llevaba era imposible mantener un horario. En realidad, no tenía horario. Las horas aparecían a mi alrededor y pasaban de largo como las carrozas de Mardi Gras. Pero mi curso por los días y las noches había zigzagueado más de lo habitual durante aquella última semana, y quizás empezaba a consumirme.

Walsh y yo salimos del bar a unas calles intemporales, suspendidas entre la luz y la oscuridad. Todo era de un blanco cegador o de un negro mortal, con los bordes esfumados y cenicientos, como en las películas antiguas. Por un momento no distinguí si era de día o de noche. En otro instante sobrecogedor, no supe dónde estaba.

Entonces la mano de Walsh se apoyó en mi hombro y todo empezó a encajar.

—Tengo que dormir un poco —dije.

—Sé de qué va.

Volvimos andando hasta su coche, que estaba en uno de esos aparcamientos estrechos del centro, donde parece que a duras penas caben ocho, pero donde los guardas meten veinte en fila.

—Te llamo —dije.

—Al diablo contigo. Sube al coche, Lewis.

—Voy a caminar. A aclarar las ideas.

—Vaya, ¿te crees que estás en la playa?

—Entonces será mejor que vigile dónde piso.

Walsh se echó a reír.

Meses antes, un avión se había caído en el lago Pontchartrain y hacían furor los cuentos de bañistas que pisaban cabezas cortadas mientras chapoteaban hacia las aguas profundas. Al parecer, por eso cerraron temporalmente la playa. Sin embargo, el problema real era la contaminación, las aguas servidas y los desechos industriales que vertíamos en el lago. Las autoridades habían estado jugando a abrirla y cerrarla durante años, antes de que la clausuraran definitivamente. Siempre me pregunté qué suerte habían corrido todos los paseos y los edificios que se construyeron allí.

Me despedí con una burla de saludo militar y me dirigí a Poydras. Vigilando dónde pisaba.

En coche, en autobús, a pie o en tranvía, la gente huía como una exhalación del centro, como el aire de un globo pinchado.

Doblé por Magazine y, mientras caminaba lentamente, comprendí que todo lo que giraba a mi alrededor era un mundo, una vida, que nunca conocería. La familia, el hogar al que se vuelve o se abandona, el trabajo fijo, el sueldo, la rutina, las citas, la seguridad. La vida de un pez me resultaría mucho menos ajena. No sabía qué decía sobre mí e ignoraba mis sentimientos al respecto, pero sabía que era cierto.

Me acercaba a un cruce cuando un hombre vestido con un traje mugriento dobló la esquina del edificio que había delante y se interpuso en mi camino. Doblado por los años, se me quedó mirando con sus enrojecidos y yermos ojos. Apretaba contra su pecho un libro de bolsillo tan manchado y harapiento como su traje. «¿Usted es uno de los de verdad, o no?», preguntó. Al cabo de un momento, como yo no respondía, siguió andando y reanudó su conversación sotto voce.

Me recorrió un escalofrío. De algún modo, sentí con esa comprensión desconcertante y tácita que tenemos en los sueños que acababa de vislumbrar a uno de mis yos posibles en el futuro.