Tirándonos de cabeza cinco o seis veces al abismo de las esperanzas absurdas, decididos a darnos por vencidos tras una o dos copas más, lo encontramos en un bar cercano a Lee Ciercle, en Girod.
Llevaba una chaqueta de esmoquin de solapas tan anchas como las de un chubasquero, una camisa hawaiana de color púrpura y verde, pantalones de trabajo color caqui, zapatillas altas de tenis desgastadas. Los parches en los pantalones se parecían a los de los neumáticos.
—Qué elegante, Doo-Wop.
—Capitán. —Doo-Wop era capaz de recordar los detalles más nimios de una historia que le hubieras contado hacía cuatro años, pero no podía recordar tu nombre en el intervalo que va desde el principio al final de una frase; por eso llamaba capitán a todo el mundo—. Tanto tiempo…
—Este es Walsh.
—Capitán —dijo.
Walsh asintió.
—Estamos buscando a alguien.
—Por supuesto.
Puse un billete de cinco sobre la barra. Desapareció tan rápido como la mosca que aterriza al lado de una lagartija. Un paso adelante.
Luego el otro.
—Una tarde de bourbon, aventuro —dijo.
Pedí una ronda. Era el peaje. El bourbon era de garrafa, pero tal como lo cató Doo-Wop podría haber sido un malta de veinte años. Dejó el vaso y se volvió a mirarme, listo para los negocios.
Le conté que nos faltaban cabos que atar. Le conté dónde lo había visto Walsh, la hora y cómo iba vestido. Walsh intentó imitar su forma de andar, un paso lento y moderado: los pies rectos y paralelos, apoyando los dedos antes que el talón.
—No es así —dijo—, pero se parece. Los brazos a los costados. No los mueve mientras camina. Pensándolo bien, es como si solo moviera los pies.
Doo-Wop lo meditó.
—Podría ser —dijo.
Echó otro trago de bourbon y dejó el vaso en la barra. Hice una señal para que se lo volvieran a llenar. Dio curso legal a la transacción con un movimiento de cabeza.
—Un garito en St. Peters. Dos copas si es su hombre.
—¿Cuándo? —preguntó Walsh.
Doo-Wop se lo quedó mirando.
—Doo-Wop se rige por la hora de los hopi —le expliqué—. Para él, todo es tiempo presente.
Walsh asintió.
—¿Alguna vez va acompañado? —pregunté—. ¿Conoce a alguien allí?
Doo-Wop hizo un gesto negativo.
—Se sienta solo. Pide una cerveza, dos. Se marcha. No habla ni quiere que le hablen.
—¿Usted lo ha intentado?
—Era una noche floja. Estaba sediento.
—Entonces era de noche. Oscuro.
—Ya. Eso será. Las luces del alumbrado tienen esa especie de halo alrededor. No como de día.
—¿Frío?
—Bueno, llevo lo mismo que ahora. Así que no puede hacer mucho calor.
Pedí otra ronda, pero según sus cálculos y sus reglas, Doo-Wop había bebido la cantidad de whisky equivalente a la información que podía suministrar. El nuevo bourbon permanecía sin tocar delante de él. Walsh y yo empezamos con los nuestros.
—Capitán —dijo finalmente.
Me volví hacia él.
—Quiero contarle una historia.
—Adelante.
—Decida usted si vale algo.
Asentí.
Lo que sigue no es lo que oímos Walsh y yo entonces: un relato poco elaborado y a trompicones en el que a veces el narrador parecía uno de sus protagonistas y que, de alguna manera, daba la impresión de estar ocurriendo en aquel momento. Es una versión reconstruida de la historia de Doo-Wop sumada a una conversación telefónica posterior con Frankie DeNoux.
Durante tres o cuatro años, un edificio situado en la esquina de Dryades y Terpsicore ha servido para albergar un club, aulas escolares, un cuartel, un asilo y un centro de reinserción, aunque oficialmente aparece como templo en el registro de la ciudad. Es la sede de un grupo llamado Yoruba. El pastor del grupo y su familia viven allí, junto con otras personas.
Con el tiempo, Yoruba ha ganado una influencia considerable en su parroquia y, poco a poco, la ha extendido a otras comunidades de los alrededores. Bien visibles con sus sencillas ropas de algodón color malva, los miembros de Yoruba se dedican al servicio de la comunidad: al cuidado de niños cuando sus padres trabajan, asesoramiento y atención sanitaria, enseñanza gratuita, lectura en voz alta a niños en bibliotecas improvisadas en viejas tiendas de acampada y a personas impedidas que no pueden salir de sus casas o que están en el hospital.
Los ingresos de Yoruba proceden de las cuotas de sus seguidores y de las aportaciones de otros benefactores. Cada viernes, se reúnen estos «fondos de gestión» en los distintos lugares de recaudación y el ministro de defensa de Yoruba, Jamil Xtian, los entrega al templo.
Durante tres o cuatro años ha funcionado de este modo, sin problemas. Pero el viernes anterior alguien esperaba en la puerta trasera. Dos hombres de estatura corriente, de peso corriente, vestidos de forma inclasificable y con máscaras de Mardi Gras salieron de detrás de los setos y dijeron: «Te vamos a quitar un peso de encima».
Cuando Xtian intenta sacar su arma, le disparan al pecho y cogen el saco lleno de dinero. Cuando los demás salen apresuradamente de la casa, combatientes entrenados y armados, los atacantes se han esfumado.
El rumor dice que con ellos también se han esfumado entre diez y quince mil dólares.
—Y aquí se acabó lo que se daba —dijo Doo-Wop.
Puse un billete de veinte sobre la barra, pedí otra ronda. Los veinte desaparecieron. Inclinando ligeramente la cabeza, Doo-Wop dio la cuenta por saldada. Degustó la bebida. Le dio el visto bueno.
Miré a Walsh.
Se encogió de hombros.
—Podría ser. Es cierto que hay un rumor, que se cuece algo. No hay denuncias, y probablemente no las habrá. Y en el caso de que alguien lo denunciara, nos quedaríamos solo con eso, con una denuncia.
—No puede tener relación con el tipo que buscamos.
—Relación directa, quieres decir.
—Eso es.
—No veo cómo.
—No te pierdas. Ahora vuelvo.
Pregunté por el teléfono y lo encontré en el servicio de caballeros, colgando en un estrecho tramo de pared, entre el retrete y el lavabo. Metí cinco centavos y marqué el número de Frankie DeNoux.
Estoy seguro de que me imaginé oír el ruido de sus dientes hincándose en el pollo al otro extremo del hilo. Y el ruido de la bandeja de cartón cuando la apartaba, la grasa escurriéndose poco a poco por los archivadores, la correspondencia, los informes.
—Griffin —dije—. Necesito tu ayuda.
—Ya la tienes.
Un viejo salió del retrete, se lavó las manos en la pila y, al volverse a coger una toalla de papel, me salpicó los zapatos con agua jabonosa. Me pegué a la pared para que pudiera salir.
—Hay un rumor. Empezó el viernes pasado. O el sábado.
—¿Gente vestida de malva?
—Parece que sí.
—¿Y otros con camisa y boinas negras?
—No había oído esa parte.
Frankie me contó lo que sabía y luego escuchó lo que yo había conseguido entender del relato de Doo-Wop.
—¿Y quiénes son los de los capirotes? —pregunté.
—Los de siempre. Los elegidos, los apocalípticos. Los que saben qué es mejor para todos nosotros, incluso cuando nosotros no lo sabemos.
—¿Por qué no ha intervenido la policía?
—Me tomas el pelo, Lew.
Entró otro hombre en el servicio, echó un vistazo rápido y se marchó.
—Ni sueñes con una denuncia; no la pondrán. ¿Quién creería semejante asunto? Mejor que escuches a Malcolm, hermano. Los negros solucionan sus propios problemas. No podemos esperar nada de los blancos.
—Jefe, haces de recadero de uno de los peores sectores de la sociedad blanca. Ambos lo hacemos.
—Ya. Verás, el pollo es barato, pero no tanto.
—¿Me estás diciendo que lo de Yoruba es un robo interno?
—Mmmm-hmmm.
—Negros desvalijando a otros negros.
—Así es como lo veo. Sin duda.
—¿Una lucha de poder? ¿Peleas territoriales?
—Podría ser. No vale nada, Lew. Pero preguntaré por ahí.
—Gracias. Te llamaré.
Cuando volví a la barra, Walsh había invitado a Doo-Wop a otra copa y hablaba con él. Años después, en otro bar, oí a Doo-Wop contándole a alguien que lo había invitado a una copa cuando era policía.