—Lewis, pareces salido del último círculo del infierno.
—He aquí el problema de los periodistas. Siempre os dais de bruces con el tópico más manido. ¿Sabes cuántas veces he tenido que oírlo?
—Supongo que las mujeres y los niños gritan y huyen en cuanto te ven.
—Las mujeres, en todo caso.
—Conozco la situación. ¿Estás bien?
—Lo estaré. Creo. En enero, quizás. A finales de enero.
—Excluyendo complicaciones posteriores.
—Puede llegar a pasar, sí.
—Por lo que sé, las complicaciones no te salieron al encuentro, sino que te las has buscado.
—¿De cabeza en otro tópico?
—A lo mejor solo salto sobre mi presa, créeme. Descalzo. Pero mirando a mi alrededor y al suelo antes de apoyar los pies.
—Ya. Ya, te creo capaz. ¿Quieres un café?
—Solo si me apuntas con una pistola. Me he pasado toda la noche trabajando y ya me he tomado nueve o diez.
—¿Una copa, entonces?
—No estaría mal. Solo he tomado seis o siete.
Entramos, aclaré dos vasos que había en la encimera, al lado de la pila, y serví el whisky. Nos sentamos a la mesa de la cocina. El mejor lugar para charlar, según las costumbres sureñas. Puse la botella en la mesa, entre los dos, y le pregunté qué sabía.
—Bueno, sabía que irías tras él, por supuesto. Aunque ignoraba si lo harías ahora o más adelante. Me enteré por Frankie, y combinando todo esto con un par de rumores que pesqué aquí y allá en las calles, llegué a la conclusión de que el joven policía, Walsh, también tenía esa espina en el ojo. Y, cuando ayer noche salieron vuestros nombres en la misma conversación, después de llamar desde la redacción del periódico para preguntar por la naturaleza y el alcance de tus heridas, me hice una idea bastante clara de lo sucedido. Pero me faltan los detalles. Y en mi oficio, los detalles son lo único que cuenta.
Se repantingó con el vaso sobre una pierna: un actor que ha representado su parte y ahora puede relajarse.
—Lo siento, pero no hay muchos detalles —le dije—. No sabemos quién es el francotirador, ni tenemos nada relacionado con él. Walsh merodeaba por los lugares de los tiroteos. Lo vio varias veces. Lo reconocía por su forma de caminar. Yo también estaba persiguiendo sombras, y una de ellas se materializó y se transformó en un tipo que apuntaba a Walsh con un arma.
Hosie tomó un sorbo de whisky.
—No sé si llamar a esto tener una suerte increíble o ser de una estupidez asombrosa.
—Me has pillado. ¿El lugar equivocado en el momento oportuno?
Emitió un gruñido.
—Así que esto es todo lo que hay, ¿eh? Te gastaste la bala. Tabla rasa y vuelta a empezar. Estamos igual que antes.
—Sí. Excepto que ahora sabe que le estamos buscando, claro.
—Entonces se pondrá más difícil. No sabe quiénes sois, ¿verdad? Ninguno de los dos.
—Creemos que no.
Hosie se quedó mirando la superficie de la mesa mientras yo atisbaba por la ventana a unas ardillas que se perseguían por los cables de alta tensión. Cuando me di cuenta de que tenía el vaso vacío, volví a llenar los dos.
—Son buenas noticias —dijo.
Nunca supe si se refería a haberle rellenado el vaso o a que el francotirador no supiera quiénes éramos. En aquel momento se abrió la puerta y los dos miramos en esa dirección.
—Lew, ¿estás bien? He ido directamente a casa en cuanto me he enterado de lo que pasó. Creí que estarías allí.
—Estuve.
—¿Alguna vez has pensado en dejar una nota, dejar que alguien sepa si estás bien?
Me levanté y la abracé. Me pareció maravillosa y su olor era extraordinario, como siempre. Llevaba un vestido corto azul, brillante y satinado, con zapatos de tacón de color rojo (zapatos de salón, los llamaba) y unos pendientes rojos enormes.
—Hosie, LaVerne.
—No podía ser otra.
—LaVerne: Hosie Straughter. Es…
—Lo sé. —Alargó la mano—. Un verdadero placer, señor Straughter. Desde hace años disfruto mucho con sus artículos, he aprendido mucho de ellos.
—Lewis —dijo Hosie, envolviendo con sus manos la de LaVerne—, esto no es un buen whisky. De hecho, ciertos bebedores entendidos podrían negarse a llamarlo whisky. Y tu ropa, este horrible traje negro desgastado en las rodillas y con los puños desiguales, es muy cuestionable. Sin embargo, me siento obligado a admitir que tus gustos para las amigas son ejemplares. Perfectos. El placer es mío, señorita —dijo inclinando la cabeza—, se lo aseguro.
Cogió el vaso y bebió de un trago los dos dedos de whisky que le acababa de servir.
—Y con este brindis sencillo pero muy sentido dejo a los jóvenes para que hagan lo que hacen los jóvenes de hoy en día.
A pesar de mis protestas, se marchó, y ya habíamos empezado a hacer lo que hacían los jóvenes de aquellos días cuando alguien llamó a la puerta.
—¡Lewis! ¿Está ahí?
—Un momento —me levanté, me recompuse y miré a LaVerne.
Hizo una mueca de disgusto y se arregló.
Entreabrí la puerta. Llevaba tejanos negros, botas vaqueras y una camisa amarilla de Ban-Lon. Bizqueaba bajo la luz del sol.
—¿Qué hace aquí? Y, más importante, ¿cómo me ha encontrado?
—Espero no molestar. Pensé que después de haber dormido…
—Todavía no he dormido.
—… podríamos vernos y…
Se detuvo, pero la mandíbula seguía en movimiento.
—Oiga, lo siento. Váyase a la cama. —En ese momento LaVerne se dejó ver—. Ya volveré.
Abrí la puerta de par en par.
—Será mejor que entre. La luz del sol, en una cara blanca como la suya, cegará a alguien en este barrio. ¿Un café? Bonita camisa, dicho sea de paso.
—Ya me he tomado una cafetera entera. Mucho gusto, señorita.
Sus ojos fueron y vinieron entre los dos un par de veces.
—LaVerne, Don Walsh. —Se saludaron con una inclinación de cabeza—. ¿Una copa, entonces?
—¿Una cerveza?
Había una. La localicé en la nevera, la cogí y se la ofrecí. Hizo enjuagues con el primer sorbo y luego se lo tragó.
—Hay un chico en Jackson que es todo oídos y nos echa una mano.
—Un soplón.
Así pues, yo no era tan invisible como creía. Pocas veces lo somos.
—Ya. Pero no ponga etiquetas. Nos ha dado mucha información.
—Incluso mi dirección.
—Si le sirve de consuelo, tuve que detallarle la naturaleza de nuestra relación.
—No tenemos una relación, oficial.
El silencio brillaba en el aire como los relámpagos sin truenos de los días calurosos.
—Será mejor que me vaya, Lew —dijo LaVerne—. Ha sido una noche larga. Duerme un poco. ¿Me llamas después?
—¿Te pido un taxi?
—No, cariño. St. John me ha traído en coche.
Sinjun. Su vecino cincuentón que todavía llevaba chinos, jersey, camisa azul y mocasines. Como mucha gente de esta ciudad parecía atrapado, como una mosca en ámbar, en otra era geológica.
—Me espera en un bar, en Claiborne.
—Hermosa mujer —dijo Walsh.
Era cierto. Allí donde fuera, los hombres y las mujeres volvían la cabeza para mirarla, y yo me sentía satisfecho, halagado, orgulloso de tenerla a mi lado. Mucho después, tras casi treinta años con ella y sin ella, y cuando ya era demasiado tarde, comprendí que LaVerne me había salvado la vida, que de un modo esquivo e indescifrable nos habíamos salvado la vida el uno al otro.
Los años anteriores a esa comprensión, sin quererlo, la herí una y otra vez, igual que me hacía daño a mí mismo. Cada año, la carga de nuestros actos, los que realizamos y los que omitimos, nos ayuda a vencernos.
—¿Otra cerveza? —dije—. ¿No? Entonces, ¿qué quiere?
—Es una pregunta que me hago una y otra vez.
—¿Y obtiene respuesta?
—Oh, sí. Muchas.
Encontró el cubo de la basura bajo el fregadero y tiró la botella.
—Quiero dejar de sentir este vacío que me ha dejado mi hermano. Quiero que las cosas tengan sentido. Quiero que haya justicia, verdad, decencia y cielos azules.
—¿Walsh?
—Sí.
—Serás muy infeliz, amigo.