Quedamos para desayunar. «Todavía le debo el bistec», me dijo Walsh. «No me debe nada», le contesté yo.
Estaba despierto, levantado y vestido cuando la enfermera entró a las seis. Todavía era de noche, pero la luz ya mordisqueaba los márgenes del cielo por la ventana.
—Debería estar en la cama, señor Griffin.
—¿Tengo que firmar algo antes de salir?
—Administración no abre hasta las ocho.
—Pues será un problema.
—Tendría que llamar al residente de guardia y quizá también al administrador.
—Por favor.
—Tengo un montón de cosas que hacer, señor Griffin, me esperan muchos pacientes.
—No me cabe duda.
Suspiró.
Nunca vi al residente de guardia ni al administrador. Sin embargo, después de seis conversaciones telefónicas, empujé las puertas del hospital Touro, salí y encontré a Walsh esperándome junto al bordillo en su Corvair azul.
—¿Le llevo, marinero? ¿Un bistec para cenar?
—Es un poco pronto para cenar, ¿no le parece?
Se encogió de hombros.
—Siempre es la hora de cenar en alguna parte.
En el coche le pregunté cómo se había enterado de cuándo saldría. Me contestó que yo le parecía la clase de tipo que intentaría escapar al amanecer. «La paciencia no es una de sus virtudes», añadió. «Tampoco mía», añadió después.
Cortó por St. Charles y se dirigió al centro.
—¿Qué tal si empezamos con un desayuno? —preguntó.
Cuando acepté, cambió de dirección y se dirigió hacia Napoleón.
Nos detuvimos en el K&B justo cuando le decía que no me debía nada.
El desayuno completo, tres huevos, beicon, gachas y una galleta, café incluido, costaba 1,49 dólares. Pero tuvimos que esperar bastante ante una mesa vacía. Finalmente Walsh se levantó y fue a hablar con la camarera que estaba detrás del mostrador y pasaba de nosotros olímpicamente. Por poco llega a la mesa antes que él con el café, los menús y una amplia sonrisa para ambos. Sallye, rezaba su placa de identificación.
—Es curioso, la de cosas en las que uno nunca se fija —dijo Walsh cuando ella se alejó.
—Aquellas en las que uno intenta no fijarse también hacen que te partas de risa.
La camarera nos trajo el desayuno cuando habíamos acabado el café. Nos sirvió los platos, se apresuró a traer más café en grandes tazones y retiró los vacíos. Las gachas nadaban en mantequilla brillante, el beicon relucía de grasa, los huevos eran un dique que separaba la grasa de las gachas de la del beicon. Incluso la base de la galleta rezumaba mantequilla. Mmmmmmm.
—¿Está seguro de que puede permitirse este lujo? —pregunté.
—No se preocupe. Tengo mis ahorros.
Justo cuando acabamos, la camarera volvió con más tazones de café, se llevó los platos y nos preguntó si queríamos algo más. Walsh negó con la cabeza y Sallye se fue.
—¿Qué historia le ha vendido a esa mujer?
—Le he dicho que es usted africano, un profesor de economía en Tulane.
—No es verdad.
—No, tiene razón. Solo le he dicho que soy oficial de policía y que nos encantaría tomar un buen desayuno después de una noche peligrosa. Puede que crea que usted también es poli.
Nos quedamos allí, bebiendo café, viendo el sordo avance de los tranvías y la gente mientras intercambiábamos lo poco que sabíamos sobre el francotirador.
Walsh, honrosamente, decidió pasar todo el tiempo del que disponía en los alrededores de los tiroteos.
—Si patrullaba, los controlaba siempre que podía y los vigilaba cuando libraba. Había un tipo joven, siempre de negro, camiseta, vaqueros, una chaqueta corta de lona con muchos bolsillos, a quien vi dos o tres veces. Siempre de espaldas, siempre un instante antes de que se metiera en un callejón o atravesara un edificio. Por su forma de caminar, sabía que era la misma persona.
»Y entonces, una noche, cuando me dirigía hacia Lee Cirde desde el centro, lo vi, a él o a alguien que caminaba como él, saliendo del Hummingbird. Estaba de patrulla y no quería asustarlo. Cuando conseguí doblar la esquina y bajar del coche, había desaparecido por Julia Street. Pero ahora, el Hummingbird encabezaba mi lista. Desde aquel momento, empecé a montar guardia en un bar de mala muerte en la acera de enfrente de St. Charles, bebiendo una cerveza de barril con olor a desinfectante y sabor rancio. Y ayer, de madrugada, dejé la cerveza, miré por la ventana y allí estaba, entre unos viejos anuncios de cartón.
»Bajamos juntos por Julia y subimos por Baronne. Solo había abiertos unos bares y algunos hoteluchos; la calle estaba vacía, así que me mantuve a distancia. Pero se dio cuenta. Notó mi presencia, sabía que le seguía los pasos.
—Y decidió salir a su encuentro.
—Eso es.
—¿Cabe la posibilidad de que supiera quién es usted?
—No lo creo. ¿Ha acabado? Esa chica nos vuelve a mirar con ganas de traernos más café.
Walsh dejó un billete de cinco en la mesa y los dos nos fuimos cojeando hacia el coche.
—¿Dónde vive?
Mi mirada debió de ser suspicaz.
—Quise decir que podría acercarlo a casa.
—¿Hacia dónde va?
Señaló con el pulgar hacia los barrios altos.
—Me va bien. Puede dejarme en State.
—¿Seguro?
Le dije que sí, y se lo repetí, inclinándome hacia la ventanilla, cuando bajé en State.
En la esquina hay una casa con un porche acristalado y un árbol de Navidad artificial. Pero no es un árbol de Navidad, es un árbol Deloquequieras. Está allí todo el año. Llega la Pascua y aparecen algunos conejitos de color rosa y enormes huevos de plástico. En Halloween lo decoran con esqueletos y arañas, brujas y telarañas. Máscaras, serpentinas y payasos lo adornan en Mardi Gras. Ahora colgaban de él pavos, indios, ramilletes de arándanos rojos y sombreros puritanos.
Durante un instante me pregunté (como ya había hecho cien veces) quiénes vivirían en aquella casa, cómo serían, por qué lo hacían, cómo había empezado. Esta ciudad ama las tradiciones y, si no tiene una a mano, se la inventa.
Crucé St. Charles hacia el río, hacia casa de LaVerne.
No había correo en el buzón, por supuesto, ni periódico en el porche ni en el jardín: LaVerne era casi tan invisible como yo.
Entré, me serví medio vaso de bourbon en la cocina y lo llevé a la sala.
Por aquel entonces LaVerne se inclinaba por lo que solía llamarse estilo contemporáneo. Entrabas en su apartamento, en la segunda planta de una vieja casa victoriana y allí, sobre los suelos de madera noble, junto a las paredes de auténtico estuco con zócalos de madera y bajo techos artesonados con medallones y guirnaldas, encontrabas esos muebles sobrios, angulares y blancos. Era difícil reponerse del susto.
No mucho después, LaVerne los cambió por antiguas mesas de madera, cómodas, roperos y sillas que compraba por nada en los comercios de muebles de segunda mano de Magazine y subía con cuerdas por el balcón. Un día vino a verme, nerviosa, para decirme que todas las tiendas habían triplicado sus precios y tenían nuevos carteles, con lo cual su apartamento se llenó de magníficas antigüedades.
Cuando acabé la copa, curioseé los libros y las revistas esparcidos encima de la mesita. La revista Life, unos tomos de la colección Mentor Classics; algo que se titulaba El asesino dentro de mí, una edición de Ace Double con dos novelas, la primera de Philip K. Dick; las revistas Redbook y Family Circle; una edición de bolsillo de Butterfield 8, con Elizabeth Taylor en la portada.
Desplegué la doble página de Life dedicada a Hemingway donde, junto con media docena de fotos antiguas, había una en la que se le veía de pie delante de su casa de Idaho, días antes de dispararse un tiro con una de sus amadas escopetas. ¿Había nieve al fondo? Recuerdo la nieve.
Fui a la cocina a servirme otra copa. Salí al balcón, procurando que no me vieran desde la calle.
Un fuego ardía en algún lugar cercano. Podía olerlo: cenagoso, aroma espeso de madera, un deje acre de fibras sintéticas y tela, el calor…
La segunda vez que fui a casa de LaVerne y entré con la llave, como acababa de hacer, salí a este balcón con una taza de café au lait y al cabo de diez minutos la poli aporreaba la puerta de abajo. Cuando abrí, me empujaron contra la pared a los gritos de «¿Qué estás haciendo aquí, chico? ¿Es tuya esta casa?». Afortunadamente, una vecina de LaVerne lo oyó todo y se lo contó cuando volvió a casa de madrugada. Cuatro horas después de que me encerraran, LaVerne apareció en comisaría con su abogado. Los detalles se confunden de incidente en incidente, año tras año, pero creo que salí de aquella situación especial de «cooperación» (sin haber sido fichado, claro) con una fractura de costilla, un dedo roto y múltiples contusiones. Todas anteriores, desde luego. Ya sabes cómo son los negros.
Que LaVerne no volviera a casa, no era raro. Posiblemente tenía un cliente para toda la noche o se había ido a dormir con uno de sus habituales. Tomé un par de copas más, dormité un poco delante del televisor y después del mediodía me fui paseando a coger el tranvía a Washington.
Hosie Straughter se levantó de la gradería de mi barracón cuando di la vuelta al muro.