En mayo de 1967, en uno de esos días secos y agostados de Sacramento, los miembros del partido de los Panteras Negras de la zona de la bahía de San Francisco se juntaron ante el poder legislativo del Estado de California abrazando rifles M-1, escopetas del 12 y pistolas del 45, con cartucheras a la cintura.
La prensa y los programas de radio y televisión de todo el país destacaron «la invasión armada» de Sacramento.
El Partido se había movilizado para manifestar su oposición a un proyecto de ley que restringía llevar armas cargadas en público. Como aún no estaba prohibido por las leyes vigentes, la policía se vio obligada a devolverles las que había confiscado en los pasillos de la cámara legislativa. Detuvieron a dieciocho miembros del Partido, acusados de interrumpir la asamblea (infracción) y de conspiración para interrumpir la asamblea (delito). En aquellos días, la conspiración era un tema importante.
En realidad, a los Panteras Negras no les interesaba demasiado si aprobaban o no el proyecto de ley. Ellos, legalmente o no, seguirían llevando y exhibiendo sus armas. El propósito real era llamar la atención de los medios de comunicación, la atención del pueblo, para que se dieran cuenta de que el único recurso de los negros en sus guetos era la defensa armada.
Así expresaban la desesperación y la rabia de un pueblo marginado y enemistado, una desesperación y una rabia que ninguna legislación de derechos civiles ni ninguna planificación social había tenido —ni tendría— en cuenta.
Pocas horas después de los sucesos, en un bar de Magazine, vi por televisión la pelea de Sacramento; aquella tarde ya llevaba cinco o seis whiskies, y se convirtió en una larga noche.
Unos años antes, mientras se producían los acontecimientos sobre los que escribo aquí, fui a la Universidad Dillard con Hosie Straughter, a la conferencia que daba un novelista negro expatriado en París, en una de sus pocas visitas a Estados Unidos. Leyó pasajes de sus libros y dijo que la esclavitud, la discriminación y el odio racial, e incluso la pobreza no son más que los primeros pasos hacia la destrucción de un pueblo: el final es el daño terrible e irreparable que los miembros de esa comunidad se estaban infligiendo a ellos mismos.
Ayer, casi treinta años después, sentado en el Downtown Joy, en Canal, volví a recordar lo de Sacramento y a aquel novelista mientras miraba Boyz N the Hood.
Ha pasado tanto tiempo… Ha cambiado tan poco…