Pasé por el apartamento a recoger el 38 que solía llevar conmigo, antes de sentar cabeza. La mitad de un sobre de papel manila sobresalía del buzón de la puerta principal. El nombre y la dirección de Hosie Straughter estaban tachados y más arriba habían garabateado LEW con lo que parecía un lápiz pastel. Dentro había un libro: El extranjero, y una nota a lápiz en un trozo de papel arrancado de una bolsa de comida.
Gracias de nuevo, Griffin. Es uno de mis libros favoritos… tómelo como agradecimiento. Este ejemplar me ha pertenecido durante años. Ahora es suyo.
Como Claiborne estaba más cerca, primero me dirigí hacia allí. Trepar a las azoteas pasada la medianoche no era lo más prudente que podía hacer un negro, lo admito.
La escalera de incendios arrancaba a dos metros y medio de altura en la pared trasera del edificio. Era poco más que una escalerilla de acero colocada de lado y atornillada a los ladrillos. Salté, me cogí a un travesaño y me encaramé como pude.
El Chick’n Shack, a media manzana hacia los barrios altos, todavía estaba lleno de vida. Gran parte de la clientela estaba formada por grupos de tres o cuatro varones jóvenes y hombres solos que, al parecer, volvían a casa del trabajo. Algunos en coche, la mayoría a pie.
Vi la iglesia evangélica, hacia el centro de la ciudad, una construcción de una planta de ladrillo tostado, con una aguja roma formada por cuadrados y rectángulos de plástico multicolor. Las ventanas estaban pintadas de negro, como las de la casa de empeños Honest Abe’s (de fibrocemento amarillo) y las de Lucky Pierre’s FaSTop (de ciprés). Esto era antes de que todas las puertas y ventanas de la ciudad tuvieran rejas.
Desde allí arriba se tenía una buena vista de toda la extensión que va desde Luisiana hasta, como mínimo, Terpsicore, inmediatamente antes de la maraña de pasos elevados y callejuelas retorcidas que conducen al corazón de Nueva Orleans. Era el edificio más alto que había a la redonda; nadie te iba a descubrir. Los otros edificios podían encontrarse en cualquier país. Y había más de una oportunidad de fuga: bajar por la escalera de incendios o escapar por las azoteas colindantes.
Había elegido el lugar con esmero.
Me puse en cuclillas al borde de la azotea y apunté con un rifle imaginario. Debió de enrollarse la correa en el brazo derecho para estabilizarlo o quizá lo apoyara en un pequeño trípode plegable. Mira de alta definición. No había seguido a su diana; debió de calcular sus movimientos, apuntó hacia donde se dirigía y esperó hasta que pusiera el pie allí. Entonces, contuvo la respiración. Apretó el gatillo. Exhaló.
Apenas me di cuenta de lo que había pasado; fue una de esas conexiones fugaces, más emocionales que intelectuales, que enseguida se desvaneció. Y allí terminó la intuición cegadora, la súbita epifanía capaz de cambiarte la vida.
Cuando bajaba por la escalera de incendios, oí unas voces. Junto a mi coche, uno de esos Galaxy con los alerones en forma de ala de murciélago, había dos hombres más o menos de mi edad. El más alto sujetaba una ganzúa con un garfio en el extremo. El otro llevaba un ladrillo en la mano. Estaban deliberando.
—Caballeros, ¿pueden resolverlo solos o necesitan ayuda?
—Sigue tu camino, tío —dijo el más alto.
—No te metas.
Hice un gesto de compasión.
—La señal inequívoca del aficionado. Nunca está dispuesto a aprovechar los recursos a su disposición. Siempre haciéndolo todo por sus fuerzas.
—Te voy a hacer tragar el aficionado, tío.
—Anda ya, ¿qué cojones…?
Dejó de hablar, ya que me acerqué, le hundí el puño en el plexo solar y ya no tuvo ganas de seguir. Cayó al suelo. Cogí la ganzúa al vuelo y con ella vapuleé al otro en la cabeza. Sonaba como una canción. El ladrillo del bajito fue a parar a la calzada, donde un taxi de la White Fleet dio un tumbo al pisarlo con la rueda. Algo crujió, posiblemente un codo, cuando el chico cayó.
Hice una transferencia de fondos, unos doscientos dólares, de sus bolsillos a mi cartera, abrí la puerta del Ford, entré y me dirigí hacia Jefferson Avenue.
La mitad del complejo de viviendas databa de principios de los cincuenta: estucos, ventanales y medallones por todas partes. El resto estaba formado por un edificio de apartamentos intercomunicados más bajo, parecidos a bungalós, que se habían añadido más tarde: una especie de sidecar caprichoso. Todo esto, según el Times-Picayune, se había clausurado hacía casi un año. Los fondos se acabaron en mitad de la rehabilitación. Balcones y portales fuera de escuadra por la ausencia de cuidados, los marcos desnudos expuestos en las cavidades de las fachadas, abiertas a martillazos, pilas de tablas viejas, material de pavimento y paneles de escayola se enmohecían en el patio y en el aparcamiento.
A la derecha, un solar vacío se extendía hasta la esquina de la calle. El otro lado daba a una hilera de estrechas y largas casas, que en Nueva Orleans solemos llamar shotgun. Atravesando la calle, un pequeño parque con columpios y mesas de picnic colindaba con una valla de madera y una hilera de casas adosadas, todas idénticas, pero cada una pintada de un color pastel diferente.
Esta vez el acceso no era fácil. Trepé a un olmo joven y me dejé caer en una azotea cubierta de tela asfáltica e inundada de desechos: envases de cerveza, fragmentos de material de techado, restos de cajas de embalaje y de comida a domicilio, plantas apartadas, ropa, cartones, fragmentos de vidas desperdiciadas. En la parte de atrás, en cambio, en una especie de corredor formado por una chimenea en desuso y un respiradero de calefacción, todo estaba en orden. En el ángulo donde se unían la chimenea y el respiradero, alguien había apuntalado una vieja puerta maciza. Encima, una chapa de conglomerado servía de tejado. Dentro, una silla sin patas, velas consumidas en latas de café, ollas quemadas, sábanas en desorden y delgadas cortinas hechas jirones. Dos hileras apiladas de ladrillos formaban un cuadrado, en cuyo interior había cenizas y trozos de madera quemada reducida a un montón blanco e ingrávido.
Nada que permitiera relacionarlo con el francotirador, desde luego. La ciudad estaba llena de estas islas desesperadas. Casas abandonadas, tiendas y cafés cerrados: las alcantarillas de los cauces abiertos. Obviamente, la policía no creía en la existencia de una relación directa. De ser así, habría presentado todo aquello como prueba.
Sea como fuere, alguien había estado viviendo allí. Y aunque no dejaba de repetirme que podía ser cualquiera, tampoco acababa de creérmelo.
Bajé por el tubo de desagüe de la esquina del edificio que daba a la calle y luego me senté en el coche a darle vueltas a lo que había descubierto.
La razón por la que tardé tanto era que no había descubierto nada, así que seguí dándole vueltas y más vueltas. Cuando estás atascado, no importa cuánto fuerces el motor ni cuánto giren las ruedas. Has de encontrar algo consistente. Una tabla, una rama. La introduces como una cuña, vuelves a acelerar y te pones en marcha.
Quizá tuviera esa tabla, pero estaba fuera de mi vista.
No podía más que esperar a que saliera y, si era así, daba igual que me ocupara de otros asuntos.
Como por el momento me sentía muy poco inclinado a volver a Dryades, bajé por LaSalle hasta Loyola y me dirigí al centro de Nueva Orleans. Aparqué en Poydras, frente a la oficina de teléfonos, y fui andando hasta Baronne. No había mucho tráfico, a excepción de los taxis. Y mientras el barrio francés estaría en plena ebullición, a este lado de Canal las calles estaban desiertas. Las pocas personas con las que me crucé caminaban con paso decidido, cerca del bordillo, en guardia.
Miré hacia arriba. Se veían las azoteas de un edificio de oficinas de imitación gótica, el Stanhope, con su puerta giratoria, sus acabados de latón y el vestíbulo embaldosado y brillante de la planta baja. Luego, me fijé en el remate de un hotel art déco, convertido en una especie de copistería, estudio de danza, estudio de fotografía comercial, cooperativa de crédito y taller de sastre (a juzgar por los carteles de las ventanas). Tenía que ser uno de esos dos edificios. Sin embargo, tras media hora de intentos fallidos, no encontré manera de subir a ninguno.
En cambio, vi un callejón estrecho, cuya existencia ignoraba, que discurría entre los edificios como una hendidura en la roca y desembocaba en Carondelet, el lugar del segundo asesinato.
Estaba a mitad de camino cuando, delante de mí, oí un disparo. Por el sonido, debía de ser una pistola de poco calibre.
Avancé hacia la penumbra y me quedé allí conteniendo la respiración. La sangre me martilleaba los oídos.
Voces.
No: una sola voz.
Demasiado tenue, demasiado lejana para que entendiese lo que decía. ¿En otro callejón?
Luego algo se movió, una sombra que se fundió en la oscuridad, atravesando Carondelet, en una rendija entre los edificios. Cuando miré, no había nada: ¿lo había visto de verdad? De ahí había llegado el disparo.
Escondido en la oscuridad, me asomé a la calle. Un taxi dobló por Carondelet, a una manzana de distancia, los faros como dos lanzadas, un rayo de muerte; me quedé paralizado. Los conejos y los ciervos lo viven así. Pero el taxi volvió a girar casi de inmediato. Conseguí cruzar sin ser visto y, con la espalda pegada a los ladrillos de aquel callejón sin salida, pude oír lo que decían.
—Un hombre ya no puede ser fiel a sí mismo, no lo dejan en paz. Me sigues los pasos desde hace tiempo. Y no porque tengas convicciones. No tengo nada contra las convicciones. Pero lo haces porque, como soy un cordón de zapato, piensas que puedes usarme para escalar. Mira por dónde: me has encontrado. Puro Borges. El cazador cazado. ¡Qué indigencia, la del gran cazador blanco!
Con las palmas pegadas a la pared, me incliné hacia la derecha y me asomé cautelosamente por la esquina. Me acordé del periscopio, un tubo de cartón amarillo con dos espejos baratos que compré en Kress’s por noventa y nueve centavos cuando tenía doce años. Un hombre acorralaba a otro, que estaba en el suelo. El primero, delgado y oscuro, hablaba. En la mano izquierda, paralela a la pierna, sostenía un revólver pequeño. El otro yacía desplomado contra la pared y se oprimía la ingle con las manos. Debajo de él, una mancha de sangre negruzca.
—Todos sabemos lo que está bien. Desde que nacemos. Si el cuerpo se rebela, lo único que consigue es empezar a destruirse.
El que estaba contra la pared dijo algo que no oí.
—Ya lo sé —dijo el otro levantando el arma—. Lo siento, nunca he sido muy bueno con estos cacharros. No quería que sufrieras. Se suponía que debía de ser rápido.
Me asomé a la boca del callejón sin salida sujetando el 38 con ambas manos.
—¡No dispare!
En ese instante, alguien detrás de mí decía:
—¡Qué carajo!
Me di la vuelta instintivamente. En la calle había un hombre de mediana edad con un bate de béisbol.
—No creo que hayan sido ustedes los que llamaron un taxi, ¿verdad?
Giré en redondo a tiempo de ver que el agresor trepaba a gatas por un contenedor y entraba por una puerta de servicio que había detrás. Pegué dos tiros antes de darme cuenta de que era yo quien disparaba. Una bala rebotó contra el acero del contenedor. La otra dio contra la puerta en el momento que se cerraba.
Entonces todo se volvió negro.
Alguien me miraba desde lo alto. Algo me golpeó la espalda, se me hundió en el riñón, rebotó en el codo. Alguien dijo:
—Negros de mierda… Antes era otra cosa… A este le voy a dar una lección.
Sabía lo que estaba pasando, pero no notaba los golpes. Me había ido. Flotaba por encima de todo aquello y miraba hacia abajo.
Me llegaban algunos fragmentos, a la deriva.
Eso. En el suelo. Ahora.
No puedo. Un blanco. Hay que.
No sea. Profundo. Basta.
Una cara tosca apareció sobre la mía. Pelo rizado rubio oscuro. La piel brillante de sudor. Estaba casi seguro de que era la misma persona caída junto a la pared. Olía a ajo.
—Aguante —dijo—. No tiene nada grave. Ya viene la ambulancia.
—¿Usted es el de la paliza? —pregunté.
—No. Ese está a buen recaudo.
—Me alegra. ¿Está bien? Había mucha sangre.
—Muy bien. Y vivo. Gracias a usted.
—Todo se arreglará. Pronto.
—Eso esperamos todos.
—Voy en serio.
La oscuridad se cernía a mi alrededor, y entró precipitadamente como cuando el agua invade el borde de los maderos.
—Por supuesto. Pero, por ahora, es mejor que me entregue el arma.
No sabía que aún la tenía en la mano.
—Soy poli —dijo—. Don Walsh.
Y las aguas se cerraron sobre mí.