Dormí diez horas ininterrumpidas y me desperté en la oscuridad, desorientado, con vértigo. El rostro de Esmé Dupuy se alejaba de mí, como llevado por la corriente, poco a poco, en un silencio absoluto mientras, como el agua, la negrura se cerraba sobre él. Yo me abría paso a través de un paisaje borroso y vago: los matorrales, los árboles, los desniveles del terreno, los pedruscos, un estanque, tenían forma cuando me acercaba. Estaba seguro de que había alguien detrás de mí, siguiéndome los pasos, volviéndose cuando yo me volvía, usando mis ojos y mi conciencia como quien utiliza una cámara.
Me quedé allí echado, atento al tráfico que circulaba por Washington, incapaz de sacudirme la sensación de duplicidad, incluso después de que los restos del sueño se desenmarañaran y desaparecieran en un torbellino.
Alargué la mano hasta el suelo para encender la lámpara que había al lado de la cama y encontré una nota.
Lew:
He venido a eso de las nueve. Estabas tan dormido que no me he atrevido a despertarte. He hecho café y me he tomado una taza. El resto es para ti. Piensa en mí cuando lo bebas, hablaremos mañana por la mañana.
V.
Hice ambas cosas: pensé en ella y me tomé el café, sin leche, porque la que quedaba en la nevera estaba a punto de convertirse en requesón.
Pensé en la primera vez que la vi, a las cuatro de la madrugada en un chiringuito. Me acababan de echar del trabajo, una vez más, y me había despertado con los nervios alterados y una resaca latente, tras un día entero de borrachera. Entró en el local. Llevaba un vestido ajustado de color azul y tacones, se sentó a mi lado y me dijo que le gustaba mi traje. Después de aquel encuentro no falté ni una noche. Al cabo de un par de semanas la invité a cenar. «¿Una invitación de verdad?», me preguntó.
Acabé el café y decidí ir a tomar una copa a Binx’s.
En la tele del bar pasaban una película de los cuarenta, todo negro y plata deslustrada. Las dos mesas de billar ardían de actividad. Papa, sentado donde siempre, en el centro de la barra. Me saludó con la cabeza cuando me senté a su lado.
—Lewis. He oído por ahí que has tenido una baja. —Al ver mi mirada, siguió—: La señorita Dupuy. Cuando matan a alguien que va a tu lado, no se olvida. Da igual si es en Francia o en tu patio trasero, si es un soldado o un civil.
Asentí. Binx me trajo un bourbon y, cuando señalé el vaso de Papa, le rellenó la copa. No era la clase de sitio donde se molestaran en cambiarte el vaso. Binx se limitó a coger la botella por el cuello y verter la cantidad que le pareció adecuada en el vaso de Papa.
—Mis más sinceras gracias a estos generosos caballeros —dijo Papa.
—Otra cosa en la que tengo que pensar.
Papa tomó un sorbo de vodka. Me recordó a las abejas en las corolas de las flores.
—¿Qué?
—Si es un civil o un soldado.
—El del rifle, quieres decir.
—Sí.
—¿Qué usa?
—El periódico dice que un 308, con una munición especial que no revelan.
—O no pueden identificar. Bueno, es el arma de un profesional, sin duda. No es uno de los habituales. No andan en esto, no hay paga. Pero los descarriados también caminan en el rebaño. Si quieres, pregunto por ahí.
—Te lo agradecería, Papa.
Antes de jubilarse, Papa había pasado más de cuarenta años dedicado a la contratación y a la formación de mercenarios. El territorio adonde los enviaba y de donde los hacía volver eran varios países de América Latina. Lo que él no conseguía saber, no lo sabía nadie.
Lo conocí a través de un tal Doo-Wop, que hizo carrera como gorrón de copas en los bares de toda la ciudad. Doo-Wop siempre hablaba de cuando estuvo en los cuerpos especiales de la Marina, o de cuando fue bandido de caballos árabes para una cuadra de Waco, o de cuando había jugado al béisbol con Joe Oliver, y durante mucho tiempo yo creí que lo que contaba sobre Papa era tan falso como el resto. Sin embargo, poco a poco me fui dando cuenta de que esos cuentos no eran ficción. Eran apropiaciones hechas durante noches de copas compartidas, elaboradas para su redistribución. Estas historias eran sus existencias, sus productos almacenados: las cambiaba por copas. Y, mientras las contaba, de alguna manera Doo-Wop se convencía de que contaba su vida. En cierta ocasión, unos mexicanos con los que pasé un fin de semana bebiendo en La Casa, me aseguraron que la historia de Papa era cierta.
Binx estaba de pie al final de la barra. Cuando nuestras miradas se cruzaron, yo asentí con un gesto. Cogió una botella de bourbon y otra de vodka y las trajo.
—Hasta el borde, amigo mío —dijo Papa—. No es lo habitual, pero esta noche me siento joven.
Binx me miró y yo asentí.
—Pronto dejarás de sentir cualquier cosa, si sigues metiéndote tragos entre pecho y espalda, Papa.
—Carpe diem, jovencito. Aprovecha el momento.
—De provecho nada, Papa. ¿Qué coño vas a hacer con él una vez aprovechado?
Acabada su tarea, Binx volvió a su rincón como un buen pugilista.
—Dame unos días, Lewis. Pasarás por aquí a que te lo cuente, me imagino. Porque, que yo sepa, no tienes domicilio conocido.
—¿Te va bien?
—Aquí estaré.
Dejé en la barra lo suficiente para otro par de dobles, me acabé el resto del bourbon y me puse de pie.
—¿Has oído alguna vez a Big Joe William, Lewis?
—Claro. Aunque hubiera estado a punto de morir, no habría sabido afinar una guitarra.
—Una vez contó que todos aquellos chiquillos, blancos, por supuesto, lo atosigaban a preguntas para saber cómo meterse dentro de los blues. ¿Habías oído hablar de ello?
Negué con la cabeza.
—Decía que el quid está en meterse fuera. Fuera de las dieciséis o dieciocho horas que estás obligado a trabajar todos los días… si has encontrado trabajo. Fuera del lugar donde vives y fuera del porvenir que tendréis que aguantar tú y tus hijos. Fuera del alcance de los delirios etílicos que te siguen a todas partes, están en todas partes, se meten en todo lo que haces y no te dejan en paz.
Papa se dio la vuelta en el taburete. Sorbió con delicadeza un poco de vodka. Recordé lo que Esmé Dupuy había hablado de O’Carolan y del postrero beso a su querido whisky.
—Si quieres encontrar a un hombre como ese, Lewis, no lo busques aquí abajo, entre nosotros. Está tan herido, y lo ha estado durante tanto tiempo, que no cree que nadie pueda padecer un dolor tan grande como el suyo. Por eso se ha apartado. Está fuera. Ha subido a otro nivel, quizá donde el dolor ya no tiene sentido. Si quieres encontrarlo, mira hacia arriba.
Por un instante, me quedé absorto.
Luego dije:
—Gracias, Papa.