6

En aquellos días, yo tenía una mujer enamorada y sensible a mis altibajos. Era LaVerne. Aunque normalmente evitaba llamarla al trabajo, a veces hacía una excepción.

Conocía sus horarios, y la encontré en el tercer lugar al que llamé. El barman dijo «Espere un momento» y dejó el auricular. Oí a lo lejos lo que sonaba como el ruido de tres fiestas diferentes.

—¡Lewis! ¿Dónde estás? ¿Estás bien?

—Estupendamente.

—Ya sé lo que pasó anoche. Alguien me ha dicho que creían que seguías retenido. ¿Estás bien? ¿Seguro?

—Sí. Me soltaron hace unas horas, gracias a un amigo.

—¿Un amigo?

—Te lo contaré cuando te vea. Ahora estoy agotado, no puedo más.

—¿Estás en casa?

—En casa, de camino a los brazos de Morfeo. ¿Cómo va el trabajo?

—Flojo.

—Pues no lo parece.

—Bueno, sobre todo bebedores. Ya sabes. Se animará después de comer.

—¿Podrás venir cuando acabes?

—Si voy, cariño, será muy tarde.

—No me moveré de aquí.

—No me esperes despierto.

—No me hagas reír, LaVerne.

Oí al fondo un estallido seco, como un disparo. Durante un momento, todo quedó en absoluto silencio.

—LaVerne, ¿estás bien?

—Muy bien. Sal acaba de romper el bate de béisbol en la cabeza de un tipo que se salía de madre.

Sabía dónde estaba y me pregunté qué significaría salirse de madre en aquel lugar. En el mejor de los casos, la raya a cruzar debía de ser muy fina. Volvió el alboroto, más estrepitoso que antes.

—¿Estarás bien ahí?

—No lo sé. A ver, espera un momento.

Se alejó, dijo algo y volvió.

—Tenemos suerte, Lew. Sal dice que no pinta mal, que tiene otro bate.

Nos echamos a reír, nos despedimos y colgamos. En un tarro de mermelada vacío, me serví bourbon K&B hasta la mitad. Arrastré una silla hacia la ventana, me senté y puse los pies en el alféizar. El gigantesco roble del jardín estaba en el mismo sitio desde hacía por lo menos cien años. Había visto aparecer y desaparecer barrios enteros, grandes edificios y la ciudad gobernada por tres naciones diferentes. Ahora se moría. Los pájaros lo evitaban. Si lo tocabas, se desprendían trozos de tronco secos, frágiles, que olían a tierra y se desmenuzaban en la mano. Un huracán, un vendaval o quizás una brisa de nada lo haría caer dentro de poco.

Por aquel entonces devoraba ciencia ficción. Pasaba por el quiosco, cogía media docena de libros y los leía en un par de días. Mientras la mañana remataba la tarde, me quedé al lado de la ventana, sorbiendo el bourbon y mirando el viejo roble condenado. Los trabajadores que volvían corriendo a comer y los estudiantes, que iban y venían de sus clases, hacían chirriar la puerta trasera de la casa grande. Pensé en un libro que había leído hacía poco. Avispa, de Eric Frank Russell.

Un hombre solitario se infiltra en la sociedad corrupta de un mundo lejano, se abre camino por los estratos más bajos. Gracias a distintas estratagemas, asomando de vez en cuando aquí y allá (un irritador, un catalizador, una avispa), siembra la discordia entre los gobernados y los conduce a la revolución desde la invisibilidad.

Al parecer, era un tema recurrente en la ciencia ficción que yo leía. Un hombre sabía lo que estaba bien y, enfrentado a una dificultad (prisión, exilio, amenazas de muerte, desprogramación), podía cambiar el mundo. Nadie parecía darse cuenta de que, cada vez que cambiaba uno de estos mundos lejanos, este se convertía en el mundo en que vivimos. Los mismos valores, los mismos tabúes, las mismas estratificaciones.

Alguna vez los americanos creyeron que un solo hombre podía cambiar el mundo. Nuestros mitos de frontera, las historias de groseros individualistas, nuestros indómitos héroes, los vaqueros, los detectives privados, abundaban. América creía que podía cambiar el mundo. Creía que era su destino.

Ahora estábamos hasta el cuello en una guerra que nadie podía ganar y, tras veinte años de esperar a que los Rojos nos engulleran en cualquier momento, empezamos a destruirnos a nosotros mismos.

Ya nadie creía que un solo hombre pudiera cambiar las cosas. Quizás y apenas, entre todos. Los manifestantes por los derechos civiles. NAACP, SNCC, SDS[3]. Los Panteras Negras, los musulmanes, la Mano Negra.

No.

Me equivocaba.

Al menos un americano aún creía que un solo hombre podía cambiar el mundo.

Ayer había acechado en la oscuridad de la noche en un tejado… ¿Cuánto tiempo? Y cuando Esmé Dupuy y yo salimos a la calle, manifestó esa creencia, convirtiéndola en una súbita acción.