En aquellos días vivía en un barracón de esclavos, en la esquina entre Baronne y Washington, detrás de una casa que había conocido tiempos mejores, pero que ahora parecía la idea de Roger Corman para una escenografía de Tennessee Williams. El hierro forjado de la verja y los balcones hacía mucho que se había oxidado; las plantas, los suelos, las habitaciones, las puertas y las ventanas se inclinaban cada una a su aire; la vegetación crecía entre las grietas de las paredes y en la argamasa podrida que unía los ladrillos. Algunas tablas del porche estaban intactas, aunque la mayoría habían desaparecido. Se había abierto una enorme columna angular y en su interior serpenteaban los zarcillos de las plantas de cebolla.
Sin embargo, los barracones de esclavos estaban en buen estado. En las últimas décadas de su esplendor, había ocupado la casa el hijo menor de una antigua familia de Nueva Orleans, un alcohólico con inclinaciones literarias. Día tras día se sentaba a beber whisky de malta mientras golpeaba con el dedo índice la Smith Corona de su padre, al tiempo que la casa se desmoronaba afuera y su hígado se disolvía dentro. Finalmente, su madre se trasladó a los barracones de esclavos como si cambiara de país, y siguió con su vida.
Yo tenía dos habitaciones, una encima de la otra. En la planta baja había una pequeña entrada con una alcoba donde había un par de sillas a la izquierda, un cuarto de baño del tamaño de un armario a la derecha, la cocina y la escalera de madera que conducía a la planta que hacía las veces de sala, dormitorio y comedor. Cuando me trasladé allí había un jardín, pero las ratas se lo comieron todo hasta que solo quedaron rastrojos y recuerdos.
El sitio era barato porque nadie quería vivir allí, ni en el barrio ni en los barracones. La mayoría de los que se instalaron no llegaron a pagar el segundo mes de alquiler.
Pero a mí me gustaba. Nadie me encontraría. Era como vivir en una fortaleza secreta o en una isla, separada de tierra firme por la casa y por el alto muro de piedra. Y era tranquila, o lo fue hasta que el porche de la casa se derrumbó y la media docena larga de inquilinos empezó a ir y venir por la puerta trasera, a menos de dos metros de mi única puerta, que por eso era la principal.
Cuando volví de mi noche pasada a expensas del alcalde, atravesé una brecha en el muro y anduve por lo que quedaba de un sendero de cemento que alguna vez discurrió por toda la propiedad.
Alguien estaba llamando a la puerta del barracón de esclavos.
Como ya dije, nadie podía encontrarme allí. Se suponía que nadie me encontraría.
Entonces, ¿qué quería ese nadie?
Me encogí instintivamente para no revelar mi corpulencia, y me acerqué hablando y arrastrando los pies.
—Al parecer, no soy el único que busca al señor Lewis. No contesta, ¿eh? ¡Nunca está en casa! Es la tercera vez que vengo a ver si está. ¿A usted también le debe dinero?
El hombre apartó el puño de la puerta y lo metió en el bolsillo del bléiser. Desde luego, no era la primera vez que lo hacía: la tela estaba muy deformada y le hacía una bolsa por ese lado. Los pantalones color canela, la camisa arrugada de algodón blanco y la corbata marrón de punto con el nudo flojo parecían un uniforme, como si lo llevara todos los días.
—¿No sabe dónde puede estar? Necesito hacerle un par de preguntas.
—Ni siquiera sé cómo es, ¿sabe? El jefe dice: «Se han quejado de fulano de tal, ve a verlo». Y yo voy. Bueno, casi siempre.
—Quizá pueda ayudarlo, porque tengo una descripción bastante buena. Es un hombre corpulento, alto, por lo general va con un traje de gabardina negra y lleva corbata. Por supuesto, podría ser cualquiera. —Sonrió socarronamente—. Usted, por ejemplo.
—Bien. Usted, tan negro, seguro que no lo es.
Sacó la mano del bolsillo y la alargó.
—Usted ha de ser Griffin.
Se la estreché.
—Así es. Por mucho que a veces me resista a serlo.
—Apuesto a que de vez en cuando se sale con la suya.
—Casi.
—Como todos, hermano. Y seguimos intentándolo —dijo. Cuando nos soltamos las manos, la suya volvió al bolsillo. Creo que ni se daba cuenta—. Soy Arthur Straughter, pero todos me llaman Hosie. ¿Tiene un momento?
Me encogí de hombros y luego asentí en silencio.
—Quiero hablar con usted de un asunto. Pero aquí no. ¿Bebe a estas horas de la mañana?
—A veces, sí. Sobre todo cuando todavía no me he ido a la cama. Pero primero dígame qué lo ha traído hasta aquí.
—Tiene razón. La señorita Dupuy… Esmé y yo…
Desvió la mirada hacia la pared. No había nada escrito allí. Su rostro también era ilegible.
—Era muy importante para mí, Griffin. Llevábamos juntos casi seis años. No podría empezar a contarle lo que siento. Ni yo mismo lo sé. Pero usted estuvo con ella en el último momento, fue la última persona que la vio con vida. He pensado que quizá podíamos hablar de ello, de lo que hizo Ez, de lo que dijo. No sé por qué, pero creo que me ayudaría. Es posible. ¿Qué me queda?
—Las últimas palabras —dije.
—Eso. Como «¡Más luz!», de Goethe, o «¡Alces! ¡Indios!», de Thoreau. O el gramático: «Me apresto a, o estoy a punto de, morir. Ambas formas son correctas». Una vez escribí un artículo sobre las últimas palabras. Ahora que ha sucedido lo más importante de mi vida, sé que no volveré a tocar el tema.
»Pero si puede dedicarme media hora, Griffin, se lo agradecería. Estaría en deuda con usted.
Anduvimos hasta Claiborne, y entramos en un local llamado Spasm Jazzbar, flanqueado por los escaparates de la Western Union y el Hit&Run Liquors, envueltos en uno de esos silencios serenos que suelen instalarse sin previo aviso. El bar, adentrándose un metro desde la puerta abierta, era tan oscuro y estaba tan cargado de recuerdos como los pensamientos de Straughter. Las aflicciones que entraban, nunca lo abandonaban; se quedaban allí, eran parte del lugar, apiladas sobre las anteriores, como estratos.
Dos chicas que hacían la calle estaban sentadas a la barra. Cuando entramos, nos miraron por encima del hombro. Conocía a una de ellas, una amiga de LaVerne a la que llamaban Hermanita, una chica blanca que siempre trabajaba en los barrios de color. Hermanita dijo algo a su compañera y ambas volvieron a sus daiquiris.
Straughter y yo nos detuvimos en la barra y pedimos dos bourbons dobles de camino a una mesa de un rincón del fondo. Las sillas todavía estaban patas arriba. No porque el local cerrara en algún momento, sino porque cambiaban las cosas de lugar y pasaban la fregona de vez en cuando. Entonces los estratos invisibles, las sobras, abrían paso a la fregona y se cerraban tras ella como un mar indolente.
—Lo siento. No sé qué decir. Nadie que haya amado… —fui consciente de que mi pausa se prolongaba—, ha muerto.
Sin embargo, le conté lo de B. R., la pelea, cómo nos conocimos Esmé y yo inmediatamente después. Su manera de cruzar las piernas, de hundirse en la silla y de colocar el vaso a contraluz, comprobando la cantidad, el color, el mundo a través de aquella lente de ámbar, como si la interpusiera entre ella y la irradiación de un eclipse anunciado.
Le dije que él debía de saber todo aquello.
—Decidimos ir a comer algo. A Dunbar’s quizás. O a Henry’s Soul Kitchen. A esas horas de la noche, para una pareja mixta, las opciones eran limitadas.
Le dije que no había hablado mucho de él.
De hecho, no había dicho nada.
—Es curioso, pero incluso después de dictar su artículo, cuando me dijo que ya podía relajarse, todavía escuchaba más que hablaba. Observaba a la gente, lo que decía, cómo actuaba, cómo entablaba conversación, cómo callaba. Siempre apartada. Supongo que nunca pudo escapar de esa distancia. Todas estas historias. Todas estas vidas calaban a su alrededor.
»Así que no dijo gran cosa. Me preguntó mucho sobre mi vida. Pero en cuanto a ella, de lo poco que me contó, decidí que había una fuerza de gravedad, un centro.
—Yo.
—Usted.
Straughter volvió a la barra y trajo una segunda ronda.
—Gracias —dijo—. Le agradezco lo que me ha contado. Y sepa que mi estima no se ve mellada por el hecho de que haya mentido como un bellaco.
Me disponía a protestar, pero me cortó.
—Ez jamás habría hablado de mí. En todos estos años, jamás habló con nadie de lo nuestro. Es obvio que no iba a hacerlo el último día de su vida.
Abrí las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. ¿Qué podía decirle?
—Pero le agradezco todo lo demás. A veces, los recuerdos más nimios se convierten en los mejores cuando pasa el tiempo.
—No entiendo cómo lo he ayudado.
—Sin embargo, lo ha hecho. ¿Otra copa?
—Sí. Pero ahora me toca a mí. ¿Cerveza?
Puse la botella delante de él y le pregunté cómo me había encontrado.
—No sabe quién soy, ¿verdad?
Más adelante supe quién era Hosie Straughter. Vino de Oxford, Misisipi, tenía diecisiete años, era autodidacta, vestía ropas de segunda mano y, diez años después, ganó el premio Pulitzer. Lo echaron del Times-Picayune por escribir una serie de artículos sobre las relaciones interraciales en la ciudad (solo se publicó la primera entrega, resumida) y luego, contra todo pronóstico pero con la ayuda económica de las familias negras de clase media, empezó a publicar su propio semanario, The Griot. Con el pasar de los años se convirtió en la voz no sólo de los negros, sino de todos los eternos marginados de la ciudad, de todos los desposeídos. Una voz que se hacía escuchar.
—No importa —dijo—. Soy periodista; eso ya lo sabe. Por tanto, tengo mis medios para enterarme de lo que necesito saber.
Asentí y sorbí mi cerveza.
—Dos minutos después de enterarme de la muerte de Ez, en cuanto colgué, me llamó su amigo Frankie DeNoux.
Nunca lo consideré mi amigo, pero empezaba a creer que lo era.
—Me dijo que lo habían llevado a la comisaría, que estaba retenido. Serían las cuatro de la madrugada, no lo sé seguro. Frankie estaba preocupado y quería saber si yo podía hacer algo, averiguar algo.
—Entonces el señor Frankie está al corriente de lo suyo con la señorita Dupuy.
—El señor Frankie. Creo que no he oído algo así desde que me marché de Misisipi. No, no lo sabe. Lo único que quería era evitarle a usted daños mayores, que acabara pringado. Me llamó porque suelo enterarme de lo que pasa y, a veces, puedo hacer algo.
—¿Son íntimos?
—Yo diría que somos históricos.
—Y usted, ¿qué hizo? ¿Los amenazó con una denuncia en primera plana? ¿Las injusticias con los negros? En esta ciudad, ni siquiera sería noticia. Bien pensado, en ningún sitio lo sería.
—No fue tan dramático. Simplemente descolgué el teléfono y llamé a un juez conocido mío. Le expuse mi preocupación. Me contestó que lo investigaría de inmediato.
—Y una hora después me sueltan.
—Más o menos, sí.
—Entonces estoy en deuda con usted.
—De haberla tenido, cualquier deuda conmigo ha quedado saldada esta mañana.
Acabamos las cervezas, bajamos hasta Luisiana y cruzamos. Straughter había aparcado su Falcon azul a un par de manzanas de mi casa, delante de una tintorería que ofrecía autoservicio de lavandería. Delante, en la acera, la gente esperaba en sillas de plástico, conversando. El vapor se elevaba en nubes espesas desde los respiraderos de la parte trasera.
—¿Sabe algo? ¿Tienen alguna pista? ¿Algo? —le pregunté.
—Es difícil decirlo. No quieren hablar de este caso. Pero creo que no.
—Se diría que el hombre sabe lo que hace.
—Y, según parece, está empeñado en salirse con la suya.
—Hágame un favor. ¿Me tendrá al corriente si descubre algo?
Straughter ladeó la cabeza y me estudió por encima de sus gafas sin montura. Adelantó la barbilla y observé que su cabeza tenía forma de huevo.
—No se lo tomará como algo personal, ¿verdad, Griffin?
—Aún no sé cómo voy a tomármelo.
—Cuidado. Que no se le atragante. —Levantó la vista hacia las ardillas que se perseguían por un cable de alta tensión, gritando furiosas—. ¿Ha leído el artículo de Ez esta mañana?
Asentí. Había salido en primera página, con el retrato de siempre, al lado de la noticia de su asesinato y una foto de la calle del club en el que tocaba B. R., tomada por la noche.
—No lo entiendo, pero a veces esa mujer sabía cosas que nadie más sabía, cosas que ni siquiera ella sabía que sabía. Se sentaba a la máquina de escribir, describía a alguien, planteaba una escena, y todo surgía como de la nada. Era una chica de la zona alta: de Newcomb, del club universitario más exclusivo; tenía todas las papeletas. ¿Qué podía saber ella de la vida de un negro condenado por asesinato? Pero usted ya leyó el artículo. Creo que al principio el alcohol la ayudaba a establecer las conexiones, independientemente de las que fueran. Al final, lo que le gustaba era el alcohol en sí.
—Se la echará de menos.
—Ya lo creo. La ciudad no será la misma. —Alargó la mano—. Mentira. Seguirá siendo la misma. La ciudad nunca ha dejado de ser la misma.
—¿Por mucho que nos esforcemos?
Se echó a reír, nos estrechamos la mano y nos despedimos. Volví a casa andando, pensando en Esmé. En la mano que le tendí mientras arañaba el aire burlonamente, en aquellos dedos que quedaron fuera de mi alcance y en la lentitud de mi reacción ante lo que había pasado.