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Conté doce coches de policía que frenaban en desorden en la calle, antes de que me metieran en uno de ellos (la ligera presión de una mano en la cabeza me empujó al asiento trasero) y me llevaran al centro. La mayoría destellaba las luces de emergencia. Parecía una de esas ferias que, desplegadas por dos camiones, terminan ocupando el aparcamiento entero.

En la comisaría me quitaron las esposas, me dieron café y, durante horas, cambiando de jinete de vez en cuando, aunque siempre montando la misma jaca vieja y cansada, jugamos a ¿cuál es la naturaleza exacta de su relación con la difunta?

El juego consistía en apartes y mucho alboroto. Sabían que no estaba implicado en los disparos. Sin embargo, un hombre negro con una mujer blanca era una receta indigesta. Que dispararan a las personas en las calles como si fueran dianas de papel no era nada comparado con este peligro. Eterna vigilancia.

—Vamos, Griffin. ¡Confiésalo! Erais amantes. No hay otra. Lo sabemos.

Encendió un cigarrillo y empujó el paquete unos centímetros hacia mi lado de la mesa.

—Lo averiguaremos y quizá resulte que ella corría con los gastos del alquiler, te vestía, te pagaba las borracheras. Ahórranos un poco de tiempo, muchacho.

—¿Qué pasó? ¿Empezó a pedirte algo a cambio? ¿Un poco de responsabilidad, quizás?

Esto me lo preguntó un flaco nervudo que estaba apoyado contra la pared, detrás del fumador.

—Tenemos diez, doce periodistas haciendo cola, esperando a hablar con alguien, muchacho. Harán lo posible por sacarte una foto, cualquier foto que puedan utilizar para sus artículos. La familia del alcalde y la de la señora Dupuy se conocen de toda la vida. El alcalde ha llamado al jefe, y el jefe me ha llamado a mí. Está esperando mis noticias.

»Tenemos que cargarle el muerto a alguien, rápido, y déjame decirte que no nos importa demasiado a quién.

»Aquí hay tanta mierda que vas a necesitar un barco muy grande para salir a flote, se mire como se mire.

El flaco se apartó de la pared. Calzaba el cuarenta y ocho, por lo menos. En él, parecían zapatos de payaso.

—Dicen que te obligaba a aullar como un mono al final del asunto, si no, no se corría. ¿Tengo razón?

Silencio mortal. El humo rodaba por la habitación, denso como la niebla.

—¿Quieres esperar fuera, Solly?

—Yo…

—¿Quieres? Ahora.

Esperó hasta que el otro salió.

—Lewis, intentamos hacerte un favor. Dinos la verdad. Probablemente te esperan de diez a veinte años, incluso con buena conducta. ¿Eres capaz de mantener una buena conducta?

Le dije que lo dudaba.

—Sí, yo también.

No tenía antecedentes, eso vino después; pero como dije, mi nombre ya andaba de boca en boca.

Traté de no apartarme de lo que esperaban. No los miré a los ojos, repetí sí-señor hasta la afonía y mantuve la cabeza gacha. Hacia el amanecer me dije que ya estaba bien, ya habían hecho bastante leña del árbol caído.

—Señor —dije—. ¿No cree que tengo derecho a un abogado?

Me imaginé que me pegarían un tiro o me aporrearían la cabeza y me tirarían con el resto de la basura. En aquel momento, cualquier posibilidad parecía mejor que seguir aguantando aquello.

—Por supuesto. Creo que vosotros, los negros, con una adecuada educación, sois tan buenos como cualquiera. Pero el caso es que puedo retenerte cuanto necesite y nadie abrirá la boca.

—¿Qué se me imputa?

—Lewis, Lewis —meneó la cabeza—. ¿De qué árbol te has caído, muchacho? No necesito imputarte nada.

—Quizás esto cambie.

—Quizás. Pero todavía no. Mientras, no eres más que un negrata. Frecuentabas a una blanca que mataron anoche. No tienes trabajo estable, tienes un historial de violencia, te cesaron en la mili después de romper algunas cabezas. Serías afortunado si llegaras vivo a una celda.

Sacó un Winston del paquete con gran alarde, lo golpeó varias veces contra un pesado Zippo que llevaba cierto emblema militar. Se lo puso en la boca y, tras girar la rueda del encendedor con el pulgar, lo sostuvo delante del cigarrillo.

—Llegáis empalmados ¿de dónde? ¿De Arkansas? ¿De Misisipi? Pero la ciudad os transforma. Os buscáis malas compañías. Y cada día os hundís más y más en las heces que cubren esta ciudad.

Acercó el mechero al cigarrillo, una pequeña ceremonia.

Llamaron a la puerta, el flaco asomó la cabeza.

—Sargento, ¿un segundo?

Salió y se quedaron hablando un rato.

Al principio solo pude entender palabras sueltas. Luego levantaron la voz.

—… ha venido…

—… que reviente… un chupatintas… le meto un soplamocos…

—… quitarle el cascabel al gato, le guste o no…

—Que se joda.

—Lo joderán a usted, sargento.

—Sí, como siempre.

Volvió.

—Puedes marcharte, Griffin.

—¿Eso es todo?

Asintió en silencio. Quise añadir algo, preguntarle qué había pasado, pero me interrumpió.

—Lárgate de una vez.

Afuera, la ciudad se despertaba. Arriba colgaban las panzas suaves y grises de las nubes, como cortinas, como toldos suspendidos de la parte superior de los edificios. Detrás, el sol las evaporaba y las desgarraba.

Y Frankie DeNoux estaba sentado en las escaleras.

Casi no lo reconocí fuera de su entorno habitual.

—Dulce libertad —dijo.

—Cuéntemelo a mí. Pero ¿qué hace aquí? ¿Boudleaux lo ha echado? Quienquiera que sea Boudleaux. —Por lo que yo sabía, nadie lo había visto—. ¿Está en la calle?

—Lo mismo de siempre. Le haces un favor a alguien y luego ni siquiera te habla.

—¿A qué favor se refiere, señor Frankie?

—Dulce libertad —repitió.

Lo miré, intrigado.

—Tengo un hombre ahí dentro. Me mantiene al tanto de lo que pasa y yo le doy cincuenta semana sí semana no. Ayer noche me llama para decirme que han matado a tiros a una mujer y que la policía ha cogido a alguien que hace curros para mí. No hay cargos, ni siquiera figura en los registros.

»Esto no es bueno, por lo que sé. En las comisarías le pasan cosas terribles a la gente que no está allí. Lo sé porque he trabajado con el hampa y con la policía durante más de cuarenta años. Y después de cuarenta años, uno conoce a bastante gente. Y vas acumulando deudas a tu favor durante el camino.

Cerró la mano y estiró el pulgar y el meñique: el teléfono del cómico.

—Hice algunas llamadas.

—Hizo algunas llamadas.

—Bueno, en realidad solo hice una. El que se puso al teléfono no quiso hablar conmigo. Pero…

Hizo un amplio gesto de bienvenida: aquí está el mundo libre.

—No sabía que tuviera amigos, señor Frankie. Y mucho menos amigos en las altas esferas.

—En las altas, en las bajas, y otros en medio. Muchos de ellos tampoco quieren hablar conmigo. ¡Joder! Todo es información, Lewis. Si tienes información, consigues cosas. Y si tienes cosas, consigues información.

Hasta aquí, estaba de acuerdo con él. Sin embargo, había un punto que no me quedaba claro:

—¿Por qué?

—Porque tengo un encargo para ti, ¿no? ¿Y cómo podrás hacerlo si estás encerrado? O con la boca partida… Tú dirás.

—Ahora que lo pienso, parece obvio.

—No lo dudes.

—Le debo una, señor Frankie.

—No me debes una mierda, Lewis. Y no me llames señor Frankie. Lo que ha pasado allí dentro no ha sido nada. Pura rutina. Pero si tienes ganas de agradecérmelo, hay un Jim’s a la vuelta de la esquina. Podrías venir a comer un poco de pollo y sentarte conmigo. Hace cuarenta años que como solo.

Le dije que con mucho gusto, y seguimos caminando.

—Es posible que alguien pase a verte un día de estos. Si lo hace, habla con él de mi parte.

—Sí, señor.

—Tampoco me llames señor.

Abrí la puerta y le cedí el paso. Había dos personas delante de nosotros. Un conductor de autobús y un blanco de ojos turbios con vaqueros de pata de elefante, un jersey mugriento y gorra de peón.

—¿Conoces la historia del muñeco de brea? —preguntó Frankie.

Asentí.

—Pues mi madre era casi tan negra como él, Lewis. Negra como la brea. No he sido blanco ni un día de mi vida, pero todo el mundo cree que lo soy. ¿No es curioso?

Nos acercamos al mostrador.

—¿Pechuga o muslo? —me preguntó riendo.