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—Lewis, ¡cuánto tiempo! —Me saludó con una inclinación de cabeza, mientras, con un paño de cocina, se enjugaba el cuello y la cabeza. Un gesto rápido que podías pasar por alto si no estabas acostumbrado a verlo—. Mucho tiempo. —El barman le puso delante un vaso de vino con tres cubitos de hielo. Buster le dedicó el mismo saludo escueto—. Que salgas a estas horas de la noche, ¿significa que estoy en peligro?

—Todos podemos estarlo.

—No, a menos que te hayas vuelto blanco, Lewis. Te confieso que siempre pensé que tenías un punto —dijo riendo.

—Ya, ya. Ahora es difícil ser negro en esta ciudad, B. R. Y por lo que sé, pronto podría ponerse peor.

Me miró un momento.

—Ya veo por dónde vas. Un chalado siempre da lugar a más de lo mismo. —Se pasó el trapo por el hombro—. Joder, me alegro de volver a verte, muchacho.

—Lo mismo digo.

—Y tienes buen aspecto. ¿La chaqueta es de seda?

—Por lo que me costó, espero que lo sea.

—Estarás trabajando, imagino.

—Me llega para el alquiler. Casi siempre, quiero decir.

—¿Y la señorita LaVerne?

—Estupenda.

—Sin duda. Una verdad como un templo. —Bebió un trago de vino—. ¡Puaj! Este año debe de haberse meado una mofeta en el barril. Vamos a buscar sitio.

Lo seguí hasta uno de los reservados del fondo. Quizá la mitad del tapizado y del relleno todavía estuvieran en su sitio. Para que la ventana pareciera una vidriera, habían puesto una especie de película de plástico en cada paño: dorado, verde botella y púrpura. La película se había endurecido y empezaba a despegarse por los bordes.

—¿Quién crees que es? Ha de ser un hermano.

Me encogí de hombros.

—No es asunto mío.

—En todo caso, todavía no. Como dices tú…

Echó otro trago de vino y apretó los labios.

Un hombre más o menos de mi edad, con una gorra de béisbol, vaqueros y dashiki, entró de la calle y se quedó junto a la puerta escudriñando el interior. Instantes después estaba a nuestro lado.

—¿Robinson?

De nuevo, el rápido y somero movimiento de cabeza.

—Ellie no vendrá esta noche, como probablemente le haya dicho. El caso es que jamás volverá a verla.

Buster bebió un poco más de vino. Devolvió el vaso a la mesa, sobre el mismo cerco que había dejado. Sonrió.

—Una mujer hace lo que tiene que hacer, muchacho. Y ni tú ni nadie puede impedírselo.

El joven mostró un cuchillo. Se veía que había sido un cuchillo de carnicero. Habían remplazado el mango con cinta adhesiva y lo habían convertido en un arma de doble filo. Su aspecto era frío, oscuro, mortífero.

—Entonces, tal vez tenga que arreglarlo para que usted pierda el interés. Le voy a arreglar sus partes. ¿Me entiende, viejo?

Me desplacé despacio por la curva de la mesa y me levanté con las manos extendidas y los dedos separados.

—Eh, tranquilo, hermano. ¿Cómo te llamas?

Dirigió la mirada hacia mí, y luego volvió a clavarla en B. R.

—Él lo sabe.

—Pero yo no.

Lo pensó.

—Cornell.

—Muy bien, Cornell. Tranquilízate. Sea cual sea el problema, podemos hablar. Parece que eres listo, que sabes dónde pisas. Guarda el cuchillo, ¿vale? No compliques las cosas.

—Usted no se meta.

—Imposible —le dije.

Las aristas de mi voz le hicieron fijarse en mí.

Los instantes se acompasaron. Se volcaron sobre las aristas.

—¿Quién cojones es usted? ¿Y qué hace aquí?

—Paso el rato con un viejo amigo. No busco camorra. Él tampoco. Soy Lew Griffin.

—Griffin… Una vez oí hablar de un tal Lew Griffin. Fue a casa de mis abuelos a confiscar unos muebles que pagaban a plazos… —Mi trabajo, Cornell.

—… y acabó dándoles el dinero para dos meses. No será ese Lew Griffin, ¿verdad?

—Parecían buena gente…

Lo cierto es que no los recordaba.

—Ya. Me criaron a mí y a mis tres hermanas sin ayuda, nunca se quejaron y tenían más de sesenta años. —Volvió a mirarme—. Pasaron a mejor vida.

—Lo siento.

—Las cosas nunca son tan fáciles como parecen, ¿verdad?

—En general, no.

—Mejor si lo fueran.

—Quizás, algún día.

Los ojos de Cornell iban del uno al otro.

—¿El viejo dejará tranquila a mi mujer?

—Estoy seguro; ahora sabe lo que sientes.

—Quiero que me lo diga él.

B. R. se limitó a encogerse de hombros.

Más instantes se fueron a pique.

—Bueno —dijo Cornell—. Creo que le debo una, Lew Griffin, si pienso en los abuelos y todo eso. Pero a este negro no le debo nada. Excepto matarlo, si vuelve a tontear con mi Ellie.

Cornell se dio la vuelta como para marcharse. Si fue una evasiva desde el comienzo o se dejó arrastrar por el tumulto de las emociones, nunca lo sabré. Giró sobre sus talones. El cuchillo cortó el aire, allí donde segundos antes estaba mi cuello.

Vi que su centro de gravedad se desplazaba, que sus músculos se contraían, y ya me estaba apartando con un giro en el sentido de las agujas del reloj cuando se dio la vuelta. Entonces me impulsé para dar la vuelta entera. Me acuclillé mientras giraba y, con las manos sujetas, le descargué un golpe en la rodilla derecha.

Sentí que algo crujía dentro antes de que se desplomara. Que solo sean los ligamentos, me dije, esperanzado.

Me levanté y cogí el cuchillo. Buster sonrió.

—¿Qué debía hacer un viejo solitario como yo? Ella es tan dulce, Lew.

—Dulce.

—Como la caña de azúcar. —Vació el vaso de vino y se levantó—. Voy a ponerme en marcha. ¿Te apetece algo especial, Lew?

Black Snake Moan me parece adecuada.

Buster se reunió con su guitarra. Sin ella, no parecía entero, echabas de menos partes del cuerpo. Amortiguando la vibración de la cuerda con el canto de la mano, mientras la pulsaba con el pulgar, empezó una improvisación en la parte superior, toda ella con ligaduras y flexiones.

Mmmmmm, manta what’s the matter now.

—¿Acepta una copa? —preguntó alguien a mi lado—. Me parece que no le vendría mal.

Llevaba una falda vaquera, un jersey de lana, una chaqueta Levi’s y el cabello más corto que en la fotografía. Castaño claro con reflejos rojizos.

—Acepto.

Fuimos a sentarnos a la barra. El barman puso ante mí una botella de Lowenbrau cubierta con el vaso invertido. Di las gracias a ambos.

—De nada —dijo ella.

Nos sentamos, yo con mi cerveza y ella con un whisky con hielo, mientras Buster cantaba sobre volver a Florida, donde tendrás que arar o tendrás que cavar[1].

—¿No vienen a atender al muchacho? —pregunté al barman.

Se encogió de hombros. Finalmente, una ambulancia del Charity se detuvo frente a la puerta y dos blancos gordos entraron a buscarlo.

La mujer los contemplaba desde su asiento. Cuando se marcharon, levantó dos dedos y el barman nos sirvió otra ronda. Levantó el vaso, lo olisqueó, lo hizo girar hasta que el líquido formó un remolino y volvió a dejarlo sin beber.

—¿Ha oído hablar de O’Carolan?

Negué con la cabeza.

—Creo que era un juglar. Un músico itinerante. Escribió música para arpa irlandesa. Cuentan que en su lecho de muerte pidió un vaso de whisky y dijo: «Sería terrible que dos buenos amigos se despidieran sin un último beso».

Se volvió hacia mí en el taburete y me alargó la mano.

—Usted es Lew Griffin. Yo soy…

—Sí, señora. Sé quién es usted.

Su rostro aparecía tres veces por semana en la parte superior de una columna del Times-Picayune. Artículos de humor ligero sobre lo difícil que era la vida de las mujeres blancas de los barrios altos. Ya saben, encontrar un buen catering, cuándo ponerse zapatos blancos y dónde acampar con los niños. Pero de vez en cuando clavaba los dientes en algo jugoso. Y cuando lo hacía, la sangre de la ciudad, la desesperación y el insondable dolor que contenía, rezumaba por sus palabras.

—Paso mucho tiempo en los bares de la ciudad bebiendo demasiado whisky barato y bourbon, o en restaurantes bebiendo un café que no me apetece, hablando con la gente, aunque sobre todo escuchándola. En los últimos meses, su nombre ha salido a colación en lugares curiosamente dispares.

Curiosamente dispares. La gente que se cría en las calles State o Versailles y estudia en Sophie Newcomb habla así.

—La primera vez me hablaron de un chico que iba de casa en casa recaudando pagos para una empresa al borde de la legalidad, muebles y electrodomésticos, en la calle Magazine. Acababa explicando a la gente cómo salir de la trampa… A veces hasta daba dinero para pagar los plazos. Un joven negro, decían. Alto, fuerte. Casi siempre vestido con un traje negro. Camisa y corbata.

»En otro sitio me contaron que ese mismo hombre entró una vez en un bar del barrio francés buscando a alguien que había violado su libertad provisional, y que salió de allí con su hombre, dejando en el suelo a dos confundidos parroquianos con los brazos y las costillas rotos.

Cogió el vaso y echó un trago largo. Entornó los ojos en señal de respeto mientras lo saboreaba.

—Entonces empecé a preguntarme si no había una historia que contar.

—No señora. No lo creo.

—Sabes, me cuesta reconocer que te doblo la edad. Pero, por favor, no me llames señora. Eso me hace sentir aún más vieja. Llámame Esmé. O Ez, como casi todo el mundo.

Asentí en silencio. Miró al camarero, que no le quitaba ojo de encima y se apresuró a servirnos otra ronda.

Buster volvió a las canciones populares e inició un rasgueo lento, en mi, improvisando una letra sobre Lewis el Negro y su Dama del Barrio Residencial. Le clavé los ojos, desaprobándolo. Él sonrió, socarrón.

Esmé también.

—Escucha —dijo—. Están tocando nuestra canción.

—¿Necesitas una historia?

—Al menos tres veces por semana.

—Entonces ahí tienes una.

Señalé a Buster con la cabeza y empecé a hablarle de él: de todos aquellos viejos discos, de cómo tropezabas con su nombre en los libros de historia del blues y del jazz, de su temporada en Parchman, de cómo se había pasado media vida cocinando en la parrilla de una vieja gasolinera de Fort Worth.

Terminamos la copa y bebimos otra mientras yo hablaba. Esmé me dijo que la disculpara un momento. Estuvo al teléfono alrededor de un cuarto de hora y luego volvió.

—Ya he dictado el artículo. Trabajo hecho. Ahora puedo descansar y divertirme. A perder el juicio un rato.

La mañana siguiente, de camino a casa desde la comisaría, aturdido por el cansancio, sacudido por la adrenalina que todavía me crepitaba en las venas, leí su artículo sobre Buster, que había titulado «Una vida». Y en los días siguientes lo leí una y otra vez, buscando en vano alguna clave, un mensaje o una explicación personal, un motivo que no contenía.

—¿Y en qué consistiría la diversión? —pregunté.

—Bueno, estoy abierta a cualquier sugerencia. Otra copa y luego una cena con un hombre joven y guapo es una opción estupenda.

—¿Puedo remplazarlo?

—Claro, sospecho que lo harás muy bien, Lewis.

Una copa más se convirtió en varias, el club se fue llenando de cuerpos, y Buster viajaba alocadamente del country de la Carter Family al folk de Bo Chatmon y a los blues de Chicago.

Finalmente salimos a una noche cálida y brillante. Al otro lado de la calle, la brisa mecía lentamente los penachos de los bananos que proyectaban sombras enormes en los muros y la acera. Detrás de nosotros, Buster lamentaba que su mujer hubiera esperado a que hiciera veintidós grados bajo cero para dejarlo por otro[2].

—¿Adónde vamos?

—Depende. ¿Qué te apetece?

—¿Criolla? ¿Francesa?

—Animal, vegetal o mineral.

—Mexicana.

—Griega.

—Pollo de cartón frito.

—Eso suena muy bien. Estoy muerta de hambre.

—Yo también.

—¡Comida! Por el amor de Dios, Montressor.

Tendió la mano hacia delante; los dedos dieron un zarpazo débil para evitar el resbalón; se le revolvieron los ojos.

Extendí mi mano para coger la suya —creo que nuestros dedos apenas se rozaron— cuando cayó. Bajé la vista y vi el agujero en su frente, justo bajo el nacimiento del cabello, y el cerco de sangre espesa.

Recordé entonces que había oído el sonido y, aunque sabía que no había nada que ver, miré hacia arriba.

Por un momento creí ver algo que se movía en una de las azoteas, una sombra que cruzaba la luna. Aunque, desde luego, no era posible.