—¿Qué tal, Lew?
Le devolví la mirada cool. En aquella época todo era cool: miradas cool, ropa y música cool, ligues cool. Aún no se había extendido eso de chocarse las palmas, el apretón de manos tribal y el saludo con los cinco dedos alzados.
—Ya ves —le contesté a Eddie Endrinas—. A veces, de subidón y otras, de bajón.
Una noche, diez años antes, Eddie salió a navegar en un mar de aguardiente de endrinas y no volvió a puerto hasta una semana más tarde; se ganó el apodo de por vida.
—Si el subidón va en serio, podrás ver toda la mierda.
—Eso me han dicho. Como si no viéramos bastante desde abajo.
—Tienes razón.
—¿Vas o vienes?
—Me voy. Me esperan dos señoritas y una botella de Cutty sin abrir. Este amigo va que arde esta noche, aunque no te lo creas.
Entré, me senté al final de la barra y pedí una cerveza Jax.
El club, como casi todos, olía a moho, orina, cerveza y alcohol barato y corrosivo. Hacía veinte o treinta años, alguien había conseguido bastante dinero para comprar el local y, ganándose su parcela del sueño americano, por un momento hizo real el brillo de sus ojos. Contrató una cuadrilla de obreros que empezó la rehabilitación del local: primero quitaron los montantes para fijar los paneles prefabricados, cubrieron con formica una parte de la barra y soldaron parches provisionales en las cañerías del lavabo. Pero el dinero se acabó mucho antes de lo que nadie había calculado, y la tripulación abandonó el barco.
A juzgar por su aspecto, la mayoría de los parroquianos también había abandonado el barco. Parejas diseminadas por las mesas, una prostituta adolescente que sumergía en la cerveza unos chupitos de Smirnoff, que caían como piedras transparentes…
En la tele que había sobre la barra podía verse una tertulia sobre un jefe de policía parapléjico cuya premisa parecía ser que un tullido, una mujer y un joven negro formaban, juntos, un único ser humano útil. El joven negro empujaba la silla de ruedas del jefe y el escenario de fondo era San Francisco. Me quedé esperando a que el negro empujara aquella silla endemoniada hasta la cima de una de las famosas colinas y la soltara. Entonces habría un minuto glorioso al compás del Danubio Azul o del Waltzing Matilda, mientras la silla se precipitaba pendiente abajo, colina tras colina, cada vez con mayor velocidad, hasta sumergirse en el tráfico, en la ruina, en la bahía.
Buster, su silueta perfilada por la luz de un foco portátil en la pared del fondo, daba lo mejor de sí. Como siempre. Incluso las noches en las que solo estábamos el camarero y yo no se notaba la diferencia.
Con los últimos acordes, la luz centelleó en su Guild mientras él se apoyaba en el respaldo de la silla y levantaba la cabeza. La púa de acero en su dedo también destelló mientras se deslizaba por las cuerdas. Los pies taconearon el suelo, se levantaron sobre los talones, y volvieron a golpearlo.
Sun goin’ down, dark night gon’ catch me here.
Said sun goin’ down, mmmmm night gon’ catch me here.
Don’t have no woman, love and feel my care.
Mmmm, mmmm, mmmm, mmmm.
En los mmmm finales, volvía a empezar la progresión de acordes: mi, mi7, la7, si7.
De Buster Robinson aprendí mucho acerca del blues.
De Buster Robinson aprendí mucho, y punto.
A principios de la década de 1940 grabó un par de singles para Bluebird y Vocalion, cuando los discos de música negra se llamaban race records, se vendían en las tiendas de comestibles a cinco centavos y les iba bien. Pero Buster se peleó por una mujer durante una fiesta a la que había ido a tocar, el otro chico murió y Buster acabó entre rejas, en Parchman. Cuando salió, según me dijo, los gustos musicales lo relegaron al olvido.
Durante los últimos treinta y seis años, Buster había trabajado de cocinero en una parrilla de Forth Worth, en un restaurante de comida a domicilio cerca de los hospitales de Rosdale, y en una vieja gasolinera de Spur, donde los surtidores todavía estaban en la parte delantera. Entonces volvió el folk. Un chico emprendedor de la costa Este decidió que quizá no estaba tan muerto como todo el mundo aseguraba, y lo encontró. Buster ya no tenía guitarra y hacía más de veinte años que no tocaba. Así que el chico y sus amigos pasaron la gorra y le compraron una. Un sábado, fueron todos a casa de Buster, pusieron una botella de Grandad sobre la mesa de la cocina junto a la grabadora y registraron durante una hora, mientras Buster tocaba, cantaba, se emborrachaba («porque ahora, muchachos, sí soy cristiano») y les hablaba de los viejos tiempos.
Los chicos lo editaron tal como lo habían grabado, y se vendió como churros.
Pero los pedidos no cesaban, y Chico&Compañía no estaban preparados, ya fuera por falta de dinero o de temperamento, para aquel éxito. Acabaron vendiendo los derechos a BlueStrain. Strain (como la llamaba todo el mundo) se había hecho un nombre con las grabaciones de jazz en vivo, comercializadas por un sello famoso por grabaciones clásicas. Los beatniks reformados y los licenciados en Empresariales que dirigían BlueStrain estaban convencidos de que Buster Robinson era un caballo ganador, el próximo John Hurt del Misisipi.
Tardaron dos meses en llegar a la conclusión de que cualquier beneficio que se pudiera extraer de B. R. ya se había extraído. La nueva edición no se vendió. Todos los que lo hubieran querido, ya lo tenían. Y nadie fue a los conciertos en vivo en Boston, Philly, Gary, Des Moines, Cleveland y Memphis.
Entonces BlueStrain dejó a Buster en la estacada.
Sometimes I live in the city,
Sometimes I live in town.
Sometimes it takes a great notion
To jump into the river an’ drown.
«In-to-the», un perfecto tresillo retardado.
La prostituta adolescente escudriñó el horizonte desde el nido de cuervo de su soledad y, como no vio tierra a la vista, pidió otro vodka con cerveza. En la pantalla apareció Outer Limits, con su «monstruo de la semana», animal, vegetal o mineral.
Las circunstancias en que conocí a Buster creo que merecen una historia aparte.
Yo trabajaba como cobrador sin nómina a un tanto por ciento fijo. Yo era lo bastante corpulento y tenía una apariencia lo bastante ruin como para impresionar a la gente: no necesitaba más. Al cabo de un tiempo, empecé a tener algo: reputación. La ensillé, la monté y jamás permití que se me subiera a la cabeza. Pero la reputación es un arma de doble filo. Hacía poco me las había tenido que ver con un par de tíos que los tenían bien puestos y no iban a permitir que un negrata les dijera qué hacer. Uno de ellos resultó herido. Fui a verlo a la sala del hospital Mercy, pero no tenía mucho que decirme. Que te den por culo, según recuerdo, fue lo único que dijo.
En aquella época Boudleaux&Associates me daba mucho trabajo. B&A tenía su sede en South Broad, frente a un McDonald’s y al Palacio de Justicia, en un agobiante edificio de oficinas fabricado con ladrillos de fibrocemento sin pintar. La empresa era de un detective privado, Frankie DeNoux, quien solo se alimentaba de pollo frito de Jim’s. Durante los años que lo visité, nunca lo vi comer nada más. En su escritorio siempre había una caja de cartón llena de pechugas y muslos, de la que rezumaba grasa sobre documentos jurídicos, facturas, ediciones de bolsillo de novelas de espionaje y talonarios de cheques, y siempre tenía la nevera llena de Jax para regar el pollo. Y el café, abandonado, se chamuscaba y espesaba en el microondas de al lado.
Frankie pesaba cuarenta y cinco kilos, incluyendo los tres y medio de los zapatos. Estaba en muy buena forma física a pesar de la dieta, de que nunca veía la luz del sol y de que en los últimos cuarenta años ni siquiera había dado la vuelta a la manzana. Probablemente habría podido levantar el despacho y cargarlo a hombros calle abajo. Casi me triplicaba la edad y seguro que me sobreviviría.
—Da igual lo que mastiques, lo que comas o dejes de comer —solía decirme—, todo está en la genética —lo pronunciaba así: gene-ética.
—¿Quieres un poco de pollo? —me preguntó un día que pasé por el despacho a ver si tenía algo para mí.
Cobros, citaciones, cualquier cosa. El trabajo escaseaba: de pronto la gente dejó de simular que tenía un dinero que no poseía, y mi economía de estricto pago al contado empezaba a resentirse.
Frankie cogió la grasienta caja de cartón y me la ofreció.
Negué con la cabeza.
—No, señor, pero gracias.
DeNoux volvió a dejarla en su sitio.
No era muy frecuente que un blanco compartiera su comida con un negro, ni siquiera en Nueva Orleans.
Recordé cuando mi padre y yo vivíamos en Arkansas y encargábamos el desayuno a través de una ventana de la cocina de Nick’s (donde todos los cocineros eran negros y todos los clientes, blancos) y nos lo comíamos en los escalones de la plataforma giratoria de los ferrocarriles, cerca del desembarcadero, a las cinco de la mañana. Hacía un frío que pelaba, posiblemente diez grados bajo cero, y soplaba viento racheado procedente del río. Mientras me hablaba de la vida que me esperaba allí, el vaho del aliento de mi padre formaba penachos que se mezclaban con el vapor de las gachas y los huevos.
—¿Estás seguro? —dijo Frankie, alargando la «ro» al estilo de Nueva Orleans, hasta convertirla en «woo».
—Sí, señor —contesté yo, y mi «r» sonó perfecta.
—No sabes lo que te pierdes.
Sacó un muslo con los dedos. Lo mordisqueó, le dio la vuelta y volvió a morderlo. Puso el hueso con su cartilaginoso y tostado remate dentro de la caja.
—Es lo mejor del mundo, joder.
—¿Tiene algo para mí, señor Frankie?
—Sí, seguro. ¿Te he fallado alguna vez?
—¿Y qué es? ¿Tengo que adivinarlo?
Sonrió.
—Doscientos a la semana.
—Está bien. Lo escucho.
—La primera semana, garantizada, con posibilidad de dos más. Incluso podría ser más tiempo.
—Mmm.
—Ha llamado alguien que necesita un guardaespaldas. Dice que le han hablado bien de B&A, del servicio que ofrecemos, y me ha preguntado si conozco a alguien que pueda hacer el trabajo.
—Y resulta que sí.
—Sí.
—Yo.
—Tú.
Eligió un ala de la caja, le arrancó la piel y la mordisqueó hasta que el hueso quedó completamente limpio.
—No sabría por dónde empezar.
—¿Qué has de saber? Paséalo. Presume de paquete, lanza una de tus miradas a cualquiera que se acerque demasiado, y coge el dinero.
Probablemente de eso era capaz.
—¿Conoces un modo más fácil de meter unos cientos en el banco?
No conocía otro.
Aquel primer cliente fue un concejal del Ayuntamiento al que preparaban para las elecciones generales. Aunque estaba en los primeros puestos de las encuestas, seguía habiendo graves desavenencias entre él y la familia de su mujer. En primer lugar, porque de allí venía todo su dinero, y la antigua familia criolla de la esposa no veía con buenos ojos que la fortuna del bisabuelo se dilapidara en la financiación de las indecorosas causas de los demócratas. Tampoco caía en gracia su amante, una antigua alumna suya de ciencias políticas en Loyola; ni la otra, que vivía en St. Charles, sobre Gladfellows Lounge (el bar donde trabajaba) con su copa de Martini de luces de neón.
Hubo amenazas, aunque las más intimidatorias solo se insinuaron.
Finalmente, el concejal Fontenot hizo gala de una de esas elecciones contundentes, a las que siempre aludía en sus discursos de campaña, y tomó la autopista de Hollywood: el amor verdadero por encima de la carrera. A las dos semanas de incorporarme a su troupe, abandonó el barco y se fue a vivir con su alumna.
Fontenot era un apasionado de la vieja música negra y de las jovencitas blancas. Dos o tres noches por semana (yo a remolque, esforzándome por parecer peligroso), recorría los clubes negros de Dryades y Luisiana. Sobre todo, le gustaba escuchar a Buster.
A mí también me gustaba y, después de que el concejal se ocultara en las bragas de su alumna, seguí apareciendo dondequiera que tocara Buster. No hubo trabajo durante un tiempo y, como cada noche salía por ahí, Buster y yo entablamos amistad. Durante sus actuaciones yo me sentaba a beber cerveza, luego abríamos una botella en el club o íbamos a su casa. Tocaba y cantaba piezas increíbles que ni siquiera sabía que existían. Robert Johnson, Charlie Patton, Willie McTell o Sonny Boy Williamson.
Finalmente, no tuve más remedio que volver a trabajar. De vez en cuando me dejaba caer en los clubes donde tocaba Buster, como aquella noche de otoño, pero jamás volvió a ser como entonces. ¿Cuándo vuelve a ser igual algo que has dejado atrás?
La noche que dije a Buster que no volvería, nos emborrachamos tanto que de madrugada se cayó de la silla y aplastó la gran Gibson de doce cuerdas que acababa de comprar. Me desperté horas después en el muelle, con las piernas en el agua. Recuerdo que levanté la cabeza y las vi mecerse allá abajo, en la estela que dejaban los transbordadores y los remolcadores, junto a los envoltorios de caramelos, los vasos de papel y otros restos que se habían concentrado alrededor.