En la época de la instrucción básica, la quinta época de mi vida militar, había un muchacho llamado Robert, un joven desgarbado de Detroit, tan negro que parecía bruñido. Una tarde fuimos al campo de tiro. Habían arrastrado hasta allí un viejo tanque blindado de la Segunda Guerra Mundial y, una vez en la línea, teníamos que preparar un cóctel molotov y lanzarlo dentro del tanque por la escotilla abierta. Mi lanzamiento, como los de la mayoría, fallaron irremisiblemente. Luego, Robert tomó posición. Se quedó allí unos segundos, calibrando la distancia y sopesando la botella. Entonces lanzó el cóctel de un voleo y lo hizo entrar limpiamente por la escotilla: como un hombre atravesando una puerta. Su perpetua sonrisa se acentuó solo un poco.
—Este chisme puede ser útil cuando vuelva a casa —dijo.
Lo recordé, creo que por primera vez, cuando leí lo del francotirador.
Se llamaba Terence Gully y tenía veintitrés años. Estuvo en la Marina, pero no le fue bien. Discriminación, decía a los amigos, a sus exjefes y a sus futuros jefes, a los pasajeros del tranvía y a quien esperaba el autobús. A las once de la mañana de un soleado día de otoño, Gully, cargado con una Magnum del 44 y una caja llena de munición, subió por una vieja escalera de incendios hasta la azotea del King’s Inn Motel, a ochocientos metros del Ayuntamiento, se apostó en una caseta de hormigón y abrió fuego. Los turistas y los oficinistas que salían a almorzar empezaron a caer antes de que nadie supiese qué pasaba. Una pareja de recién casados de Nebraska, alojada en el motel, que volvía de desayunar. Dos empleados del motel. Un policía que oyó los primeros disparos y corrió hacia allí desde el Ayuntamiento.
Horas después, con el recuento de cadáveres en aumento (nos habíamos acostumbrado a la expresión «recuento de cadáveres» grâce a Lindon B. Johnson y al general Westmoreland), enviaron un helicóptero Seaknight desde la base aérea de la Marina en Belle Chase. Mientras volaba bajo sobre la azotea, disponiéndose a disparar, el piloto y el policía oyeron que Gully gritaba:
—El poder para el pueblo… Nunca me cogeréis… ¡África! ¡África!
El piloto se distinguió más tarde en Vietnam y volvió a casa para ocuparse de un concesionario de la Ford en el floreciente barrio de Metaire. Allí pasaba casi todo el día, tras las mamparas de cristal de su despacho, vertiendo constantemente whisky en el café, con el Corazón Púrpura y la Medalla de Honor bien a la vista detrás de su mesa, convertido en un objeto más, mientras sus clientes, acompañados de sus hijos, merodeaban por la sala de exposición. Robert Morones, uno de los oficiales que volaban con él aquel día, siguió su carrera, fue el jefe de policía más joven en la historia de la ciudad y acabó en la mecedora de la reelección perenne a la asamblea legislativa del Estado.
El asedio duró más de doce horas y se saldó con quince muertos, alrededor de treinta heridos y daños incalculables a causa de los incendios que Gully provocó en sus maniobras de distracción y a los disparos de la policía.
El asedio dejó una ciudad estremecida por el miedo. Siempre había existido un pacto tácito, un acuerdo entre caballeros, por el que negros y blancos llevarían vidas paralelas. ¿Habían cambiado los códigos? Si un negro podía cargar su rabia al hombro hasta una azotea y desde allí tomar la ciudad entera como rehén, si un grupo de negros (como los que se proclamaban musulmanes) podía poner en tela de juicio su lugar en la sociedad de los blancos, si otros grupos e individuos (Panteras Negras, la Mano Negra) abogaban públicamente por tomar las armas contra esa sociedad, ¿qué quedaba del acuerdo? ¿O, en definitiva, de la sociedad?
El hombre que el lunes al mediodía cortó el césped de tu jardín y luego se te acercó servilmente a buscar su jornal, el martes por la noche podía volver a buscar tus bienes, tu rango, tu sustento o tu vida.
Recordaba a Nueva Orleans bajo el dominio español, hacia 1794: encaramado al sillón de la suficiencia europea que la Revolución francesa se obstinaba en sustraerle y, en vista de la rapidez con que podían extenderse estas situaciones, el gobernador Carondelet cercó la ciudad con murallas y fortalezas, no para disuadir a los asaltantes sino para ayudar a contener (eso creía) a la población francesa.
El apartamento de Terence Gully, en Camp Street, estaba abarrotado de propaganda esparcida por el suelo y por los estantes improvisados: ensayos, folletos, octavillas, carteles escritos a mano. Gully había garabateado una y otra vez la señal de la paz, la cruz gamada y algunos eslóganes en las paredes de escayola.
¡MUERTE A LOS BLANCOS!
¡VIVA LA NEGRITUD!
ODIO A LOS BLANCOS BESTIAS DE LA TIERRA
El tiroteo de King’s Inn solo fue un episodio local diluido entre cien más durante aquellos años de violencia creciente. Ya habían abatido al primero de los Kennedy. Los disturbios de Watts estaban a la vuelta de la esquina. Memphis esperaba a Martin Luther King; Los Ángeles, a Robert Kennedy; un atril en el salón de baile Audubon, de Harlem, a Malcolm X. Un mes antes, quince negros, hombres y mujeres endomingados, protagonizaron una sentada en la cafetería del sótano del Ayuntamiento, donde no les servían, y fueron desalojados por la policía. Y, meses después, mataron a tres defensores de los derechos civiles en Misisipi.
Si miro hacia atrás, 1968 me parece el año clave, la piedra angular. Durante las Olimpiadas de verano en Ciudad de México, expulsaron a dos atletas norteamericanos porque saludaron con el signo del poder negro. La ofensiva de Tet comenzó aquel mismo año, junto con los sangrientos disturbios raciales en los más remotos rincones de Vietnam, de los cuales la prensa jamás informó.
Yo no seguía los acontecimientos del momento. Por entonces, estaba imbuido por conocer mi nueva ciudad: cómo moverme en Nueva Orleans, cómo deslizarme por el día a día, cómo buscarme la vida, cómo salir del paso. Cuando eres joven, la historia tiene poco valor. A medida que creces, tanto si la consideras un bagaje o una carga, la historia se convierte en gran parte de lo que posees. Mucho de todo esto lo aprendí, o lo recordé, después.
Por lo general, los estragos del tiempo en la memoria afectan a la especificidad de los hechos, a su secuencia precisa. Todo fluye a la vez, se convierte en una sopa aguada. Días híbridos, años derrumbados. Como un mal actor, el recuerdo siempre busca el golpe de efecto, renegando de la motivación, la coherencia y el sentido común.
En aquel momento no habría sabido decir, ni con una navaja en el cuello (en el caso de que tú fueras, por ejemplo, un extravagante salteador de la historia dispuesto a aliviar a los transeúntes de la calderilla de sus vidas), en qué año empezó lo de Vietnam, cuándo abatieron a los Kennedy ni de qué iban los disturbios de Watts.
Ahora lo sé.
Pero incluso entonces había cosas que no se te podían escapar. Encendías la radio mientras te afeitabas y, entre las canciones, oías noticias sobre hombres desfigurados. Ibas a la barbería de Alton, que te pasaba la toalla por delante como un relámpago y, un segundo después, mientras tus ojos se dirigían al gran televisor en blanco y negro del estante que había encima de la caja registradora, todo el peso del mundo se te venía encima. El cielo se derrumbaba. Sentías los pies hundiéndose un poco más en la tierra.
Y en aquella Nueva Orleans no podías evitar las conjeturas sobre el francotirador. Dondequiera que fueras, quienquiera que hablara, era el tema del día. Como el tiempo, estaba en todas partes.
Luego alguien dejó de hablar del asunto y pasó a la acción.
Lunes por la mañana, a mediados de noviembre. Un joven que caminaba por Poydras, entre el aparcamiento que alquilaba mensualmente y su trabajo en la Whitney National, se cayó cuando iba a cruzar Baronne y yacía agonizando contra el bordillo. Iba trajeado, era blanco y lo mataron de un tiro, solo uno, en el pecho. La policía acordonó el barrio y lo rastreó, sin resultado.
El viernes, otra vez en el centro, en Carondelet, a una manzana de Canal, hubo otro muerto: un conductor de autobús que había acabado su turno. En esta ocasión, los testigos informaron de que habían oído disparos con un intervalo de seis segundos (los investigadores los ayudaron a determinar el tiempo con un cronómetro), y dijeron que venían de arriba. Posiblemente de una azotea. O de una de las ventanas altas de la zona, la única en la ciudad que se parece a un desfiladero. El conductor fue alcanzado por una bala en la frente, luego por otra directamente en el pecho, que le atravesó el esternón, justo encima del apéndice xifoides.
El sábado, la acción se trasladó a las afueras, a Claiborne, donde un turista alemán cayó muerto antes de alcanzar un recodo de la acera cuando salía de un Chick’n Snack. La policía encontró un único casquillo, medio encastrado en el alquitrán de la azotea de la iglesia evangélica, clausurada y entablada.
El jefe de policía, Warren Handy, aseguró al público que no había por qué inquietarse. Al parecer, no existía relación alguna entre un suceso y otro. El departamento («lo declaro públicamente») preveía la rápida captura del sujeto o sujetos demostrados responsables de esa «horrenda atrocidad», ASESINO MIMÉTICO, decían los titulares el primer día. ¿UN GUERRILLERO ANDA SUELTO POR LA CIUDAD?, se preguntaban al día siguiente, ¿LOS PRIMEROS ESTALLIDOS DE UNA GUERRA RACIAL?, sugería el semanario Streetcar.
El miércoles, un profesor adjunto de la Universidad de Loyola fue abatido en Jefferson, delante de unos apartamentos en obras. John LeClerque y Monica Reyna, presentadores de las noticias de las seis de la WVUE-TV (él con tupé y ella con su ceceo y los labios de un rojo imposible), aparecieron en la pantalla delante de un titular con letras de cinco centímetros y de un austero negro sobre blanco: EL ASESINO DE LAS AZOTEAS GOLPEA DE NUEVO.