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Bienvenido a casa.

Sí, me figuro que tú podrías decirme lo mismo. Pero ninguno de los dos nunca ha estado realmente fuera, ¿no?

Abisinia, cierto. Resulta que tiene exactamente el mismo aspecto que Metairie, sólo que con camellos. Cargamos con nuestros mundos y no podemos soltarlos, no podemos librarnos de esa maldita carga. Los animales atrapados tienen más sentido común. Se arrancarán una pata y se alejarán a rastras. Nosotros sólo nos decimos que en cuanto cambiemos de lugar los muebles de nuestra cabeza, va a haber una nueva habitación, un nuevo mundo. Y nos lo creemos.

Pero vas a recuperarte, Lewis. Los dos vamos a recuperarnos.

Llevas aquí más de tres semanas. No espero que recuerdes gran cosa.

Finalmente, te recogió la policía. Te habías sentado en el bordillo, frente al Cooter Brown y a una hilera de bares, en Oak, y te metías con los clientes cuando salían, exigiendo lo que llamabas donaciones, entrabas en los locales y antes de que te echaran a empujones agarrabas cervezas y bebidas sin terminar de las mesas.

¿Te suena?

Si sigues sintiéndote como si estuvieras debajo del agua mirando hacia fuera, como me contaste hace unos días, es porque los médicos te han dado unos sedantes bastante fuertes. Hace dos días que te quitaron el suero. Estabas tan deshidratado cuando llegaste que apenas podías despegar la lengua del paladar. Uno o dos días más, y quizá puedas retener la comida. Aunque pasará un tiempo antes de que estés en condiciones de zamparte una morcilla o una parrillada, me temo.

¿Te vuelve a la memoria algo de esas últimas semanas?

Bueno, tal vez recuerdes algo con el tiempo. Nunca se sabe. ¿Qué importa? Estás aquí, has sobrevivido. Eso es lo importante.

Vale. Tienes razón, sí que importa. Y no sólo a ti.

¿Seguro que quieres volver a oírlo? Ya te lo he contado dos veces.

A las tres o las cuatro de la madrugada tuve una llamada telefónica. Dan, el Jefe, que vive dos plantas más abajo; lo oigo subir las escaleras pisando muy fuerte, como si llevara remaches de ferrocarril en los pies, todo el mundo despierto y tumbado en la cama escuchando aquello porque nadie podía dormir con ese ruido. Entonces, un delicado golpe en la puerta: tienes una llamada, Hermano.

Aquí, la mayoría me llama Hermano. Empezó, como tantas cosas, con una broma, alguien que decía eh, hermano, porque era negro, y alguien que lo cogió al vuelo empezó a llamarme Hermano Teresa.

Nunca había tenido una llamada.

El tío al otro lado de la línea me dice que se llama Richard Garces.

No, no lo conocía, lo vi por primera vez la semana pasada. Pero me contó que había pasado mucho tiempo montando esa red informal de gente como él, trabajadores sociales, enfermeras y técnicos psiquiátricos, personas con las que se conectaba de forma regular y que hacía unos años había empezado a oír cosas que despertaron su curiosidad. De modo que presionó un poco, formuló varias preguntas estratégicas, mantuvo el oído alerta y empezó a encajar las piezas.

Lo que más le costó fue no decírtelo. Pero tenía que tener en cuenta que se trataba de mi propia vida, que yo tenía mis razones que la razón no podía entender, etcétera.

Pero aquella noche, por teléfono, me dijo que todo estaba patas arriba. «Lew habría dicho bouleversé». Y creía que yo debía saberlo.

A los diez minutos, yo estaba de camino. Te tenían en el Hospital Universitario, pendiente de una vista judicial. Don Walsh vino poco después. No dijo gran cosa. Sólo me estrechó la mano, un poco triste, pensé (no me enteré de lo de Danny hasta más tarde), y me presentó a su amiga de la oficina del fiscal del distrito, una mujer llamada Arlene. Arlene llevaba tejanos y una camisa rosa de vestir y una corbata de hombre a media asta y una riñonera de piel. Atraviesa, rodea y supera las formalidades legales como si estuviera por ahí leyendo un libro o dándose un atracón, tan sencillo le resulta, y antes de que cualquiera de nosotros se diera cuenta, estábamos del otro lado. Parados en la acera, con esa miserable lluvia de las seis de la mañana cayendo sobre nosotros y corriendo hacia las alcantarillas atascadas. La ciudad entera empezaba a oler a oveja mojada.

¿Hace mucho que estáis juntos, tú y Deborah?

Sólo por saberlo. También estaba allí a esas horas. Preguntó si era posible que tú y ella os quedarais solos un rato. Tenía su coche, te trajo al Centro.

Tres semanas, o poco más. Viniste un domingo. Hoy es lunes. Al anochecer.

Es curioso. Nunca imaginé que podía estar haciendo señales de humo, ni a Richard Garces ni a nadie. Me recuerda lo que escribiste: «Señales que nos toca leer».

Sí que seguí todos tus libros. Cada vez que salía uno, lo leía y pensaba: vale, lo ha conseguido una vez más. Trataba de descubrir a las personas que conocía, cuál de tus apartamentos estabas describiendo, los bares y restaurantes y mujeres sobre los que escribías. El viejo sigue siendo mi favorito.

¿Estás bien? ¿Necesitas descansar? Estás detrás de una pantalla de sedantes muy fuertes. Sé de qué va.

Quizá más adelante tengamos la ocasión, seamos capaces de hablar de todo.

¿Recuerdas que, cuando era niño, solías recitarme el prólogo de Los cuentos de Canterbury en inglés medieval y me hablabas de Rimbaud? Je est un autre. Debes convertirte en un vidente. Il faut que vous changer votre vie.

Vale, changiez. Presente del subjuntivo. Lo que sea. Oye: casi acierto.

Solía pensar mucho en esa historia que siempre contabas. Cómo, al volver a casa una mañana, tu padre te llevó a desayunar al Nick’s, en el muelle, junto al río, y que, cuando habíais pedido y conseguido los platos a través de una ventanilla lateral que daba a la cocina, y estabais sentados en los escalones de la vieja estación de tren, mirando a todos aquellos blancos tan calentitos en las mesas de dentro y haciendo equilibrios con los grasientos platos de cartón sobre las rodillas que temblaban de frío, te dijo que hicieras lo que hicieras —criar a sus hijos por él, librar sus guerras en su lugar, mantener a flote su economía— para el hombre blanco siempre serías invisible.

Los espejos no estaban hechos para la gente como nosotros, dijiste.

Pero, por supuesto, yo sabía que no había forma de mantenerme alejado de esos espejos. Espejos, carajo. He estado en las portadas de sus putas revistas.

De niños, historias así nos entran por un oído y nos salen por el otro. ¿Qué va a saber mi viejo? ¿O tu viejo? ¿Cualquier viejo? Las cosas son diferentes ahora. El mundo es diferente. Yo mismo soy diferente. Sin duda.

De modo que sigo leyendo mis libros y luego, un día, al recordarlo parece algo muy repentino, cómo carajo pudo pasar eso, me encuentro en Europa, a medio camino de ser yo mismo un viejo.

Los putos espejos más grandes que se hayan visto jamás. Aquí está todo lo que me han enseñado que es importante, todo lo que he convertido en parte de mi propia vida, de lo que soy. Arte europeo, historia europea, literatura europea, todo lo que define la cultura en la que vivo. Alarga la mano y lo tocarás. Si te descuidas, chocarás con algún monumento del intelecto atemporal.

Luego, un día, me doy cuenta de que ya no me veo en esos espejos. Simplemente no estoy. No estoy, en absoluto, por mucho que me esfuerce en mirar.

¿Quizá porque mi piel es negra? ¿Porque no soy europeo? Dímelo tú. Yo no he encontrado la respuesta. Pero todo aquello en lo que había basado mi vida se había desvanecido de pronto.

Regresé a los Estados Unidos sólo para descubrir que esto se había vuelto tan ajeno para mí como París, Berlín o Londres, Bretaña con su ganado, Kent con sus ovejas.

El país entero era una serie de fortines. Fuerte Lakeside, Fuerte Prytania, la Ciudad Amurallada de Metairie. Centros comerciales y aparcamientos y cadenas de comida rápida. Todo el mundo pasaba volando a setenta u ochenta por hora como moscas atrapadas que chocan contra las ventanas. Todo el mundo encerrado en su mundo pequeño.

Y cuanto más sólo estás, más natural parece la importancia, la supremacía del yo. Las demás vidas se vuelven poco más que estelas que se disuelven en el cielo.

Sabía que de alguna manera tenía que liberarme de aquella tiranía. Abrir las ventanas, aprender de nuevo a moverme lentamente, romper los espejos, abrazar vidas ajenas.

Te llamé dos veces, pero no supe qué decir. Esperé hasta que el contestador se cortara y colgué. Pero eso ya lo sabes, claro. Escribiste sobre ello.

He estado aquí en el Centro casi todo el tiempo. Aquí y en otros sitios semejantes. Descubrí bastante pronto que el dolor que acarreaba, aunque no pudiera soportarlo, comparado con el de otros no era nada.

Esos rostros son los espejos en los que puedo verme reflejado.

Todos y cada uno de ellos.