La ciudad había seguido el consejo de Rimbaud: Je est un autre. «Yo» es otro. O quizá sólo fuese que yo me había convertido en otro. Imagino que en algo así andaría el joven Arthur cuando declaró eso. Todo había cambiado porque yo había cambiado. La forma del frasco define lo que contiene. Sólo podemos decir lo que el lenguaje nos permite decir. Y para decir más tenemos que cambiar el lenguaje mismo. Era una búsqueda de la que Rimbaud finalmente huyó para encontrar su refugio triste, maldito, en Abisinia. Pero había estado a punto de lograrlo. Había estado a punto, a punto, de doblegar el lenguaje hacia nuevas formas; antes de que le devolviera el golpe.
Y ahora yo estaba en mi Abisinia.
A poco, perdí toda noción de tiempo; podría muy bien haber pasado en las calles una semana, seis u ocho, meses enteros. Y no es que olvidara nada. Al contrario, cada momento marcaba profundamente la memoria. Aquella misma contigüidad atenuaba el flujo del tiempo. Los días y el momento del día se habían vuelto irrelevantes. Sólo contaba el instante.
Voy de misiones que reparten sopa chirle y pan del día anterior donado por la panadería Leidenheimer, a otras donde hacemos cola para obtener una cama (coja un número, por favor) hasta que los espacios disponibles se llenan (víctimas del naufragio que esperan su asignación en los botes salvavidas), paso por casas de ocupas en edificios abandonados y medio demolidos que apestan a deyecciones humanas recientes y a comida en descomposición, por comunidades curiosamente medievales montadas bajo los arcos de puentes y viaductos, y sociedades de ladrones a lo Villon, encontradas en los claustros del alcantarillado del canal.
Duermo en los bancos y debajo de ellos, en los huecos de las puertas, al pie de setos dispuestos cual centinelas a lo largo de los parques, en edificios públicos, en complejos de viviendas, solares sin dueño.
De día camino. Camino hacia los barrios altos por Carrollton hasta Oak o Freret o Maple, a lo largo de St. Charles, desde Broadway hasta Napoleón, hasta Jackson, hacia el centro siguiendo la curva del río hasta Esplanade, luego vuelvo a subir como jugando a una rayuela por el Barrio Francés, en dirección al lago por Canal, pasando frente a locales comerciales vacíos, entablados, y atravieso Basin, que antes era Storyville. Camino como si, para que la ciudad siga existiendo, para que no se desvanezca, deba ser cada día, a cada hora, incesantemente trazada, recorrida, reafirmada.
Una tarde me encontré en Prytania. Sentado en las escaleras de una casa de dos plantas recientemente renovada y aún por ocupar, al otro lado de la calle. A través de las ventanas delanteras de mi vieja casa, estuve observando a Zeke, que iba y venía de la mesa a la repisa, hablando animadamente con alguien a quien yo no veía, con una enorme taza de cerámica en la mano. Una cena temprana, quizá, justo recién acabada. O té. Había una gran variedad de recipientes, bandejas y cuencos. Zeke cogió un libro de la mesa, lo abrió y leyó en voz alta. Una mano y la parte inferior de un brazo entraron en mi campo de visión: muñeca estrecha, dedos finos rodeando la base de una copa de vino. Entonces un coche policía pasó por segunda vez patrullando lentamente y supe que era hora de liar mis bártulos y cambiar de aires.
Otra tarde, podría haber sido la siguiente, o semanas o meses más tarde (no hay estaciones aquí en Nueva Orleáns que nos ayuden a orientarnos respecto del paso del tiempo, ni siquiera eso, sólo la sucesión del día y la noche), me encontré sentado en el muelle con un hombre cuyo rostro conocía. Ambos teníamos los talones clavados en el suelo y estábamos acuclillados, con las rodillas en el aire. Él tenía una bolsa de comida que había rescatado del contenedor que había detrás del Frankie en la curva del río: un revoltijo de gambas fritas, tostadas con ajo, pasta con pescado, patatas fritas blandas y tristes, brócoli y zanahorias, hasta medio bistec. Yo tenía una botella de plástico que había llenado de agua en una gasolinera Exxon, y cuatro cervezas que había birlado de un coche cuyo conductor se había detenido en el quiosco de Lenny a comprar el periódico y había dejado las ventanillas abiertas.
Liberé una de las cervezas de su envoltorio de plástico y se la tendí a mi compañero. Me dio las gracias asintiendo con la cabeza y cavó un agujero en la tierra a su lado para poner la lata. En el dorso de un cartón de pizza, dispuso cuidadosamente para mí cuatro gambas, una ración de pasta, tres trozos de pescado, patatas fritas, un montículo aguado de brócoli, zanahorias y algo más, quizá chayote. Nada para cortar el bistec, así que tuve que esperar a que terminara su parte y me lo pasara.
Abajo, en aquella brillante cuchilla de agua, una barcaza con el tamaño y la forma de un portaviones avanzaba despacio río arriba. Detrás de nosotros, por la base del muelle, vagón tras vagón, un tren pasó traqueteando. Un avión pequeño reflejó los rayos del sol mientras planeaba entre las nubes. Todo el mundo, todas las cosas iban a alguna parte, al parecer.
Comimos. Y cuando mi compañero levantó su lata de cerveza para apurar la última gota, le tendí otra. Pareció sorprendido y vaciló antes de aceptarla.
—Agradecido —dijo.
Eran las primeras palabras que nos cruzábamos.
—¿Eres lector, por casualidad? —pregunté, después de que hubiéramos comido por un rato.
Refunfuñó y tomó un sorbo de cerveza. Se sacó un libro del bolsillo trasero. Era el molde perfecto de su culo. Una edición vieja de Avon, de medidas poco corrientes, que se vendió originalmente a 35 centavos, The Real Cool Killers, de Chester Himes.
Cogí el libro y lo hojeé. Estaba lleno de marcas, frases subrayadas, palabras garabateadas en los márgenes. Mi compañero había estado trabajando con él como había hecho con El viejo, creándose una vida.
—Siempre me gustaron los libros, desde el comienzo, desde que tengo uso de razón. Solía sostenerlos frente a mí, no tendría más de cuatro o cinco años, y simulaba que los leía. Lo que hice fue memorizarlos palabra por palabra.
—¿Ah sí? Enhorabuena. Eso dicen los ingleses. Enhorabuena.
Se bebió de un trago la mitad de la cerveza que quedaba, formó una cuchara con dos dedos para recoger verdura.
—Siempre me ha gustado eso de enhorabuena.
—Ya veo. De algún modo, dice lo que quiere decir, ¿no?
Mi compañero asintió.
—Enhorabuena. —Paseó los ojos en la distancia, perdido en los recuerdos—. Compartí habitación con un inglés durante una temporada. Velábamos el uno por el otro, nos cuidábamos, ¿entiendes lo que quiero decir? Eso fue hace años. Por las noches nos acostábamos y él empezaba a contarme todo lo que sabía. Cosas sacadas de los libros. Obras de teatro griegas, los románticos escoceses, Christopher Smart y lo que Samuel Johnson dijo acerca de él, el viejo Bertie Russell. Nosotros somos los verdaderos hombres huecos, los hombres de paja, solía decir, las cabezas rellenas de paja. Pisadas de rata sobre cristales rotos en nuestras bodegas secas y cosas así. Nigel, se llamaba. El hombre más inteligente que haya conocido en mi vida y, probablemente, que vaya a conocer.
Por un momento, sus ojos volvieron a perderse.
—Lo malo era que Nigel amaba sinceramente la bebida. Un día estábamos sentados en una parada de autobús de Magazine, sólo para salir del calor durante un minuto, me entiendes, muy cerca de donde estamos ahora, cuando un taxi se para y un hombre con un traje oscuro de raya diplomática sale de él y se mete en una tienda de antigüedades. Nigel dice, como solía decir, Que tenga un buen día, y el tío se para en seco, porque también era inglés, ¿entiendes? Charlan un rato y el hombre saca su cartera y entrega a Nigel un billete de cincuenta dólares. Nigel se queda allí, mirándolo boquiabierto. Enhorabuena, dice Nigel al final. Que la suerte te acompañe, dice el hombre.
»Fuimos directos al K&B de St. Charles (Nigel y yo, digo), y compramos una garrafa de ginebra barata, otra de bourbon, tres o cuatro paquetes de seis cervezas Ballantine. Las hicimos poner en bolsas como es debido. Nigel dobló y desdobló el billete y lo volvió a doblar. Contó el cambio al menos media docena de veces.
»No recuerdo mucho más. No era un gran bebedor por entonces y todo aquel alcohol me pegó fuerte. Recobré el sentido en un momento de la noche. Las luciérnagas, las que siempre habíamos llamado bichos de luz cuando críos, parpadeaban aquí y allí.
»—En busca de un hombre honesto —recuerdo que dijo Nigel—. Como Diógenes. —La voz le sonaba rara—. El resto del dinero es tuyo, creo. —Ocho dólares y calderilla—. Has sido un buen compañero, Robert Lee. —No recuerdo que nadie más me haya vuelto a llamar por mi nombre durante años.
»Me acerqué a él y estaba tumbado de través sobre las vías. Y toda la parte inferior, de cintura para abajo, era como uno de esos muñecos de los ventrílocuos, no quedaba gran cosa allí, sólo algo blando y plano. Había perdido el conocimiento sobre las vías y un tren le había pasado por encima.
»Hicieron lo que pudieron en Touro. Era el hospital más cercano y allí lo llevaron. Pero falleció aquella misma noche, más tarde. Yo estaba mirando una vieja película en la tele, una de ésas de Jimmy Stewart, cuando el médico salió a decírmelo. Durante largo rato, la única cosa en la que pude pensar fue en Nigel, diciéndome ‘Has sido un buen compañero, Robert Lee’. El último mejor amigo que he tenido. El último amigo y punto.
—Mira —dije, después de que pasara un rato decente—, no pretendo entrar en nada demasiado personal, no quiero acosarte, pero te conozco.
—No sé de qué. A menos que me pillaras en el programa de Johnny Carson la semana pasada.
Hacía años, por supuesto, que Carson no estaba en la tele.
—De la foto de tus libros. El viejo, El topo, Carne de Calavera. He gastado cuatro o cinco ejemplares de cada uno de ellos, y he regalado otros tantos a amigos. Eres Lew Griffin.
Se llevó a la boca otro bocado de verduras.
—¿Tú crees? —las acompañó con un trago de cerveza—. Griffin, dices. Griffin. —Meneó la cabeza—. No sé. Tal vez lo fuera. Mi viejo solía decir que aquí en América podíamos ser lo que nos propusiéramos. Sí, cierto. Pero no recuerdo mucho de aquellos días. Lo que sí recuerdo me viene a chorros, como el pis. Espero cinco, diez minutos, hasta que sale entero. Luego todo se vuelve a cerrar. No sé si quiero recordar, realmente no.
Se pasó los dedos por la barba. Le cayeron escamas de piel seca sobre la camisa.
—Griffin…
Su mirada se extravió nuevamente, buscando asideros entre las cosas del mundo, el río, la comida, las nubes, el sol.
—«En la oscuridad las cosas siempre se alejan de ti. La memoria te apresa mientras el remordimiento y la congoja te dan una paliza de miedo» —lo insté.
—Bueno, eso sí que es cierto, sin duda. —Se metió en el buche lo que quedaba de verduras, una pasta verdosa casi tan apetecible como las papillas de bote para bebés—. Supongo que no tendrás otra cerveza, ¿no?
Bien sabía que sí. Saqué la penúltima del plástico.
—Agradecido.
Nos quedamos callados. Avión, barco y tren desvanecidos. Cielo, río, vías y calle completamente vacíos. Lo más cercano al silencio que encontrarás en una ciudad.
—Apuesto a que en algún momento a ti, también te habrán dado una paliza de miedo, me lo apuesto —dijo.
—Apuestas bien.
—Claro que sí. Buena cerveza. —Alzó la lata—. No voy a bebérmela toda, pierde cuidado. —Me pasó la lata. Bebí y se la devolví. La volvió a colocar en el agujero que había hecho—. ¿Eres de por aquí?
—Llevo unos treinta y cinco años. Era poco más que un niño cuando vine aquí. Supongo que ya es mi casa.
—Supongo que sí. Yo tampoco he pasado nunca mucho tiempo en ningún otro sitio, no vayas a creer. Amo esta maldita ciudad. Aunque no siempre ha sido fácil. Cada tantos años la ciudad se vuelve muy cabrona. Te descoloca la cabeza. Te parte el corazón.
—Ya.
Estábamos sentados uno junto al otro, en silencio. El sol empezaba a ponerse. Los crepúsculos de Nueva Orleáns no son gran cosa. El sol está ahí, sobre el horizonte, todavía hay buena luz, y a los diez minutos es de noche.
—Nos conocimos antes —dije—. No lo recuerdas.
Sacudió la cabeza.
—Hotel Dieu. Te habían dado una paliza de miedo. Todo el mundo pensó que te había pasado un camión por encima. No sé cuándo fue, hace un tiempo, pero estuviste bastante mal. Los médicos temieron por tu vida. Hasta que te fuiste. Un día te levantaste y te marchaste.
—La verdad es que no me acuerdo de nada. Perdón.
—¿Perdón?
—Suena como algo que podría ser importante para ti. Lamento no poder ayudarte. —Tendió la lata de cerveza—. ¿Quieres el último sorbo? ¿Bailar con la que trajiste?
No.
—Llevabas un libro. En el hospital —revolví mi bolsa y lo saqué—. Éste.
Lo cogió, miró la cubierta y lo volvió para leer la contracubierta. Lo sostuvo como un mazo de cartas y, con el pulgar, pasó las páginas del final al principio. Varias se desprendieron del lomo.
—Luego, cuando me lo pediste, te dejé mi libreta.
Le cambié el libro por la libreta. La hojeó, volviendo las páginas al azar.
—Es tu letra. Todo, menos las primeras cuatro o cinco páginas.
—Sí. Podría ser, supongo. No es que lo recuerde, no vayas a pensar eso. Desde luego, es extraño. Salen lugares que reconozco, personas con las que sé que me he cruzado, claro. Pero eso no alcanza para atar todos los cabos, ¿no?
—No mucho. Pero sí que recuerdas el libro, la libreta, haber escrito en ella…
—Quizá. Difícil decirlo.
Se llevó la lata a la oreja como suele hacerse con las caracolas.
—No puedo contar mucho de aquellos días. Hay demasiadas cosas que se me escapan. Simplemente se escurren y ni siquiera sé que han estado ahí. —Alzó la lata vacía, mirándola. ¿Qué se hace con algo así?—. Hotel Dieu.
—En teoría, ahora es el Hospital Universitario, pero nadie lo llama así.
—Hay algo ahí atrás, en las sombras, seguro. Pero sacarlo llevaría una barbaridad de tiempo. Sacarlo a la luz del día, ponerlo de pie, que nos hable de nosotros mismos. Tú estabas allí, dices.
Asentí.
—Recuerdo que estaba empujando mi barca Nilo arriba. Sentía unos chupones en la piel donde se agarraban las sanguijuelas. Me alimentaba de una fruta dura y amarga que recogía de los árboles de la orilla, y de pescado crudo, unos peces con dientes como navajas que atrapaba en redes improvisadas con camisas viejas. Tenían una sonrisa de oreja a oreja.
Su barco ebrio, su Reina de África.
—Había gente que me perseguía. Sin descanso. Ni siquiera supe quiénes eran. Los veía, los sentía, allí, detrás de mí. Alguien sacó un tubo de mi garganta.
—Estuviste un tiempo en un respirador. Un pulmón de acero. Yo estaba presente cuando te lo sacaron.
—De pronto, tuve que volver a respirar. Tenía que seguir adelante. Antes, había sido muy fácil.
—Siempre está esa opción.
—Hablamos, tú y yo, ¿no? Algo sobre un hijo desaparecido, el viejo buscándolo. ¿Lo encontró?
Sacudí la cabeza.
—No.
No hacía mucho que la noche había caído sobre nosotros, se había desplomado alrededor, había colapsado, se había volcado. Las luces fustigaban desde los barcos en el río, otras apuñalaban la oscuridad desde coches que pasaban como bólidos por la avenida Leake, detrás de nosotros.
—Otra persona trajo noticias, o no las trajo. Estuvieron bebiendo.
—Correcto. El detective y el viejo, el padre que lo había contratado. En un bar de Decatur. El detective ha venido a decirle que su hijo está muerto.
—«Y nada que nos ayude. Salvo unos tragos fuertes y la mañana». De eso sí me acuerdo. ¿Fuiste tú quien me lo leyó?
Sacudí la cabeza de nuevo.
—Otra persona, entonces. Estaba terriblemente enfermo, tenía una especie de fiebre, en un instante ardía y al siguiente me congelaba. Me meé en la cama un par de veces, que yo sepa, tal vez más, demasiado débil para arrastrarme hasta el baño. Supongo que también limpiaría eso, entre el momento de leerme el libro y el de darme la sopa. Tuve que haber pasado así una semana por lo menos. Debió de haberme leído ese libro de cabo a rabo media docena de veces.
—Me figuro que no recordarás cómo era.
—No me fijé demasiado entonces. Estaba bastante ido, ¿entiendes? Más pendiente de mí que de otra cosa. Un joven es lo que veo ahora cuando miro hacia atrás.
—¿Blanco o negro?
—Negro. Como tú. Sobre todo sus ojos recuerdo.
—Sus ojos.
—Marrones. Con verde flotando por ahí, nunca pude decir cómo o dónde exactamente. Como los tuyos.
—¿Oíste alguna vez su nombre?
Lo meditó.
—Lo siento. No recuerdo ni siquiera si usó alguno. No sirven de mucho los nombres en situaciones como aquella.
—¿Nunca se presentó? Hola, soy Cari, seré tu asistente hoy.
—Es posible. Como digo, yo estaba bastante ido.
—¿Nunca oíste a otros miembros del equipo hablar con él, tal vez llamarle por su nombre?
Sacudió la cabeza.
—Creo que lo recordaría. Lo tengo todo grabado en la mente. Como un sueño, no tiene mucho sentido pero no puedes ahuyentarlo, librarte de él. Creía que me estaba muriendo. Me aferraba con mucha fuerza a lo que tuviese a mi alcance. Tiempos extraños.
Ahora la oscuridad era total.
—Otra cerveza, ¿quieres? —dije.
—¿Tú no?
—Lleva tu nombre.
—Entonces es mía.
Primero se pasó la lata por la frente, luego la abrió y bebió.
—Una cosa —dijo.
—¿Sí?
—Nunca se me había ocurrido.
Esperé.
—Cuando empecé a salir de aquello. En gran parte está en una especie de niebla, comprendes, qué pasó, cuándo, el orden de las cosas. Todo mezclado. Pero ahora que lo pienso, hubo una vez en que me desperté a medias, por la mañana temprano, por la noche tarde, vete tú a saber, y había alguien inclinado sobre mí que me decía te vas a poner bien, me oyes, te vas a poner bien, ya es sólo cuestión de tiempo.
»Recuerdo que me incorporé, sin tener aún las cosas muy claras. No lo conocía. Podía ser uno de los que me habían atacado. Mi mano es enorme allí arriba, oculta a la vista todo el cielo. Trato de preguntarle. Me toma la mano y se inclina para arrimarse más a mí.
»Ahora su cara llena el cielo. No alcanza a entender lo que estoy diciendo.
»—¿David? —dice—. ¿Preguntas por David? Se está ocupando de otra persona. Hay otros más enfermos que tú ahora, compañero. Pero no te preocupes: vamos a cuidar bien de ti.