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Cándida Suzie rondaría los cincuenta ahora, mi edad, un poco menos. Estaba en la calle desde hacía al menos veinte años y todo el mundo la conocía: la pasma, los carteros, los quiosqueros, los propietarios y los arrendatarios, en su habitual ronda ribereña de Claiborne en el triángulo formado por Felicity y Melpomene, incluyendo Terpsichore, Euterpe y Polymnia. Algunas de esas personas le daban de comer, otras le preguntaban por su perro Daniel. Daniel llevaba muerto tanto tiempo como ella llevaba en la calle, pero seguía hablando de él todo el rato. Durante ocho o diez años, el marido de Suzie la había zurrado más o menos día por medio. Y una vez volvió del trabajo temprano (lo habían despedido pero no se atrevió a contárselo) y, como ella no tenía la cena a punto (a las cuatro de la tarde), agarró a Daniel por las patas traseras y lo estampó contra la pared. El perro apenas tuvo tiempo de ladrar dos veces. Y cuando Suzie se agachó sobre el perro, al que le salía por las orejas y por el cráneo roto un mejunje parecido las gachas de avena con ketchup, se ensañó con ella. Cuando los vecinos fueron a ver qué pasaba, al cabo de dos días, seguía tumbada en la cocina. Recurrió a una organización de beneficencia y nunca volvió a ser la misma. Fue entonces cuando se convirtió en Cándida Suzie y en ciudadana de las calles de Nueva Orleáns, tan genuinamente famosa en su barrio como Sam el Predicador o la Dama del Pato en el Barrio Francés. La policía jamás encontró al marido.

Mientras subía a trancas y a barrancas la cuesta que lleva a los sesenta, un buen día Ed abrió la puerta a un visitante inesperado: no tenía nombre entonces, pero ahora lo llamamos Alzheimer. Al cabo de un año, las cosas se habían puesto tan feas que ya no pudo vivir solo y tuvo que irse a vivir con su única hija y el marido. Al cabo de dos, la cosa empeoró tanto que ya no podía hacer nada por sí solo. Vestirse, por ejemplo, o cuidar de la higiene personal. Y al cabo de tres, la hija, Cassie, había muerto, dejando a su marido, Al (de Aloysius, pero no le sirvió de nada saberlo) con tres críos de menos de diez años, el abuelo Ed y un empleo en el que le pagaban tres con sesenta y cinco la hora. Los críos se las arreglaron bastante bien por sí solos cuando Al empezó a llegar cada vez más tarde del trabajo. Hasta que cierta vez, no regresó a casa. Al cabo de un par de días, Ed se percató de que tenía hambre y nadie le había llevado comida. Hizo saltar la cerradura de una ventana, que usó como palanca y, con el pomo de un armario como martillo, arrancó los pernos de las bisagras de la puerta. Bajó al comedor, donde los críos, asustados por la aparición de aquel viejo desnudo embadurnado con sus propios excrementos (aunque en realidad, ellos no tenían un aspecto muy diferente), se pusieron a chillar. Ed fue a la cocina, encontró una caja de sémola de maíz y un queso en estado dudoso y lo echó todo en una sartén para freírlo. Mientras se cocía, llamó a la policía. Pasó unos meses en el psiquiátrico de Manderville, y luego fue liberado. El hospital lo despachó a un centro de reinserción en Jackson. Sonriendo y diciendo sí señor todo el rato, se registró, entró por la puerta a la habitación que iba a compartir con otros tres y salió por la ventana. Ahora, sonriendo todavía, diciendo todavía sí señor todo el rato, era uno de esos tipos a los que ves revolver la basura que dejas en el bordillo. Últimamente tenía un guardarropas completo, que había recuperado de los cubos de basura, y cada mañana aparecía en las calles con un modelo nuevo.

Un día, después de clase, el profesor Bill se agachó para recoger un libro que se le había caído a uno de sus estudiantes y sintió que algo le había estallado en el pecho. Resultó ser un neumotórax espontáneo. Al rato, le costaba respirar. Llamaron a los paramédicos y lo llevaron al cercano hospital Oschner, le insertaron un tubo en el pecho para aliviar la presión y terminó en un respirador de la UVI. Al cabo de unas horas, la respiración difícil hizo otra aparición: otro neumo, otro tubo. Surgieron más complicaciones. Al cabo de cuatro meses, sobre todo a instancias de su compañía de seguros, por fin fuera del respirador y en vías de recuperación, el profesor Bill fue transferido a un servicio de rehabilitación a largo plazo. Aquella misma noche, una bala perdida de un tiroteo entre coches a una manzana de distancia atravesó la pared del cuarto de Bill y su pecho, y le perforó la vena cava. La sangre y el oxígeno dejaron de llegar a su cerebro. Sólo la intervención de un camillero de dieciocho años, que comprendió lo que estaba sucediendo y metió los dedos en el agujero de la vena, evitó que Bill muriera. Eso había ocurrido diez años atrás. Ahora Bill se pasaba el día deambulando por el centro, parándose de vez en cuando en las esquinas para dar a los peatones, o a los dueños del Wendy o el Winchell, una lección de historia militar americana, aunque la mayor parte del tiempo la pasaba sin hablar absolutamente nada.

Como habría dicho Buster Robinson: pasada la medianoche, cuando la muerte entre en tu cuarto por error, vas a necesitar un garante.

O los gnósticos: si encuentras la forma de sacar lo que hay en tu interior, tal vez te salves; de lo contrario, eso mismo te matará.

Pero muy a menudo no importa cuánto te hayas esforzado por escuchar la voz del universo, ni la queda vocecilla de la verdad interior.

Muy a menudo, no importa lo que hagas, lo único que oyes son los pasos del viento.