Todo aquel día vagué por la ciudad, mirándola como si la viera por primera vez. Recién desembarcado de uno de los buques, sin siquiera el idioma para contener esta experiencia, codificarla. Un pintor observó una vez que ver consiste en olvidar que sabes el nombre de lo que ves.
Recordé la voz en off que inicia La muerte en directo de Tavernier y que vuelve al final. Los ojos de Harvey Keitel han sido sustituidos por cámaras. Todo aquello hacia lo que vuelve la cabeza es capturado, atrapado: se ha convertido en el artista definitivo. «Me contó que había pasado todo aquel día andando…». Keitel como Edipo hacia el final de la película, ciego —una ceguera elegida por una mezcla imprecisa de culpa y de amor— pero humanizado.
Pronto también, como el personaje de Keitel, me encontré en una misión, litera superior cerca del fondo del dormitorio, tras una cena de sopa de verduras abundante en col y judías blancas, dos rebanadas de pan blanco, una encima de otra, taza de café, todo ello consumido a la sombra de una perorata fundamentalista básica. Rememoré los domingos juveniles en casa, ataviado con mi traje (con el pijama debajo porque la lana del traje picaba tanto como las mantas que mamá había conseguido de los excedentes del ejército) y corbata de clip, el culo del pantalón puliendo los bancos de madera noble bajo las vidrieras que ilustraban la parábola de los talentos, Jesús trayendo las gavillas, el hijo pródigo, la losa removida del sepulcro.
Había estado aquí antes. El jueves anterior, siguiendo la lista que Richard Garces me había dado. El tío que admitió por fin que, bueno, sí, era como quien dice el que se encargaba de todo (ni rastro de él ahora, advertí), me había enseñado el local y me llevó a unas cajas de libros amontonadas en el vestíbulo, junto a su cuarto exiguo.
Ahora se veía todo substancialmente distinto, por supuesto. La perspectiva lo es todo.
Se apagaban las luces a las diez. Entonces, tumbado, oyes los cuerpos que se vuelven en el escupitajo de los recuerdos, pedorreras de aparatos digestivos mucho tiempo en desuso, el esporádico grito, la convulsión, conversaciones tan privadas que implican a una sola persona. Sientes la aspereza de las mantas bastas, sigues los borborigmos atronadores de tus propios intestinos. Te duermes, te despiertas, te vuelves a dormir, pero eres consciente de que estás soñando: otra frontera derribada.
¿Qué hora de la noche es? No hay forma de saberlo. ¿Has dormido una hora? ¿Cuatro horas? ¿Diez minutos?
Una única bombilla sin pantalla, colgada al fondo del vestíbulo, se eclipsaba cuando los peregrinos iban y venían del lavabo, arrastrando los pies. Luego volvían a acomodarse en las camas carraspeando, pues la escapada había removido diversos sedimentos en el pecho y la cabeza.
Nunca más solo que a las tres de la mañana. Despierto sin motivo, el rostro de la noche te mira fijo. Las salas de urgencias se llenan de pacientes. Hombres de mi edad de repente angustiados, convencidos de que el dolor en el brazo augura un infarto.
Tenue luz residual del exterior, latigazos de faros de coches. Alguien que se mueve en la litera de abajo. Una voz.
—¿Estás bien ahí arriba, macho?
—¿Qué?
—Llevas casi una hora dando vueltas.
—Lo siento.
—Bueno. No pasa nada. Bien sabe Dios que estoy acostumbrado.
—¿Vienes aquí a menudo?
—Sam, el habitual de los comedores de beneficencia, sí.
—Supongo que no sabrás qué hora es.
De haber tenido un hermano, quizá habría vivido esta situación. Los padres en cualquier otro lugar de la casa. Los dos aquí arriba, en la atalaya, oponiendo resistencia al mundo.
—Las tres y dieciocho.
Vale. O sea que aquella luz matinal en la ventana sólo es la imaginación. Demasiada noche queda.
—Te llamas Griffin, ¿no?
Una pausa. Dos pausas.
—Corre la voz de que eres un buen hombre. Todos lo dicen. Lo que no saben es por qué estás aquí y en este estado.
Me doy por vencido. Ni yo lo sé.
—Mi abuela solía contarme que un cobrador a veces iba a verla. Le decía que, según los datos, debía algún atraso. Se quedaba a tomar una taza de café y, en cuanto se iba, ella levantaba la servilleta y encontraba un billete de cinco dólares.
—He oído la misma historia sobre Pretty Boy Floyd.
—Exacto. Pronto la gente te va a llamar Pretty Boy Griffin. —Rio. Sonó como si se asfixiara—. Aunque no lo eres.
—¿Pretty Boy? ¿Niño bonito?
Misma risa. Ninguno de los dos habló durante un rato. Escuchamos los cuerpos alrededor.
—La abuela me crio. Ninguno de los dos supo nunca qué había sido de mi madre. Nunca sentí mucho afecto por las personas, a lo mejor por culpa de eso, quién sabe. Sé, por experiencia, que la mayoría es chusma. Morralla. Pero a aquella mujer la quise de verdad.
Uno de nuestros camaradas de a bordo pasó atropelladamente, rebotando de una cama a otra, y se estrelló contra la pared, donde empezó a vomitar ruidosamente. Olor a sangre.
—La vida de la abuela fue dura. No tuvo mucha ayuda.
Volvimos a quedarnos dormidos.
Entonces, a eso de las cinco, un tonto decidió que su destino era aligerarme de lo que yo tuviera en mi litera y vino a explorar. Le oí a cuatro pasos de distancia. Le acababa de atenazar las pelotas con el puño cuando una mano reptó desde la litera de abajo, lo agarró por el pelo y tiró. Al proyecto de ladrón se le salían los ojos de las órbitas. Pies a un palmo del suelo.
—Tu dirás —dijo mi compañero de litera—. ¿Qué hacemos con este mierda?
—¡Qué coño! Soltarlo, supongo.
—¿Seguro?
—Claro.
—Qué lástima, se acabó la fiesta.
Pero lo dejó.
El ladrón se escabulló como un cohete.
Fuera había empezado a clarear. Esta vez, luz real, no imaginada. Nos quedamos tumbados, completamente despiertos.
—Dentro de poco nos harán levantar para el desayuno —comentó mi compañero de litera—. ¿Estás preparado para unas gachas viscosas de maíz, tostadas quemadas y huevos a medio hacer?
—Me he visto en peores.
—Seguro que sí.
Despiertos por la luz y los ruidos de la cocina, sin propósito, dirección ni meta reales, los cuerpos habían empezado a pulular, en una especie de movimiento browniano.
—No quiero ser indiscreto. Son tu vida y tus asuntos. Pero ¿por qué estás aquí?
—Trato de encontrarme.
—Malo si te has perdido.
—Tengo que admitir que se ha de hacer un esfuerzo.
O tal vez no, si bien se mira.
Mientras, el movimiento se había concentrado en la cocina.
—Huele este café. No hay mejor olor en el mundo —dijo, con el acento de un auténtico oriundo de Nueva Orleáns—. Ah, pero un consejo.
—Dime.
—A los espaguetis y los macarrones, ni te acerques. La pasta aquí te matará. Está documentado.