Y así comienza la secuencia de mi propio periplo nocturno.
A la espera sólo de que amainara la tormenta, con unos viejos vaqueros grises que solía reservar para limpiar el patio, un par de Nikes de imitación, azules y plateadas, deformadas, una camisa morada de franela sobre una camisa tejana descolorida y una camiseta roja ajada y rota, una bandana verde atada al cuello, salí de casa unas horas después de haber hablado con Don y haber dejado el mensaje a Deborah. Por instinto, fui hacia el río. Parecía Doo-Wop en un pase de modas.
Si realmente hay algo en el centro de nosotros, ¿cómo encontrar el camino? Las puertas que deberían llevarnos hasta allí, se abren a armarios o a almacenes, a corredores sin salida, nos devuelven al exterior.
Durante toda la vida, cada día, constantemente, nos rehacemos, nos reinventamos, capa tras capa, máscara tras máscara. Es posible que, cuando por fin nos hayamos quitado todas las máscaras, no quede nada. A lo mejor Doo-Wop, a su manera atemporal, tiene razón: no somos más que las historias que nos contamos a nosotros mismos y a los demás.
Recordé un día, años atrás, en que había paseado así, por el muelle, que olía a tubos de escape, a agua estancada y a todas las cosas que crecen en ella, a lúpulo y levadura de la vieja fábrica de cerveza Jax. Acababa de salir de una larga estancia en el hospital por orden judicial, puertas bajo llave y navajas bajo llave. Sin hogar, sin trabajo ni carrera, sólo un montón de contactos vagos. Aquel día, los términos «tabla rasa» y «palimpsesto» me habían venido a la mente.
También recordé otra ocasión, muy anterior, en la que desperté en la base de aquel mismo muelle tras una noche de borrachera con el músico de blues Buster Robinson. Tenía las piernas en el agua. Alcé la cabeza y las miré flotar en la estela de los transbordadores y los remolcadores, en un caldo de cultivo formado por envoltorios de caramelos, vasos de papel y otros desechos que se habían acumulado alrededor.
Historias.
Las que llevé conmigo en aquellos primeros días pasados en las calles, mientras me hundía en las profundidades, en dirección al centro.
Justo al salir de Tchoupitoulas, encima de Napoleón, donde los rieles del ferrocarril parecen juntarse en el recodo del río, me encontré con un corro de ancianos negros sentados en la orilla alrededor de una cuba galvanizada de cerveza helada y una fuente de pollo frito frío. Casi todos tenían cañas de pescar caseras y casi todos llevaban pantalones de poliéster con camisetas blancas con tirantes o viejas camisas de vestir con cuellos desgastados, calcetines finos de nailon, zapatos negros. Unas cajas de plástico para envases y unas baratas sillas de jardín plegables hacían las veces de asientos. Me invitaron a sentarme con ellos.
—Coma un poco de pollo.
—Coja una cerveza.
Una especie de club de caballeros, me enteré, que se reunía allí cada día.
Sam había sido barbero en la avenida Jackson durante cerca de cincuenta años. Rara vez veía una cara blanca.
Ulysses había pasado toda su vida adulta como ayudante del chef en restaurantes de los barrios altos, donde las cartas eran algo así como poemas espontáneos y las botellas de vino proliferaban como las escobas en El aprendiz de brujo.
William hacía lo que cayera, siempre lo había hecho y seguía haciéndolo: portero, jardinero, peón de carretera. Aunque ahora mucho menos. Demasiada gente en la calle, llamando a las puertas, buscándose la vida como podían. Él sabía de qué iba. No era para envidiarlos.
El caso era que, desde que tenía doce años y ya se ganaba la vida, William siempre había dado lo mejor de sí por cada dólar. Le pagabas por diez horas de trabajo y tenías todas las posibilidades de obtener doce, quince o veinte, lo que el trabajo pidiera. Nunca se iría hasta haberlo terminado. Y había quien se acordaba, había quien se daba cuenta.
De modo que William —algunos lo llamaban Sweet William, otros Big Bad Bill, y cuando lo hacían se reían— aún tenía trabajo tres o cuatro días a la semana. Y cuando no trabajaba, generalmente se iba hasta allí con cerveza para los demás, la mayoría de los cuales llevaba años en el paro.
Intercambiamos historias sentados alrededor de la cuba de cerveza, tal como en otros tiempos se hacía en torno a una hoguera.
—¿Recordáis al compañero Reagan? —preguntó James Lee cuando le tocó el turno. Había enseñado en Xavier, Historia y Economía; todo el mundo lo llamaba Profesor—. Uno de los verdaderos héroes de nuestra causa. Junto con Jesse Helms, claro.
La memoria de América es corta. Porque abjura de cualquier sentido de la historia, la nación se improvisa eternamente. Bandidos como Richard Nixon desaparecen sólo para emerger al cabo de unos años como «grandes estadistas». Un candidato a la presidencia se refirió hace poco a Ronald Reagan como el mejor presidente que había tenido este país. En todo Estados Unidos hubo gente que se quedó con la boca abierta. Pero (y esto es lo más asombroso) otros tantos no se sorprendieron.
—Sí, señor, estamos retirados, la mayoría —dijo uno de ellos. Pescó una cerveza en la cuba y la abrió. Vomitó espuma y provocó una carcajada general.
—Así es como estamos.
—Re-tirados.
—Tirados y vueltos a tirar.
—Como esa cerveza. Hacemos un poco de ruido brusco y luego volvemos a lo que somos sin poderlo evitar.
—¿Y no es esta la palabra que define el sueño americano? Retirados.
Todas esas grandes palabras que nos hacen tan desdichados. Stephen Daedalus tenía razón al temerlas.
—Un día esos peces no van a picar…
—Eso ya pasa casi todos los días, Sheldon.
—Es cierto, viejo.
—Tenemos que estudiar seriamente recolectarlas a todas. Esas palabras, digo. Ponerlas en una lista. El verdadero diccionario del diablo. Des-hechos ci-viles. Des-hechos hum-anos. Democracia, damegracia. Caramba. Si salen de corrido de la lengua, ¿no?
—Ya lo creo.
Más de una voz:
—¡Sí!
Habíamos reducido la conversación a estímulos y respuestas, ecos del diálogo de tambores de la plaza Congo y los amén de las iglesias, un silogismo arrojado al corazón del blues.
—¿Quieres este último trozo de pollo, Lewis? —dijo Sam el barbero—. Creo que todos estamos llenos.
Una última descarga, luego:
—Vida, libertad…
—Y la búsqueda de la felicidad.
—Querrás decir de la infelicidad, no, ¿Eugene? —Los ojos del profesor se cruzaron con los míos. Ambos estábamos escondidos, a la vista de todo el mundo, como la carta robada de Poe.
Para entonces, los pollos se habían quedado en los huesos, la cerveza se había convertido en un par de docenas de latas vacías flotando en agua tibia y los peces (si por casualidad habían contemplado la idea) habían dejado de picar. Hasta el día, desvaneciéndose en el horizonte con hilos rosados y grises, abandonó toda ilusión, todo disimulo: sabía una vez más que no sobreviviría. El grupo empezó a dispersarse. Me despedí de ellos.
Luego, siguiendo el recodo del río para adentrarme en lo que solía llamarse el Canal Irlandés, terminé (como Jesús) entre ladrones.
Ante las puertas traseras abiertas de furgonetas inclasificables, en el aparcamiento de una escuela abandonada, aquellos capitalistas poco convencionales se reunían en torno a sus últimos botines: canjeando, trocando, comprando y vendiendo, redistribuyendo ávidamente la riqueza. De vez en cuando, llegaba algún chico en bicicleta, con un cesto lleno de artículos, y se marchaba con el cesto vacío.
Los televisores eran la mercancía principal, al igual que las cadenas estéreo portátiles, los lectores de vídeos y CDs, y las radios.
Muchos ordenadores portátiles últimamente, advertí. En general, los aparatos más voluminosos, difíciles de transportar y de ocultar, se salvaban, pero los pequeños eran el monte de orégano, negociables. Nuevas tecnologías, nuevos delitos.
Pensé en Newt Gingrich, quien años atrás declaró sin rodeos que todos los problemas de nuestro país se resolverían en cuanto hubiese libre acceso a la información en Internet. En cierto sentido, hay algo muy enternecedor en lo que dijo: la ciega ingenuidad, eternamente renovable, que anida en el corazón de América. El hombre era sencillamente incapaz de concebir que otras vidas fueran distintas a la suya. Un periodista echó un vistazo a las viviendas de protección social que había enfrente y se preguntó en voz alta cuántos de los residentes de esos edificios tenían los ordenadores conectados en aquel momento.
Aquella primera noche, dormí debajo de un banco, en un parque de Magazine con forma de trozo de tarta: mi banco y otros dos, un seto que limitaba un lado y una estatua anónima completaban el lugar. Justo al otro lado de Magazine, se aglomeraban las tiendas de muebles usados, que exhibían, en la penumbra de los escaparates con cataratas de mugre, escritorios de acero con aspecto de tanques y juegos de comedor de Formica. La otra pata de la V la ocupaba un bar, con las palabras MEDIA LUNA pintadas a mano en la ventana ahumada y un cartel sobre la puerta que rezaba EL LOCAL. Unas cadenas sujetaban los barrotes de una verja de seguridad cuya cerradura ya no funcionaba. La acumulación de residuos y hojas en la base de la verja atestiguaba un largo desuso.
Por la mañana temprano —había salido del círculo temporal para perderme en la hora hopi, como Doo-Wop, puesto que mis únicos calendarios o relojes eran la luz y mis necesidades corporales— me despertó el ruido de un coche que se detenía cerca y una voz encima de mí.
Un policía agachado, el rostro a través de las tablas del banco, con pinta de tener dieciséis años recién cumplidos. Me decía que tenía que despejar. Su compañero en el coche, mirando, las manos envolviendo una taza de plástico de café Circle K.
—¿Está bien, señor?
¿Señor? Algunas cosas cambian.
Asentí.
—Me ha oído, ¿no?
Empecé a salir de debajo del banco, agarrotado y dolorido, tanto por haber caminado todo el día como por las incomodidades de la noche.
—¿Necesita ayuda? ¿Puede caminar?
No. Sí.
—Mejor que se largue, entonces. Los dueños de las tiendas empezarán a aparecer pronto, no les hacen mucha gracia los acampados. A los tres minutos se colgarían del teléfono y nos veríamos obligados a volver.
Me puse en pie apoyando una mano en el respaldo del banco. Me costaba recobrar el equilibrio. Las piernas entumecidas y acalambradas. Absurdamente, pensaba en Reagan en una vieja película: Mis piernas, ¿dónde están mis piernas?
—Eh, ¿seguro que está bien? ¿Cuándo fue la última vez que comió? No sé cómo se lo montan. Tenga. —Me entregó uno de cinco—. Pero es para comer, ¿entendido? Nada más.
Le di las gracias.
—De nada. Oiga, cuídese, ¿vale?
Volvió al coche. La radio crepitó. Tenían la antena muy alta. Él y su compañero se quedaron mirándome mientras me alejaba, Magazine abajo. La calle era de sentido único y estaba desierta a aquella altura. Nadie iba al barrio alto a esa hora del día. Toda la ciudad podía estar desierta. Cortezas inanimadas de coches, caparazones de edificios. Yo era el único con vida.