27

Es bueno que te reciban los viejos amigos. Estaban en la puerta de sus celdas, observando. Unos pocos saludaron con la cabeza. Recorrí el amplio pasillo, en el piso alto. Detrás de Stanley, que solía hablarme de sus críos y del viejo Dodge, que a duras penas lograba hacer funcionar. Pensaba que en toda mi vida no había tenido la sensación de pertenecer a ningún lugar. Ahora sabía que sí. Pertenecía a éste.

Tecleé guardar, hice una copia de seguridad de las últimas veinte páginas en un disquete, junto con el resto, y empecé la impresión del documento.

Mi carta a Vicky, que se había transformado en una reinvención de El viejo, luego en una memoria de LaVerne, más tarde en una fantasía a lo Cocteau sobre hombres con esmóquines negros y mujeres con vestidos blancos que surgían de las bocas de unas cuevas o del metro, se había resuelto con absoluta sencillez, en cuestión de doce o catorce horas intensas y asombrosas, en una secuela de mi novela carcelaria Topo.

Me desperté en el suelo.

La impresora se había detenido por falta de papel. El teléfono también se había detenido, un par de veces al menos, como podía ver. Pero ahora volvía a sonar.

—¿Estás ahí? —dijo Walsh cuando descolgué—. ¿Hola? ¿Hay vida inteligente?

—Semi, de todos modos. Escucha, Don, aún no he dormido nada. O he dormido tan poco que ni se nota. ¿Quieres llamarme más tarde?

—Claro. Supongo que no me queda más remedio, para que muevas el esqueleto. Pero oye, si no has estado durmiendo, ¿qué leches has estado haciendo?

—Estoy tan sorprendido como tú, créeme, pero diría que acabo de terminar un nuevo libro.

—Un nuevo libro. Otro libro. Eres un caso perdido, ¿eh, Lew? Te dejo solo unas horas… vaya, que me digo que esto es inofensivo, que nos echaremos un sueño para poder salir luego a cuidar de nuestros asuntos, pero no. El señorito decide perder el tiempo con un libro.

—Eso mismo solía decir mi madre. Sólo que entonces se trataba de leer libros, no de escribirlos.

—Ya, me lo has contado. También me contaste que tu madre estaba como una chota. Bueno —Don calló, para beber café, por el sonido—. ¿Este es bueno?

—Al principio lo dudaba. Ahora estoy convencido de que sí.

Don emitió un sonido ambiguo, entre gruñido y risa.

—¿Me llamas cuando vuelvas a estar en condiciones?

—Por un tiempo, sólo puedo aspirar a moverme a velocidad media.

—Te entiendo. Pero bueno, algo es algo.

—¿Estás en casa?

—Sí.

—¿Y?

Él sabía lo que le preguntaba. Es lo bueno de los viejos amigos. Muchas de las conversaciones más importantes discurren en silencio.

—Va a llevar tiempo, Lew. Pero escucha.

—¿Sí?

—Llamó DeSalle. Rauch va a salir. Batallamos, pero no hay forma de imputarle un cargo grave para tenerlo bajo custodia cuando las pruebas son tan circunstanciales. Así que lo tenemos por desorden y posesión y nada más. Podríamos retenerlo otras veinticuatro o cuarenta y ocho horas, pero ¿para qué? ¿Se te ocurre algo?

—Supongo que no. ¿Y qué pasa con Delany?

—De vuelta en el seno de su familia en este preciso instante.

Se diría que había tardado demasiado en hacer esa llamada.

—Gracias, Don.

—Apaga la luz, pues. Si quieres, te canto una nana.

—No a estas alturas de la vida.

—Bueno. Que conste que me ofrecí.

Cargué de papel la impresora, pinché «reintentar» y la oí ponerse en marcha con un zumbido. La página 52 se deslizó en la bandeja. Un libro breve. El editor tendría que dejar un montón de espacios por todas partes: bordes, márgenes, interlíneas y capítulos.

Obviamente, en mi fuero interno, la extensión del libro me estaba machacando. Y había aprendido a escuchar la voz de la conciencia.

Tal vez el libro no fuera en absoluto una secuela.

Tal vez fuera la segunda mitad de Topo, la mitad que antes no había contado.

Como no había reloj en el barracón de los esclavos, volví a la casa. Bat vino a mi encuentro en la puerta, gimiendo enfáticamente. Saltaba a la vista que yo era para él una gran desilusión. Había consagrado tanto tiempo a adiestrarme. Y yo seguía siendo incapaz de hacer bien las cosas más básicas y sencillas.

Abrí una lata de comida y la puse en el suelo.

Casi las ocho. A lo mejor aún pillaba a Deborah en casa.

—¿Cómo está el becerro cebado? —dije cuando contestó.

—Cada vez más gordo. Yo, en cambio, acabo de salir de la ducha y estoy chorreando de arriba abajo. Tendré una alfombra de moho aquí junto al teléfono mañana por la mañana. ¿Te llamo?

—Claro.

—Soy yo —dijo cuando contesté al cabo de cinco minutos.

—¿Seca?

Lo meditó.

—¿Me estás dando el pie?

Entonces se rio y pensé en lo preciosa que me era esa risa, en todo lo que leía en ella.

—Las palabras seguirán significando lo que se les antoja, ¿no? Por mucho que intentemos controlarlas.

—Se necesitan unos cuantos perros pastores. Como los del festival celta de Kenner del que me hablaste.

Cuatro, cada uno de raza distinta, cada uno adiestrado en un idioma distinto. Sólo necesitaban una o dos palabras del dueño. Una exhibición asombrosa. Lo más cercano a la comunicación perfecta que jamás había visto.

—Exacto. Pero creo que en este caso, los perros somos nosotros, Lew.

—Legisladores no reconocidos del mundo.

—Acuñando el blablablá en la herrería de nuestra alma, etcétera. Sí, claro. Aunque mi propia experiencia me dice que se asemeja mucho más al control de catástrofes.

Bat se había acabado la comida pero continuaba apurando la lata con el hocico y paseándola por todo el suelo de la cocina, haciéndola chocar contra los armarios, la nevera, el horno y la puerta mosquitera, en el sueño imperecedero de extraer unos bocados más.

Rogué a Deborah que me disculpara por no llamar ni ir a buscarla como le había prometido, y luego le conté lo del nuevo libro. Supongo que era un libro. En ese punto, para mí, más bien era un centón. Recordé páginas aisladas, escenas, islotes, no veía claro el conjunto.

—Pero eso es genial, Lew.

—Supongo. Ahora mismo me siento como si un camión me hubiera pasado por encima, hubiera frenado y hubiera dado marcha atrás para volver sobre mí, por si las moscas.

—Pues vete a dormir, llámame luego.

Deja vu, ¿eh?

—Sí, bueno. La mayor parte de nuestras vidas es exactamente como los cuarenta principales. Las mismas canciones una y otra vez.

—Hay cierta comodidad en ello.

—Y mucha sosería.

Pero no sé por qué, la sosería no parecía el enemigo que había sido en otra época. Lo único que Bat pedía a la vida era que fuera predecible y ordenada. Los muebles, la caja de la arena, el alimento y el cuenco del agua en su sitio, las comidas a las ocho y a las cinco, sin sorpresas. Quizá Bat tuviese razón.

Estaba bastante seguro de que Sam Delany sí la tenía.

El teléfono sonó después de haber hablado con Deborah. Llamaba para darme las gracias, dijo. No sabía si yo podría hacerme jamás a la idea de lo mucho que significaba para él. Para toda la familia. Me rogaba que le mandara la factura de mis honorarios y aseguró que me enviaría el cheque a vuelta de correo.

—Otra cosa —agregó Delany.

—¿Sí?

—Mi madre me pidió que le dijera que Dios lo bendiga por haberle devuelto a su hijo.

—Dile que se lo agradezco, Sam.

—Sí, señor. Sí, señor. Se lo diré.

Me serví una cerveza sin alcohol en un vaso, lo llevé al barracón de los esclavos y empecé a ordenar páginas. Cuarenta, quizá cincuenta. Se rizaban levemente hacia arriba, se doblaban hacia atrás, salían de la barriga de la máquina o de donde hubiesen estado antes, para venir al mundo.

Lo que necesitaba era una copa de verdad.

Volví a la casa, me metí la cartera en los shorts y me dirigí al K&B de St. Charles, una manzana hacia arriba y seis hacia abajo. Hice la cola detrás de un conductor de autobús muy sudado que compró cinco bolsas de galletas, dos chicos con tatuajes vagamente celtas en el tobillo, los bíceps y los hombros, y con múltiples aros (oreja, labio, ceja), y un anciano negro ataviado con un traje de vestir de gran categoría y planchado impecablemente, pasado de moda hacía cincuenta años.

Resultó que la Abita estaba de oferta. Salí con un paquete de seis rubias en una bolsa de plástico doble. Volví andando hacia Prytania con el viejo mientras me contaba su vida de conductor de tranvía, lo mucho que con los años habían cambiado la ciudad y sus habitantes. Luego tomamos direcciones distintas: hacia la zona alta, hacia el centro.

Pero no estaba solo. Una bicicleta pasó junto a mí disparada. Media manzana y tres minutos más tarde, dio la vuelta y pasó serpenteando más despacio. La montaban dos. Jóvenes negros. Aparentemente, siguiendo a una mujer que había salido de una urbanización cercana, de casas pareadas de reciente restauración, para ir a su coche y a trabajar.

No tenían motivo para preocuparse por mí. Un viejo negro desaliñado, sin afeitar y sin peinar, que pasaba arrastrando los pies con su cerveza matutina. Ni remotamente causaría problemas. Se esfumaría en cuanto pasara algo.

Aceleré el paso hasta que estuve cerca de ella, crucé Toledano a apenas unos metros de distancia. Había empezado a balancear con aire indolente la bolsa de plástico con las cervezas. Preocupada porque me pegaba a ella e inconsciente del peligro real, la mujer caminó más deprisa.

No se oían coches en ninguna parte.

Fue cuando vinieron navegando.

Fue también cuando me volví, dejando volar la bolsa, agregando la fuerza de mi pirueta a su propio peso e impulso.

Dio al conductor en plena cara. Cayó pesadamente hacia atrás, derribando al pasajero, y los tres, conductor, pasajero y bici, fueron a parar patinando debajo de una furgoneta levantada con un gato, media manzana más abajo. Varias botellas de Abita se hicieron añicos contra el bordillo.

La mujer que había sido su objetivo giró abruptamente hacia St. Charles.

El que iba al manubrio estaba desmayado, tenía la nariz rota y, al día siguiente, la cara tan magullada que parecería una careta. Debajo de unos shorts muy holgados que le colgaban de las caderas, al pasajero le sobresalía la tibia en una fractura expuesta. Ninguno de los dos llegaría muy lejos.

Llamé a la casa más cercana y cuando una señora en bata rosa y zapatillas abrió la puerta sin quitar la cadena de seguridad, le pregunté si le importaba llamar a la policía. Miró a los chicos que estaban debajo del camión, asintió y, echándose hacia atrás, cerró la puerta con doble llave.