25

En parte, Danny flotaba, en parte estaba sumergido en una bañera llena de agua tibia. Una de esas bañeras viejas, pesada como una caldera, separada del suelo por una plataforma y con patas de león. La bolsa de basura en que tenía metida la cabeza estaba atada al cuello. La lengua, hinchada y morada, fuera. Habían estallado algunos vasos sanguíneos en sus ojos, dándoles el aspecto de mapas de carreteras en los que sólo figuraran las interestatales. La vejiga y los intestinos se le habían vaciado en el agua.

DeSalle se acercó a Don y se detuvo detrás de él. No habló hasta que Don se volvió.

—Parece una sobredosis, con la bolsa para más seguridad. Uno de los agentes me contó que hay una sociedad que recomienda este método.

—¿Quién tomó la llamada? —dijo Don.

—¿Al patrullero, se refiere?

—Sí.

—Martínez. Un tío joven. Bastante nuevo, supongo; le ha afectado mucho, como nos pasa a todos las primeras veces.

—¿Está aquí? —Don señaló la habitación de delante.

—Sí. Pensé que quizás usted quisiera hablar con él.

—¿Hay alguien más?

DeSalle sacudió la cabeza.

—Pero había, creo. Por lo que parece, aquí viven dos o tres personas. Tal vez más.

—¿Nota?

DeSalle se la entregó. Enfundada en una bolsa de plástico transparente con las iniciales de DeSalle garabateadas en el sello. Sólo había una luz en el baño, una bombilla encima del lavamanos. Don se puso debajo para leer la nota. Luego me la pasó.

Todo se reduce a opciones, ¿no? Las que tenemos, las que no tenemos. Las que aceptamos y las que nunca fuimos capaces de aceptar. Opciones temporales, opciones involuntarias, opciones definitivas.

A tomar por el culo todas. Y ya que estamos, a tomar por el culo todas vuestras putas casas de Metairie y vuestros hijos en los colegios privados, a tomar por el culo vuestros empleos de salario mínimo, vuestros sindicatos soplapollas.

A tomar por el culo vuestra pasma sobre todo.

¿Me he explicado con claridad?

Todo es agua si se lo mira durante el tiempo suficiente, ¿vale?

—Es una nota extraña —dijo DeSalle.

Se la devolví a Don.

—Sin encabezamiento ni despedida.

—Exacto.

—La parte izquierda está rasgada. Arrancada de una libreta, de un diario o algo así.

Los ojos de DeSalle pasaban de Don a mí.

—¿Me he perdido algo?

—Lew está diciendo que no está dirigida a nadie.

—Y un carajo que no.

—Ya —dijo Don tras un momento—, ya, tienes razón. Supongo que cualquier lista habría sido demasiado larga. El chico llevaba mucha rabia dentro. Siempre pensó que los demás le jodían la vida.

Don fue a la habitación de delante para hablar con Martínez.

—Se conocen desde hace un montón ustedes dos, ¿no?

Conté a DeSalle cómo nos habíamos conocido Don y yo. Los dos apenas algo más que niños, cada uno con su propio motivo para buscar al francotirador que había matado a tanta gente en los años sesenta.

—Coño, Griffin, ¿fue usted?

El francotirador había disparado a Don. Los había alcanzado en un callejón sin salida del centro y es probable que le haya salvado la vida a Don, al menos él insistió en afirmarlo. Desde entonces, él me había salvado la vida tantas veces que yo había perdido la cuenta.

—No hay muchos como él en el cuerpo —dijo DeSalle.

—No hay muchos como él en ninguna parte.

—Usted sabe de qué va. Tiene que ser penoso —mirando a Danny en la bañera— todo esto.

—No se me ocurre nada más penoso. Pero creo que se lo veía venir, esto o algo por el estilo.

—Ya. Lo ve cada día. Tenía que saberlo.

—Hace demasiado que ve estas cosas cada día.

Entonces llegaron los forenses.

Las cintas métricas chirriaron, las escobillas y las mini aspiradoras susurraron, trozos de escombros cayeron en bolsas. Una y otra vez, ante el disparo de los flashes, nuestras sombras se estrellaron enormes contra la pared.

Don se quedó al margen, al otro lado del umbral, observando.

También ahí, resollando como un mal acordeón, aspirando en forma alternada Atrovent o Albuterol —en inhaladores dosificados—, y oxígeno de un compresor portátil colgado como el estuche de unos binoculares desmesurados debajo de un brazo, dirigiendo cual cineasta creativa tan dramático y verídico momento, estaba la doctora Bijur.

—Tu hijo, tengo entendido.

—Sí.

Sacudió la cabeza. Se echó dos dosis de Ventolín y soltó una larga exhalación.

—Seguro que para ti es el primero de la lista. Para mí es sólo uno más, escoja un número allá, doce o trece, y espere su turno.

—¿He dicho algo?

—Lo dirás.

Levantó los hombros al esforzarse por hacer entrar más aire en los pulmones desfallecientes.

—Haría lo mismo en tu lugar, Walsh. Ni qué decir tiene. Contra viento y marea.

—Los favores especiales no caben aquí, Sonja. Vale. Pero sí te agradecería que me dieras de inmediato cualquier cosa que tengas.

Lo que le dio fue un ataque de tos. Sonaba como si se serraran tablas y clavos en el fondo de su cuerpo.

Don esperó a que se recobrara.

—El Ayuntamiento me da la mitad del personal que necesito y el doble del trabajo que puedo asumir. No encaja, Walsh.

—Sé algo de eso por experiencia propia.

—El tiempo de respuesta de mi departamento es la mitad del de L. A., y supera en mucho a los de Nueva York, Boston, Baltimore y Washington. Nuestros informes aterrizan en tu despacho dentro de las veinticuatro horas. Treinta y seis a lo sumo. Si apartaras los ojos de esta ciudad el tiempo suficiente como para echar una mirada alrededor, es probable que te enorgullecieras.

Volvió a sacudirla la tos. Subió la presión del oxígeno de dos litros por minuto a cuatro.

—Sabes cómo acabará todo eso, ¿no? Algún jovencito ocupará mi puesto cuando me vaya. Irá a trabajar con corbata cada día, tendrá un hermoso membrete, quizá un máster en administración de empresas. Ésa es la nueva tónica.

—Sí, sí, también nos están llegando al cuerpo. Los sacan de la calle y los meten directamente en oficinas con máquinas de hacer café.

—Los informes van a ser cada vez más lentos. También serán cada vez más inútiles porque los imbéciles del máster se preocuparán sobre todo por guardarse las espaldas y mandarán al cuerno las pruebas, los hechos, las inferencias y las extrapolaciones.

La doctora Bijur se administró más Atrovent, inhalando por la boquilla y agarrando el tubo como si fuera un porro de marihuana, sin dejar de hablar.

—Estamos. En ello. Hace rato. ¿No?

—Pues sí, Sonja.

Otra larga exhalación.

—Carretera colmada. Muchos baches. Pocas aspiraciones.

—Demasiado pocas.

—Siento esto de todo corazón, Walsh.

Nuestras sombras volvieron a brincar en las paredes.

—Yo nunca he tenido familia. Pero eso no quiere decir que no sepa cómo es.

—Ya.

—Eres mejor como poli de lo que fuiste nunca como padre.

—Ser poli es fácil.

—Sí. Supongo. —Las palabras fueron precipitadas, sin aliento, salidas de la parte alta del pecho, las últimas casi inaudibles—. Te…

Siguió moviendo la boca pero no salieron palabras. El rostro se le oscureció.

—¿Sonja? ¿Estás bien? ¿Quieres que llame a los paramédicos?

—No… no. Estoy, bien. Dame. Un minuto.

Le llevó más de un minuto, pero poco a poco fue recobrando el aliento y su color mejoró.

Para entonces, sus técnicos habían terminado y vinieron a decírselo.

Miró a Don.

—Bueno, supongo que lo damos por concluido. Los dos tenemos que volver al trabajo ahora, ¿no? El trabajo auténtico.

—Eso parece.

—No hay tiempo para flirteos.

—Flirteos. Vaya, hacía tiempo que no oía esta palabra. Dios mío, ¿tan viejos somos, Sonja?

—¿Cómo ha sucedido, eh? Lo sé. Me lo pregunto. La vida sigue, los años se acumulan. Todas las listas se alargan.

Él se quedó ahí, mirándola marcharse.

—Lew —dijo Don.

—Dime.

—¿Te importa que me quede en tu casa esta noche?

—En absoluto.