24

—¿Quién es el afectado? —quería saber un oficial de policía junto a la puerta.

Vestido así, con traje de poliéster brillante color salmón, camisa blanca de manga corta, corbata estrecha y tan corta que se le veía el botón justo encima del cinturón, no podía ser otra cosa.

Don lo miró y al cabo de un momento bajó los ojos y sacudió la cabeza.

—¿Oye usted a alguien más que me interrumpa, DeSalle?

DeSalle gruñó.

—¿Sabe por qué?

Sin respuesta esta vez.

—Porque todos han adquirido modales básicos, DeSalle. Civismo. Hasta esta bolsa de mierda.

Don señaló a Rauch.

—Clava destornilladores a los ancianos, liquida a un par de amigos, quién sabe qué más hace en su tiempo libre. Pero como usted verá, no me interrumpe.

»En cuanto a Lew, está directamente implicado. También es un invitado del oficial superior, aquí presente a su petición. Me figuro que no lleva usted su propia invitación en el bolsillo, ¿no?

De nuevo sin respuesta de DeSalle.

—Bueno. ¿Ha quedado bien claro?

Al cabo de un momento el policía asintió con un gesto.

—El caso es —prosiguió Don, hablando ahora con Armantine Rauch— que estamos dispuestos a pasar por alto un montón de cosas. No nos queda más remedio, con todo lo que sucede y el poco personal del que disponemos.

Don sacudió la cabeza y se le acercó por encima de la mesa. Dos hombres en el mismo negocio, podría decirse, cambiando impresiones.

—Los fiambres son otra cosa, Rauch. No nos permiten pasarlos por alto durante mucho tiempo. La oficina del alcalde, la sociedad civil, la prensa, los programas de la tele que dicen que somos la capital del crimen en América y que presionan para que haya investigaciones federales. Todo el mundo tiene una lista. Y cuando estas listas empiezan a alargarse demasiado, como es natural, se habla de ellas cada vez más alto. Oye, ¿quieres un café o algo? ¿Un cigarrillo?

Rauch negó con la cabeza.

—¿Seguro? Vale, si cambias de parecer, dímelo. Bueno, ¿qué crees? ¿Crees que podrías ayudarme en esto?

Rauch sonrió.

—Sus hombres me han quitado la cartera.

—Lo siento: el reglamento.

—La tarjeta de mi abogado está allí. A lo mejor él puede ayudarlo.

Don asintió.

—Es posible que tengas razón. Es posible que ahorre mucho tiempo y muchos esfuerzos. Para eso están los abogados, los benditos. ¿Agente DeSalle?

—Diga, jefe.

—¿Tiene la bondad de asegurarse de que el abogado de este hombre haya sido avisado?

Nos quedamos sentados mirándonos unos a otros hasta que regresó DeSalle.

—Se ha hecho la llamada.

—Pues mientras esperamos, vamos a tener una charla tranquila, con espíritu de cooperación, ¿correcto? —preguntó Don.

—No creo que mi abogado quiera que diga nada antes de que él llegue.

—Ya. Ya. Seguro que tienes razón.

Se oyó llamar a la puerta. Un policía uniformado asomó la cabeza para hablar con DeSalle y luego se retiró.

DeSalle nos informó.

—Al abogado Silberman, es decir el abogado del señor Rauch, teniente, no se lo puede localizar. Al parecer, está de vacaciones en las Barbados durante un par de semanas.

—Bueno —dijo Don—. Esto nos plantea un problemita, ¿no, Rauch? Podemos solicitar un abogado de oficio, uno de esos chicos que acaban de terminar la carrera o uno de esos que van de cabeza porque llevan el doble de casos de los que pueden asumir.

—O pueden aplazarlo hasta que mi propio abogado esté localizable.

—Buen enfoque de la situación —dijo Don.

—Gracias.

—Escucha, ¿te importa esperar aquí unos minutos? Tengo que ocuparme de un par de cosas.

DeSalle y yo salimos del cuarto, detrás de Don.

—¿Tratamos realmente de llamar a ese abogado de mierda? —preguntó.

—Esta vez no me lo inventé. No hacía falta. El tío está realmente en Barbados.

—No hay mucho espacio para maniobrar, entonces.

—No mucho.

—Pues supongo que lo que nos queda es atacar al número dos con la esperanza de que se esmere un poco más. A ver si podemos acojonarlo a él.

Shon Delany estaba en el cuarto de al lado, sentado detrás de una mesa alta del tamaño de un escritorio. Habían dejado encima de ella una Coca Cola, un bocadillo envuelto en celofán sacado de una máquina expendedora, un paquete de Salem y un encendedor Bic. Delany estaba bebiendo el refresco.

Don se presentó y le preguntó si necesitaba algo más.

—¿Quieres otra Coca Cola, tal vez? ¿Hielo? ¿Una porción de pizza?

—No.

—Mira, hijo. En realidad no debería, si se enteran mis superiores, me joden; pero tengo ganas de contártelo. Tu colega te ha cargado con el mochuelo. Nos ha contado lo de los robos y todo el rollo. Nombres, fechas, detalles. Lo que hicisteis con el botín.

—Pero si no sé nada de esto.

—Bueno. Seguro que no. Pero…

Don extendió las manos implorante mientras DeSalle daba un paso adelante.

—Ya le tiro yo de la lengua —dijo DeSalle.

Don sonrió.

—¿Ves a lo que me refiero? El día llega a su fin, gente como tú metida aquí dentro, todo el papeleo, es natural que tenga que tener algún tipo de respuesta para los de arriba.

—Pero yo no sé nada —dijo Delany—. Les ayudaría si pudiera.

—Seguro que sí. Así que, para empezar, por qué no nos cuentas por qué mataste a Daryl Anthony Payne.

—¿Qué?

—Vamos, Delany. Rauch nos lo contó todo. Que te suplicó que pararas, que lo soltaras, pero tú no querías. Descontrolado, dijo. Descontrolado total.

—Oiga, un momento. Yo no maté a nadie.

—¿Crees que importa, Shon? El contador está marcando. Tengo que trazar una raya abajo, cuadrarlo todo, columna A, columna B. Para eso me pagan la ciudad y los ciudadanos. Y mi esposa me espera en casa para cenar.

»Si has visto algo que a lo mejor nadie sabe que has visto, algo que pueda mostrarnos la situación a una luz diferente, éste es el momento de ponerlo sobre la mesa.

—Es la única oportunidad que tendrás —apostilló De-Salle.

—Tiene razón. No recargo las tintas, Shon. Estamos haciendo todo lo que podemos para apoyarte. Tu primo se viene abajo. De ti depende si te arrastra con él o no.

—¿Necesitas papel y un boli? —dijo DeSalle—. ¿Quieres escribirlo todo?

Shon meneó la cabeza.

—Vale, Shon —dijo Don—. Vale. Lo comprendo. ¿De-Salle?

—Diga jefe.

—¿Quiere llamar a los de Menores para que se ocupen de este joven? Dígales que tenemos un nuevo pez, que si quieren traer las redes, que vengan a buscarlo.

—Oiga, tengo que hacer una llamada, ¿vale?

Don puso cara de sorpresa.

—¿Este hombre aún no ha hecho la llamada reglamentaria? ¿Qué ha pasado?

—No lo sé, jefe. Lo investigaré.

—Hágalo, detective. Pero primero lleve al señor Delany a mi oficina y déjele usar mi teléfono.

—Sí, jefe.

—Luego llame a los de Menores. Y a mí, a casa, para confirmarme que todo está controlado. Esta noche, asado. Estará saliendo del horno ahora mismo. No quiero perdérmelo.

DeSalle y Delany salieron.

—¿Con que asado, eh? —bromeé—. Y una esposa.

—No está mal, ¿eh? Tal vez debiera ponerme a escribir novelas. ¿Qué puedo decir? Las apariencias lo son todo.

Don miró el reloj que había en la pared opuesta a la de las salas de interrogatorio.

—Supongo que no querrás cenar algo tan tarde.

—Por qué no. Sería capaz de abalanzarme sobre un plato.

—Vaya… De miedo.

Don volvió a echar un vistazo al reloj. Ambos sabíamos que no quería irse a casa.

—Dame uno o dos minutos, ¿vale, Lew? Espérame afuera.

—Lo triste —dijo, al cabo de media hora, mientras nos instalábamos ante una mesa en un agujero llamado Tony’s, uno de los favoritos de Don— es que al chico, a Delany, le va a caer condena. Corta, pero de verdad. Tendrá antecedentes y cargará con ellos durante el resto de su vida. Nunca la ha cagado, probablemente no sepa nada. Mientras que el otro mierda, sólo porque se conoce el sistema, va a conseguir todas las rebajas.

Una enorme bandeja de ostras llegó a buen puerto ante nosotros.

—Gracias, Tony —dijo Don.

—¿Os ocuparéis de ellas un rato?

—Ni que decir tiene.

—¿Otra cerveza?

Don dijo que sí. La obtuvo al instante.

—Si queréis algo más, avisadme, ¿vale?

—Vale.

Tony desapareció en la cocina. Se oyó el chisporroteo de una plancha.

—¿Sigues viendo a la tal O’Neil? —preguntó Don.

Cargó una ostra con rábano picante y se la llevó a la boca.

Asentí.

—¿Van bien las cosas?

Salsa de cóctel esta vez. Otro bocado rabelaisiano.

Y asentí.

—Bien. Eso está bien, Lew. Me alegro por ti.

Don vació la mitad de la cerveza de un trago.

—Podríamos quedar un día, los tres, para cenar.

—Me encantaría.

—Sí. Sí, a mí también.

Se tomó el resto de la cerveza.

Tony salió de la cocina para deslizar otra cerveza ante Don y volver a llenar mi vaso de té helado, vertiéndolo por el lado de la jarra, justo cuando se disparaba el busca de Don.

Se lo sacó del cinturón, lo dejó sobre la mesa y lo miró fijamente.

—Quizá debiera pegarle un tiro a este maldito chisme.

—Seguro que se digiere bien si le pones bastante rábano picante.

—Eso.

Don fue, echando chispas, hacia la cabina telefónica.

—¿Listos para ver la carta? —preguntó Tony.

—Está por ver.

—Como siempre. Os las dejo aquí, pues, y luego os tomo nota.

—Suena bien.

—La sopa del día es crema de alcachofa. Las especialidades, trucha con salsa de apio y macarrones Alfredo con gambas a la brasa. Garantizo que cualquiera de los dos cosas te va a dejar babeando hasta el próximo martes.

—Gracias, Tony, ya estoy babeando.

—Ningún problema. ¿Otra servilleta?

—Aún no. Pero un poco más de té sería genial, cuando puedas.

—Hecho.

Don volvió y se desplomó pesadamente en la silla, frente a mí.

—Supongo que tendrás planeada una gran noche, ¿no, Lew? Con tu nueva novia y todo eso.

—Pues no.

—¿Te importa venir conmigo, entonces? Necesito compañía.

Se puso de pie y dejó un billete de cinco debajo del salero.

—Claro. ¿Adónde vamos?

—Se trata de Danny, Lew. Lo acaban de encontrar. En un apartamento de Dryades. Presunto suicidio.