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De modo que, nuevamente en paro, esperaba a Keith LeRoy tumbado en el sofá y eructando judías y salsa picante Crystal. Bat no paraba de bombardear la sala: entraba disparado, saltaba sobre una alfombra y la arrastraba por el suelo hasta que chocaba contra una pared o un mueble, luego se retiraba. Como le había dado de comer, sería un tipo de queja más refinada. Quizá temiera que ya no pudiese abastecerle tal como estaba acostumbrado.

Yo iba a la deriva como en una balsa: dormido, despierto y ensoñado, los sonidos del entorno me mantenían en un estado de semiconciencia, echando chispas que prendían en la yesca de los sueños.

Clare estaba sentada a la mesa, a mi lado. El ruido de los coches que pasaban en el exterior se convirtió en sus dedos sobre el teclado. Yo acababa de emerger de un litro de ginebra, tumbado en el sofá: ella estaba en casa. ¿Otra reseña? Sí. ¿Va bien? Bastante bien, sí. Entonces, en el sueño, volvía a dormirme.

Sin transición me encontré en la sala de urgencias, mirando cómo el personal se precipitaba hacia la habitación de Clare. Azulejos blancos y luz brillante por todas partes. Su bolso de viaje en mi mano. Cepillo de pelo, cepillo de dientes, pasta dentífrica, champú, una de las camisetas extra grandes que usaba para dormir, toda su medicación de costumbre.

Entonces, en una habitación en penumbras, me sentaba junto a LaVerne mientras ella vertía martinis de una jarra helada y me hablaba de su infancia, de su madre y de los trenes.

Alcé la vista hacia su foto, la que me regaló Richard Garces.

Quería contarte muchas cosas, Verne.

Lo sé.

Te quise más que a nadie.

Pero con las mismas incapacidades. Sí.

Podemos compensar nuestras acciones. Pero nuestras omisiones, lo que no hicimos…

¿Crees que es distinto para mí, Lew? ¿Para cualquiera de nosotros? Déjalo correr. Esta mujer que acabas de conocer…

Deborah.

¿Te hace feliz?

Sí.

Pues mímala, Lew. Dile a ella las cosas que nunca me dijiste a mí. Abrázala fuerte. Deja que te abrace.

Lo intentaré… ¿Verne?

Se había ido.

Cuando era niño, doce o trece años, mi padre me hizo una caja de limpiabotas. Yo había dicho que quería ganar mi propio dinero y al cabo de una semana me dio aquello. Una caja sólida de madera dura con un cajón para el material, un reposapiés de acero arriba, una barra en el lateral para los paños de abrillantar. Un trabajo asombroso. Hasta la había abastecido con betunes, un cepillo y trozos de toallas viejas. Aquel sábado me llevó consigo a sus rondas de costumbre —el Billy’s De-light Diner, la barbería del Hotel Cleburne, la taberna Blue Moon, el parque DeSoto— y me presentó a sus amigos, muchos de los cuales resultó que necesitaban un lustrado. Llegué a casa aquel día con casi ocho dólares. Me parece que nunca volví a tocar aquella caja. Me gasté el dinero en libros. Las ediciones en rústica costaban veinticinco centavos en la época. Siete dólares y monedas compraron muchos libros. Y fueron un gran disgusto para mi madre, que se quejó durante semanas de que derrochara tanto dinero, que comprara más libros cuando ya tenía una habitación llena.

Cuando mi propio hijo tenía nueve o diez años, me pidió un armario mágico. Metías una bola, cerrabas las puertas y se desvanecía; luego cerrabas y volvías a abrir las puertas y la bola reaparecía. Había encontrado el diseño en una revista de manualidades que había sacado de por ahí. De modo que, apelando a lo poco que recordaba del oficio de mi padre, le fabriqué el armario y hasta le pinté misteriosos caracteres chinos. El armario estuvo en un estante de su cuarto durante años, según me contó Janie, sin tocar pero siempre bien a la vista.

—¿Viene o qué? —dijo Keith LeRoy encima de mí.

Alcé la mirada, desorientado por un momento.

—Entré yo solito, ya que no salía a abrirme. Me dolía la mano de tanto llamar. Tendría que conseguir una cerradura decente, amigo, si no quiere que se lo quiten todo.

Apoyé los pies en el suelo y me incorporé.

—Lo digo porque en este barrio debe de haber mucha movida: hay que ver cómo me miraban desde cada ventana cuando venía hacia aquí.

Le conté lo de los atracadores juveniles.

—¡Joder! Sí que empiezan pronto hoy en día, ¿no? Bueno… ¿viene?

Fui.

Keith LeRoy me llevó hasta un Mercedes verde oscuro aparcado frente a la casa y cuando le lancé una mirada interrogativa, me aclaró:

—Es de un amigo.

Dio al contacto. El motor carraspeó una vez, muy discretamente, luego ronroneó.

—Tu amigo cuida bien de su coche.

—Ya. Es de los que se cuida de todo.

Negocios. Coche.

—Amigos.

—Sí. Sobre todo, amigos.

LeRoy encendió los faros, miró por el retrovisor mientras esperaba que pasara un camión de reparto de pan y arrancó. Subió por Prytania hasta Jefferson, luego giró a la izquierda hacia Tchoupitoulas.

Al cabo de veinte minutos estábamos sentados a una mesa de esquina, cerca de la puerta, yo con café, mirando el nombre pintado en la ventana, por fuera, en letras blancas de imprenta, FUNKY BUTT; LeRoy con una cerveza a modo de aperitivo, controlando a dos señoritas que bebían margaritas en la barra. La pintura se había corrido entre las dos T finales y se leía algo así como FUNKY BUM.

La camarera/cocinera/barman, a todas luces una mujer de muchos talentos, arrojó unas hamburguesas sobre la mesa ante nosotros y regresó a la barra con aire acechante. Quién sabe qué podía haber ocurrido allí en su ausencia. Las hamburguesas venían en cestas de plástico forradas con papel encerado. La grasa ya se estaba filtrando sobre la mesa.

Observé el vapor que se elevaba de la hamburguesa, la grasa que se colaba hacia abajo, mientras terminaba el café. LeRoy se zampó su hamburguesa en cuatro mordiscos realmente impresionantes. Yo empezaba la mía cuando dijo:

—Ahí viene su hombre —y se levantó.

Fue a su encuentro. Ninguno de los dos hizo amago de estrechar la mano del otro ni nada por el estilo, por supuesto. Estuvieron hablando. Delany desvió los ojos hacia mí.

No es algo que suela verse en la tele ni el cine: el detective que se levanta con el aceite goteándole de la barbilla para apresar a un sospechoso.

Me acerqué a ellos justo cuando Delany se volvía para marcharse. LeRoy le aferró el antebrazo con un rápido movimiento de la mano.

Fue cuando Armantine Rauch entró por la puerta.

—El chico está conmigo.

LeRoy miró una vez a Rauch a los ojos y soltó a Delany, dando un paso atrás con los brazos medio levantados y las palmas abiertas.

Rauch volvió la vista hacia mí. Nos escrutamos mutuamente con cara inexpresiva. Silencio absoluto en el bar.

—¿Nos conocemos?

Debió de ver en mis ojos algo parecido a lo que LeRoy había visto en los suyos. Apareció una pistola del 22, sólida y compacta, de un acero azulado.

—Espero que aquí no haya imbéciles que se las den de héroes.

El arma le daba confianza. Ahora sus ojos podían soltar los míos. Los paseó por la sala. Shon Delany, aún con miedo a moverse. Keith LeRoy arrimado a la pared del fondo. Las chicas en la barra, vueltas para mirar, con las faldas muy subidas sobre los muslos.

—Estoy hasta los huevos de los héroes.

Sonrió. Bajó el arma, sosteniéndola junto a la pierna.

—¿Hay alguien que sirva copas?

—Claro que sí, cariño.

Rauch se volvió en el instante preciso para que el bate de béisbol, lanzado con mano experta, le diera justo debajo del arco superciliar y en el puente de la nariz. Cayó hacia atrás, como una puerta arrancada de sus goznes e igual de inerte.

LeRoy bajó las manos. Yo recogí la pistola, que se había desplazado hacia mi lado al caer Rauch. Las chicas se volvieron hacia la barra para apurar sus bebidas a sorbos ruidosos con unas pajas color pastel.

—Me cago en la madre que los parió. Se creen que pueden entrar aquí a joder a mis clientes. Nunca van a aprender. —Se río sola—. Bueno, a éste le he dado un escarmiento.

Como he dicho, una mujer de muchos talentos. A la primera señal de bronca, había salido por la puerta trasera y había dado la vuelta. Con su bateador de Louisville.

No es un juego que me fascine, el béisbol, pero tiene lo suyo.

Doña camarera/cocinera/barman/brazo férreo de la ley volvió detrás de la barra y anunció:

—Última llamada, damas y caballeros. Si les apetece una copa doble, aprovechen. La pasma no va tardar en llegar. Sabía a qué se refería.

Era una tarde de indeseables.