Realmente seguían allí, al menos la mayoría, cuando doblé la esquina y entré, sin nada preparado. Sin apuntes, sin libros, sólo ropa sudada y una sonrisa preocupada en la cara.
Me sentía como en mis tiempos de estudiante en la Universidad de Nueva Orleáns.
De pronto, en el tranvía que me llevaba a la parte alta de la ciudad, había caído en que era lunes y que el lunes era día de clase. Ya había faltado a todas las clases del miércoles y a la mitad de las de hoy. Pedí la hora a la mujer de al lado, una anciana negra sentada con las rodillas muy separadas y las medias arrolladas en los tobillos.
Las dos menos veinte. Llegaba por los pelos.
Y por los pelos llegué.
Las dos y diez en el reloj del aula cuando entré. Muchos no habían sacado los libros ni los apuntes. Algunos estaban sentados, hablando en voz baja. Kyle Stillman, metódicamente, pasaba patatas fritas de la bolsa a la boca. Otros garabateaban en libretas: deberes, cartas, listas de la compra. Algunos leían, unos pocos hasta leían a Beckett o a Joyce. Sally Mara también estaba leyendo, pero no Molloy ni Ulises. Estaba leyendo El Viejo.
No sé cómo, pero di la clase. No sé cómo, hablé de Finnegans Wake, de At Swim-Two-Birds y de las primeras obras de Beckett, y mediante varios rodeos tácticos llegué al cercano país de Queneau, logré mantenerlos —y mantenerme— despiertos casi todo el rato, si no exactamente por la senda precisa, al menos sin perderla nunca de vista.
Sally Mara me esperaba fuera del aula.
—¿Tiene unos minutos? —preguntó. Cuando dije que sí, se puso a mi lado, con la cara redonda vuelta hacia arriba mientras caminábamos.
—Le queda muy bien la barba —dijo. Empujamos las pesadas puertas y empezamos a bajar el primer tramo de escaleras—. ¿No cree usted?
—Una vez me la dejé crecer. La mujer con quien vivía siempre la agarraba para lavar los platos, la tomaba por un estropajo.
La sonrisa se le hizo más amplia.
—No nos contó que era usted escritor, señor Griffin.
—Hay un montón de cosas que no admito, señorita Mara. Pero de alguna manera estos secretos vergonzantes acaban por salir a la luz.
—Pero es bueno.
Atacamos el segundo tramo de escaleras.
—Gracias. Pero eso fue hace mucho tiempo. Un mundo diferente.
—¿En qué está trabajando ahora?
Por un momento estuve a punto de decir: intento encontrar a mi hijo.
—En nada —dije, en cambio.
Habíamos llegado a la puerta del despacho. Metí la llave y noté que todo el mecanismo de la cerradura rotaba con ella. Sujeté el cilindro en su sitio con la otra mano.
—Eso… es horrible —dijo la señorita Mara.
Al final, la puerta se abrió.
—Triste —agregó la señorita Mara.
Sentía que cada año la brecha entre aquellos jóvenes y yo se ensanchaba de manera ostensible: las grietas ocupaban el lugar del suelo a medida que el entarimado se iba gastando. No vivimos en el mismo mundo, apenas si hablamos el mismo lenguaje. Es posible que nunca lo hayamos hecho. Aunque más o menos cada año, un rostro se destacará del nuevo montón: en Francés Oral o en Novela Británica Contemporánea; acaso en otra repetitiva asamblea de estudiantes, en un grupo que camina por Magazine o por el centro comercial Lakeside, y durante un instante, cuando una especie de arco eléctrico pase entre nosotros, lo reconoceré: aquí hay otro.
Algo de eso experimentaba ahora con Sally Mara.
—En realidad, no —le dije—. Es probable que ya haya demasiados libros en el mundo. Y sin duda, demasiados escritores de segunda fila.
Se quedó apoyada en la pared, con una cadera alzada. Sonriendo todavía.
—No creo que lo piense en serio.
Recordé a la doctora Lola Park cuando le dije «Estoy seguro de que no quiere que lo piense».
Con un movimiento de la otra cadera, Sally Mara se apartó de la pared. Se acercó a mí, a unos centímetros de distancia, el rostro hacia arriba y los ojos buscando los míos.
—Pues no lo pensaré.
De nuevo, aquella sonrisa repentina. En según qué momentos de mi vida, aquella sonrisa me habría dado cuerda para meses.
—Sólo quería darle las gracias, señor Griffin. Nada más. El curso ha sido fabuloso, quiero decir. Pero encontrar sus libros…
Ladeó la cabeza.
—Nada más, sólo quería que lo supiera.
—Gracias.
En la puerta se volvió y dijo, de corrido:
—Los encuentro estupendos, señor Griffin. ¡Realmente estupendos!
Y se fue.
Pero hoy mi carnet de baile estaba lleno.
Otra silueta sustituyó a la suya en el marco de la puerta. La luz que entraba por la ventana alta y estrecha del despacho perfilaba su pelo, como una planta exótica, en la pared de detrás.
—Esperé fuera. No quería interrumpir. O imponer mi presencia. Espero que no le moleste.
Dio uno o dos pasos vacilantes hacia el interior del despacho.
Y si continuaba, por supuesto, acabaría pegado a la pared del fondo.
—¿Se acuerda de mí? ¿Keith LeRoy?
—Claro que sí.
Apellido acentuado en la primera sílaba. El joven con el pelo a lo Pájaro Loco que llevaba el Tas-T Donut sin la ayuda de nadie y por un salario mínimo. El que, cuando hablé con él por teléfono, con su móvil y su dirección electrónica, pasaba con toda naturalidad del lenguaje callejero al formal.
—Aquí es donde trabaja, ¿eh?
Asentí.
—Y lo que hace.
Asentí de nuevo, antes de percatarme de que era una pregunta. Yo no era, ni remotamente, tan sensible como Keith LeRoy respecto de la entonación, de las sutiles claves del lenguaje de clase. Aunque lo había sido alguna vez. Se pierden tantas cosas por el camino…
—Doy clases.
—Ajá —dijo, mirando alrededor—. ¿Es suyo todo esto?
—Casi.
—Vaya. Qué bien. —Asintiendo con la cabeza—. Qué enseña.
—Literatura. Francés.
—Parlevú fransé y todo eso.
—Exacto.
—Y literatura.
—Novelas. Relatos. Ensayos. Todas las cosas que inventa la gente para tratar de entender y explicar qué estamos haciendo aquí, de qué va la vida, por qué tomamos las decisiones que tomamos.
—Ajá. ¿Lleva tiempo con esto?
—Keith, para serte sincero, últimamente tengo la sensación de que todo lo he hecho durante mucho tiempo.
—Lo entiendo.
Miró el despacho. Los libros y papeles amontonados en las estanterías detrás de mi mesa, la ventana alta y estrecha, el ordenador que funcionaba cuando el destino lo permitía, bandejas llenas de cartas y notas internas.
—Siempre he pensado que algún día podría hacer esto. Tomar este camino. ¿Y sabe lo que le digo? Sería emocionante.
Creo que ni siquiera me detuve a considerar su evidente inteligencia, su facilidad innata para moverse en distintos medios sociales. Me limité a decir:
—Si lo decides, házmelo saber y haré todo lo que pueda para ayudarte. Como enseño aquí, mi opinión tiene cierto peso en lo referente a las admisiones, las becas y cosas así.
Se me quedó mirando.
—¿Lo dice en serio? ¿Qué le induciría a hacer eso por mí?
Ignoraba la respuesta.
—¿Algún motivo por el que no debiera hacerlo?
Negó con la cabeza.
—Gracias —dijo al cabo de un momento.
¿Quizá porque no había tratado de ayudar a LaVerne, y no había sabido ayudar a Alouette ni a mi propio hijo?
—Agradécelo cuando te decidas y tengas algún resultado.
Asintió. Parecía bastante decidido. No hablamos durante un par de minutos.
—Bueno… —dijo.
—Bueno.
—Hace unos días buscaba usted a Shon Delany. ¿Sigue en ello?
—Hasta que lo encuentre, sí.
—Me lo figuraba. Entonces…
Ese entonces se alargó una y otra vez, tensándose como una cuerda de tender la ropa, enroscándose, sugiriendo todo tipo de cosas. LeRoy tenía una forma peculiar de estrujar una palabra, bueno, entonces, para darle todo su peso.
—A eso de las siete, esta mañana, se me dispara el móvil y cuando arranco el cuerpo de la cama para ir al teléfono aparece Delany en el otro lado de la línea, que me pregunta cuándo podrá pasar a recoger su finiquito.
»Yo estoy a punto de contestarle que no hacemos finiquitos (ojos que no ven, corazón que no siente, ¿no? Si te he visto no me acuerdo, como se suele decir) cuando recuerdo que usted vino preguntando por él. Así que vaya usted a saber por qué, decido contenerme y camelarlo. Le dije que quizá mañana. Tienes un número, te llamaré cuando lo tenga. Ya te llamo yo, dice él. Vale…
Otra red verbal arrojada. Arrastrada hacia la barca, escurrida, deslizada por encima de lisos cuerpos ajenos, una pesca abundante de suposiciones, gestos implícitos, posibilidades.
—¿Es grave lo que tiene que hablar con el tal Shon Delany?
—Su familia me pidió que lo encontrara.
—Familia.
—El hermano, de hecho. Es el que cuida de todos ellos. La madre de Shon y varios chicos más pequeños.
—Yo tenía un hermano, un par de años más joven que yo. Listísimo. Todos pensábamos, este chico puede hacer lo que se proponga, lo que se proponga. Un sábado por la noche le dispararon en un aparcamiento junto al Wal-Mart. Lo tomaron por otro, quizá… o sólo pasaban por ahí y le tocó a él. Nunca lo supimos. Acababa de cumplir catorce años.
—Lo siento.
—Ya, ya, seguro. Como todo el mundo. Delany ha hecho algo.
—No lo creo. Todavía no.
—Pero cree que si sigue callejeando, es sólo cuestión de tiempo.
Asentí.
—Es buen chico.
—Lo sé.
—Pero tiene ese destello en la mirada. Busca algo. Está hambriento.
Asentí de nuevo. Me pregunté si alguna vez había conocido a alguien, de la edad que fuera, que comprendiera a las personas como lo hacía Keith.
—Bueno. Eres lo que comes. No conviene que sea más grande que tu propia cabeza, ¿no?
Sonrió.
—Delany me contó que tenía que conseguir el dinero como fuera. No te hagas ilusiones, le advertí, sólo serán unos pocos dólares. En el agujero en que estoy, me dice, unos pocos dólares podrían sacarme de apuros.
LeRoy se vio venir mi pregunta. Se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Esa clase de necesidad habla su propio idioma.
—¿Crees que volverá a llamar?
—Creo que lo habría hecho, sí. Pero le dije que no estaría, que tenía recados, recogidas, entregas y todo eso. Que estaría por ahí casi todo el día. Le pregunté en qué parte de la ciudad estaba, a lo mejor podíamos quedar en algún sitio próximo, más tarde. Primero no contestó. Luego dijo «No sé…».
Keith LeRoy sonrió de oreja a oreja.
—¿Está libre a eso de las seis, señor Griffin?
—Podría.
—Estupendo. En este caso, ¿qué tal si se viene conmigo al Funky Butt Bar? A comer un bocadillo, tomar un par de cervezas, ver qué pasa…
Alguien, en la puerta del despacho, carraspeó.
—Pasaré por su casa —dijo Keith LeRoy— a recogerlo. ¿Le va bien? Hacia las cinco, cinco y media.
Me saludó con la cabeza y luego a mi nuevo visitante, que se apartó de la puerta para dejarlo pasar.
Un último baile en mi carnet, esta vez estrictamente un 4/4, un foxtrot quizá.
El decano Treadwell se preguntó en voz alta hasta qué punto era seria mi dedicación a la enseñanza, a la universidad. Sabía que yo había tenido problemas con la bebida, por supuesto… y alzó la mano cuando empecé a protestar. Comprendía también que mi labor creativa, mis propios relatos y novelas, me resultaban de importancia primordial. Había leído y admirado varias, a instancias de su mujer. Y devota como era de las artes liberales, la universidad haría encantada ciertas concesiones y ciertos arreglos. Pero.
Seguramente comprendía yo que la obligación de la universidad…
Que el departamento debía…
Que yo, como profesor adjunto, tal vez sobre todo por ser profesor adjunto…
Al fin y al cabo, estamos todos nosotros, tanto estudiantes como miembros de la facultad, en el campus para…
Cuidado, recuerda que Treadwell es, con toda probabilidad, uno de los mejores hombres que puedas encontrar entre las zarzas y las malezas académicas. Estoy seguro de que le molestaba darme el sermón tanto como a mí recibirlo.
Así que cuando terminó, dije:
—Tiene usted toda la razón del mundo —y le entregué la llave del despacho—. Para abrir, tiene que sujetar la cerradura cuando meta la llave. Seguramente, también hay un truco para hacer funcionar el ordenador, pero no he dado con él. En cuanto a los estudiantes, se apañan solos a las mil maravillas.
—Señor Griffin —dijo—. Lewis. Por favor. Espere.
Pero ya estaba en la puerta, yo, anulando el resto de mi carnet de baile.
—He estado esperando —espeté—. Mucho, demasiado tiempo.