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A veces, Hosie, a pesar de tu consejo, a pesar de que comprendo que ésa, la memoria, es la única vida perdurable que tengo, desearía ser capaz de olvidar.

En cierto sentido, desde luego, la bebida era el olvido, al igual que otros agujeros de mi vida. Y el olvido (ahora lo sé) es el mar en el que mi hijo David alzó las velas.

Al volver sobre lo que he escrito hasta ahora, estos muchos meandros cronológicos, me pregunto si, de alguna extraña manera, no será el olvido lo que me lleva a ello. Escribir las cosas para despedirse de ellas. Trabajar para esconder los recuerdos entre los pliegues y los dobladillos del tiempo.

Hace unos momentos saqué un bloc y, al volver a leer estas doscientas páginas, traté de trazar la cadena de los acontecimientos, traté de desenmarañarla y escribirla de forma secuencial.

Veamos: ya había tenido el encontronazo con los chicos de Derbigny cuando apareció Zeke, ¿vale? ¿Y la cena con Deborah y la obra fueron antes o después de que Papa y yo nos topáramos con las grandes esperanzas blancas (ahora sí que en minúsculas) en Gentilly? ¿Y dónde encaja pues mi primera cita con Deborah en todo esto? ¿Y el descubrimiento del cuerpo en aquella casa de Old Metairie Road?

Todo esto es un tartán tejido con el tiempo.

La memoria es siempre más poeta que reportera.

Proust en las barricadas.

O Faulkner batallando con el guión de El sueño eterno. No puede desentrañar en qué orden se supone que ha sucedido todo aquello y, desesperado, acaba por llamar al propio Chandler. Cuando lo escribí, le dice Chandler, sólo Dios y yo sabíamos qué quería decir… y ahora se me ha olvidado.

A lo mejor me equivoco. A lo mejor no fueron Faulkner y Chandler, sino que el director llamó a Faulkner una vez terminado el guión: ¿cómo coño quieres que filme esto? O, puestos a ello, cualquiera, un redactor, un lector, uno de los compañeros de caza de Faulkner, que tratara de desentrañar El sonido y la furia.

La memoria nunca se ha servido demasiado del cronómetro. Siempre susurra: «Confía en mí». Sin embargo, no es de las que aparecen cuando se las necesita, ni mantienen el cuarto limpio, ni hacen la colada, ni se duchan con regularidad.

Pero señor (como podría haber dicho el abuelo Chappelle, de habérsele antojado pensar en tales cosas, sentado en la galería, en las afueras de Forrest City con un vaso esmerilado de bourbon, un rollo de tabaco y el tronco hueco en el que escupía, rodeado de enjambres de luciérnagas y tres generaciones de niños cayéndose de sueño, él mismo un gran narrador), señor, qué historias cuenta.