Se podían leer las transformaciones del edificio a través de los años, la historia manifiesta, en su sucesión de añadidos y adornos: la entrada con columnatas que lo había convertido de residencia palaciega en hotel de lujo en algún momento de los cincuenta; las entradas superfluas de su subsiguiente encarnación como edificio de apartamentos con (a juzgar por los contadores eléctricos que seguían en su sitio en la pared trasera) al menos doce viviendas; de su breve época como iglesia, una marquesina de contrachapado, en desuso desde hacía tiempo y en la que las palabras primera unidad emergían como fantasmas de debajo del enlucido.
Ahora era una escuela. En lo alto de las paredes había unos medallones con flores de lis y escudos de armas estilizados que habían sido resaltados en naranja, al igual que las minúsculas torres, parecidas a las del ajedrez, que ilustraban la línea del tejado. El resto del edificio era azul claro. Detrás, del lado del río, media docena de caravanas de aluminio, con otras tantas escalinatas delante, originalmente destinadas a hacer las veces de aulas auxiliares temporales, pero que ahora eran permanentes, descansaban sobre bloques de hormigón.
A última hora de la tarde del sábado, la escuela parecía abandonada.
La verja frontal, que daba a Joseph, era infranqueable, cargada como estaba de cadenas y candados. Por el lateral, cerca de la parte de atrás, sin embargo, había una vieja entrada de servicio. Las raíces de un roble cercano se habían abierto paso, fragmentando el cemento, que se había asentado en diferentes niveles, vagamente geodésicos, dejando grietas en las que brotaban hierbas. La verja tenía una brecha. Había un hondo surco en el suelo, allí donde alguien la había forzado hasta un punto en que ya resultaba imposible moverla en ningún sentido, y en el que había quedado atascada para siempre.
Yo me arrastraba por debajo de esa brecha, pensando que había llegado demasiado tarde, aquí no hay nadie, es una pérdida de tiempo, cuando una joven surgió de un cobertizo en la esquina más lejana del terreno. Al cabo de un momento, empezaron a salir otras, solas, en parejas o en corrillos. La mayoría llevaba prendas deportivas. Shorts de lana, camisetas sin mangas y suéteres, chándales. Algunas, pantalones de ciclista o tejanos cortados.
Me las quedé mirando mientras iban hacia el otro lado de la verja en su camino hacia coches, tazas de café, vídeos Blockbuster, duchas, bebidas, apartamentos, hogares. Entre los rezagados, una cincuentona de peinado sofisticado con un chándal plateado, un par de quinceañeras silenciosas vestidas de negro y un anciano tan encorvado por la artritis que tenía la cara paralela al suelo.
¿Eso era todo?
Esperé.
Fragmentos apagados de música del interior. Algo con un compás de 3 /4 con el bajo muy marcado.
La música cesó y al cabo de unos momentos salió un hombre. Llevaba una chaqueta sport de seda pasada de moda sobre una camiseta granate y pantalones de algodón, y cargaba con una mochila y un lector portátil de CDs. Tirando de la puerta detrás de él para cerrarla, miró en mi dirección pero desvió los ojos. Luego pareció recordar que había olvidado algo y volvió al edificio.
Hacia el cual yo iba corriendo.
Atravesé la puerta delantera justo a tiempo para ver, por una ventana trasera, que las cadenas de la verja se balanceaban en el sitio por donde él había pasado. Aún chirriaba. La ventana no estaba hecha para salidas, repentinas o no. El marco colgaba junto a una esquina y golpeaba alternativamente la verja y la fachada del edificio, mientras unos postigos de plástico caían al suelo uno tras otro.
Un rápido movimiento en los árboles, digno de Bigfoot o del Cazador de Ciervos.
Si vives como vive Rauch, te conviene tener instinto y buenos reflejos.
De algún modo, había sentido que yo estaba allí. Sabía que estaba allí.
Volví adentro. El suelo, que era el único cimiento del edificio, era de cemento barato, vertido con prisas, picado y desigual. Había colchonetas esparcidas por la sala y sillas plegables de acero amontonadas sin cuidado en el fondo. Dos o tres estaban volcadas. Rauch había pasado por encima de ellas para llegar a la ventana.
Por supuesto había hecho un reconocimiento del terreno antes de entrar. Los árboles, media manzana de árboles, servían para cerrar la escuela (simbólicamente, pero ésta es una ciudad de símbolos) y separarla de las calles de detrás. Por aquellas calles sin árboles se extendían hileras de residencias familiares en ruinas, divididas una y otra vez en viviendas para dos, tres o más familias. Porches que se hundían como elefantes de rodillas, electrodomésticos abandonados, muebles tullidos y coches sin ruedas eternamente tirados en la cuneta. Los dedos del sol desconchaban la pintura de las casas. Cuerpos de ratas y ardillas se descomponían sobre las aceras, detrás de las casas, en las bocas de las alcantarillas.
Sin embargo, las tiendas de alimentación en las esquinas, tradición de la ciudad, sobrevivían allí y, a través de los árboles, que conectaban la escuela con el barrio depreciado, donde, en la tienda del señor Lee, se podían comprar hamburguesas, tacos, nachos y patatas fritas, y hasta jugar a las máquinas, años de estudiantes habían desbrozado y mantenido un sendero.
Salté la verja y seguí ese sendero, del cual emergí momentos después que Rauch.
Cuando salía de los árboles, un Honda Civic negro dobló la esquina por el lado de Joseph y se detuvo junto al bordillo frente a él. Rauch miró al conductor —al parecer tan sorprendido como yo de ver a Shon Delany en el coche— y entró.
Yo estaba a media manzana cuando el coche arrancó. Por el retrovisor, Shon me vio correr hacia ellos, reducir y detenerme. Apunté la matrícula en el bloc. En aquella época me fiaba muy poco de la memoria.
Regresé a través de la arboleda hasta la edificación anexa, donde no logré encontrar las pistas que cualquier buen detective seguramente habría hallado, luego cogí un autobús hacia casa. Antes de salir para cenar con Deborah y (como luego resultó) asistir a la representación de su obra, me quedé sentado a la mesa de la cocina mirando la nota de Zeke en la puerta de la nevera y pensando en la cárcel.
A lo largo de los años, había pasado algunos fines de semana y noches en chirona, tres o cuatro etapas más largas como sospechoso conveniente, arrestado por capricho o como testigo material. Pero también hubo un período extenso, no registrado, pero que flota por ahí si sabes dónde buscar, a quién preguntar, en una platónica tierra de sombras entre lo ideal y lo real.
Lo que pasó fue que me cogieron en Dryades, a media manzana de mi habitación alquilada, porque encajaba con la descripción de uno que había atracado una tienda en Jackson y había disparado al propietario cuando éste sacó de debajo del mostrador un caño de plomo con el extremo envuelto en cinta aislante.
Encajar con la descripción era coña, claro. Los polis (en aquellos tiempos sólo había blancos) andaban a la caza de un joven negro. Alto y de aspecto peligroso, decían los informes. Eso sería, ¿qué?, ¿el 65 por ciento de todos los que estaban en la calle en aquella parte de la ciudad? El color del cristal con que se mira. Pero allí estaba yo, lo bastante afortunado como para andar a los tropezones cuando pasó el coche patrulla. Y como estaba borracho —debía de ser una de mis primeras borracheras con pérdida de conciencia—, además de no poder contestar preguntas de forma satisfactoria para ellos, estaba tan ofuscado que ni siquiera sabía de qué se trataba.
Me había arrastrado hacia mi casa, tambaleándome, y en un instante estaba tumbado en la acera, boca abajo, con los brazos sujetados a mi espalda y la rodilla de un agente clavada en el riñón. Parte de aquello volvió a mi mente más tarde, a trozos y mordiscos, fragmentos, como una serie de instantáneas sin relación alguna entre sí.
Cuando desperté al cabo de unas horas sobre un banco de acero, había dos tíos inclinados sobre mí. Costaba creer que el aliento humano pudiera apestar tanto. Uno tenía los ojos en las sienes, como un pez, y una nariz que parecía una patata de primavera. Los ojos del otro estaban tan juntos que sólo los separaba su nariz enjuta. Tenían unos seis dientes entre los dos.
—El negrata se recupera, Bo.
La respuesta fue un gruñido.
El que había hablado primero era el que me apretaba la garganta con una mano que parecía una vejiga. El gruñido venía de más lejos. Traté de doblar las rodillas sin éxito. Me las estaba sujetando.
—Hacía un puñao que no pillábamos carne morena.
Algo entre una risilla y un sonido gutural como respuesta, del lado de los pies.
Alcé el brazo bruscamente, sin abrir los ojos, y agarré el pulgar del primero. Mientras se apartaba por reflejo, le cogí el antebrazo y la mano, y le rompí la muñeca.
Entonces hice el abdominal más rápido de mi vida —fácil, puesto que el otro me sujetaba los pies como un buen entrenador— y le agarré el pelo. Echó la cabeza hacia atrás, me soltó las piernas. Lo tiré al suelo y le caí encima. Le clavé el puño en la garganta. Trató de chillar y tomar aliento al mismo tiempo, pero falló en los dos intentos.
En la celda todo se había detenido, suspendido, durante los ocho segundos que duró la maniobra. Ahora, los demás volvían a moverse, las conversaciones se reanudaron.
Nadie había visto nada, por supuesto, cuando el Jefe preguntó. ¿Qué pelea? Eh, que están todos dormidos.
Pasé casi dos semanas, de celda en celda, en el vientre de hormigón de aquella bestia, sin habeas corpus en el horizonte.
Fue Frankie DeNoux quien averiguó dónde estaba y mandó a su abogado para que me arrancara de allí. Frankie era un fiador profesional para el que a veces trabajaba y pasé después varias semanas sirviendo a su abogado, escribiendo cartas, manteniendo archivos y haciendo recados, hasta que pagué lo que le debía. Como mi alojamiento en Dryades había sido alquilado mientras estaba fuera, el abogado de Frankie me dejaba dormir en el cuarto de los archivadores.
Tardé mucho en remontar. Si vives tan cerca del suelo como yo entonces, hace falta poco para rodar cuesta abajo. Y si tienes sentido común, como en cualquier otra pelea, cuando estás abajo, te quedas allí.
Años después, con mucha más luz en mi vida, aunque por el momento no mucha en ningún otro lugar, ya que había ocurrido un apagón general en la ciudad unas horas antes, desperté —había estado metido en un caso, sin dormir durante tres días— y, al tumbarme boca arriba, me encontré mirando el cielo oscuro e inmenso. Había pasado un huracán mientras dormía y se había llevado el tejado. En aquel mismo instante, cayó un relámpago que me cegó y volvió la electricidad. El aire acondicionado zumbó con una única y larga respiración para ponerse en marcha. El concierto para fagot de Vivaldi, que había estado escuchando antes del apagón, se reanudó.
Aunque habían ocurrido con años de diferencia y sin ninguna conexión aparente, estos dos incidentes, cuando miraba atrás, siempre me venían juntos a la memoria.
Allí sentado, mirando la nota de Zeke en la nevera, pensaba en cómo nuestras vidas se entrelazan, se esquivan, se contradicen.
Lo primero que advertí cuando estuve sobrio, sobrio de veras (¿al cabo de cuánto?, ¿treinta años o más?), fue la mediocridad de todo.
Recordé la nota de despedida de Alouette: Lo intenté con todas mis fuerzas, de verdad. Al menos espero que me lo tengas en cuenta. Pero es todo tan mediocre, tan simple.
Recordé el discurso de Marlowe al borracho recuperado Terry Lennox en El largo adiós: «Es un mundo distinto. Hay que acostumbrarse a una paleta de colores más pálida, a una gama de sonidos más baja».
Y recordé a Hosie Straughter.
«La vida nos puede ser arrebatada en cualquier momento, Lew. Suspendida, tomada de las riendas por otros, devaluada, destruida. En menos que canta un gallo, desaparece».
Estábamos en un bar de Decatur. Días antes, a la amante de Hosie, Esmé, le había disparado Cari Joseph, el francotirador al que más tarde yo vería caer de una azotea mientras lo perseguía.
Pasamos mucho rato en silencio. Hosie levantó su vaso y bebió, volvió a levantarlo para mirar la luz a través, tal como lo había hecho Esmé. Llegaban de la calle los ruidos del tráfico. Por la puerta abierta del bar, vimos nacer la mañana.
—Nunca lo olvide, Lewis.
Un universitario borracho pasó tambaleándose, chocó contra la pared, rebotó y siguió andando.
—¿Otra?
Me encogí de hombros.
—Por supuesto que sí. Las únicas ayudas siempre disponibles. Un par de tragos fuertes y la mañana.
Volvieron a llenar nuestros vasos. Hosie alzó el suyo en un brindis.
Good-bye, good luck, struck the sun and the moon,
To the fisherman lost in the land.
He stands alone at the door of his home,
With his long-legged heart in his hand[3].
Entonces:
—Dylan Thomas. Y lo mejor que se nos permite esperar.
Tal vez. El mar es el hogar del marinero, como el monte lo es del cazador. Adonde trae, a cambio de todos sus terribles esfuerzos, de todo el derroche de energía, sólo lo que queda de sí mismo.
Tantos agujeros en mi vida. Pequeños, de un día, de una semana, por la bebida y la irresponsabilidad; otros, más hondos y de mayores consecuencias, por incapacidades y omisiones. Un año entero perdido en hemorragias, hospitales, medicamentos y culebrones de televisión cuando me dispararon la segunda vez. Cuando La Verne se inclinó sobre mí para decirme (posiblemente sólo lo haya imaginado):
—Quieres que el agujero tome el mando, ¿no, Lew? Ya no te basta con arrimarte al borde y asomarte. Quieres que el agujero venga a por ti.
Lo hizo, claro.
Cierto, hubo veces en que parecía importarme un carajo lo que me sucedía. En cierto nivel, supongo, casi esperaba lo peor y hasta lo atraía como un imán. Me metía en situaciones en las que ningún hombre racional se metería. Me embarcaba en desastres una y otra vez, como un juguete de cuerda infernal comprado en un todo a cien.
Pero jamás perdí de vista lo peligroso que es cada momento de nuestra vida, lo frágil y quebradizo que es el tejido que une el yo con el mundo. Sólo los más afortunados logran alguna vez aparecer en la puerta con el corazón en la mano.
Hosie bajó el vaso.
—Tampoco la olvide nunca. A Esmé, quiero decir. Tenemos que pasar la posta, Lewis, de lo que hemos amado, de lo que nos ha importado. Si no…
Volvió la mano palma arriba como si sostuviera por un instante la inutilidad del mundo.
—Estoy tan cansado de hablar, Lew. Cansado del sonido de mi propia voz.
Puse la mano en la suya, allí, sobre la barra.