Al cabo de una hora, Papa y yo estábamos allí, sentados en un rincón oscuro, a una mesa con cuatro patas desiguales sobre un suelo combado —es como una cerradura o un puzzle, vas girando la mesa con la esperanza de dar con la combinación correcta, sentir que las cosas encajan en su sitio—, con jarras de cerveza apenas fría y aguada. Las jarras hacían un leve ruido de succión al separarse de la mesa. Los antebrazos se adherían a los sobres pringosos de veinte años de mugre acumulada, pese al fregado diario. Los olores dominantes eran a Lysol y a grasa vieja. Las modas dominantes eran los tatuajes, las camisetas de manga corta y las de gimnasia.
De traje y corbata, con mi cara negra, destacaba como un cardenal en una bandada de pingüinos.
Nadie podía apartar los ojos de nuestra mesa. Apiñados en grupos, hablaban entre ellos y nos miraban una y otra vez. Hasta que uno, por fin, no pudo mantener las narices, las pelotas, el ego y el Orgullo Blanco bajo control.
Arrimándose tanto que sus piernas tocaron la mesa, miró fijamente a Papa.
Yo no estoy allí. Lleva las mangas de su camiseta negra arremangadas.
—Bienvenido al Tommy T —le dijo a Papa—. No recuerdo haberte visto antes por aquí.
Papa suspiró.
—No me has visto antes por aquí.
—Bueno, pues a partir de ahora, no te sientas un extraño. Soy Wayne.
Echó una mirada a los otros para comprobar qué tal lo estaba haciendo. Sólo para no dar pie a distracciones, alguien desenchufó el jukebox. A tres notas de que la cuarta llegaba al dominante del acorde, Hank Williams Jr. dejó de cantar. A todas luces, lo que venía sería un entrenamiento de mayor categoría.
—Pero tienes que aprender a dejar a tu chico fuera, ¿de acuerdo? Los suyos nunca han sido bien recibidos aquí. Ni lo serán.
Papa alzó la vista. Papa estaba cortado por el mismo patrón que la mayoría de los parroquianos, pelo a cepillo, rostro curtido. Pero cuando Wayne berreaba dentro de sus primeros pañales llenos de cacas, él ya libraba guerras encubiertas, dirigía hombres en esas guerras y perdía a muchos de ellos: hombres buenos y malas guerras, malas guerras y hombres buenos.
—Chico —dijo Papa tras un momento. La palabra colgó del aire entre ellos. Como si se hubiese pegado a una valla recién pintada. Vi que Papa relajaba los músculos, respiraba más lentamente, aunque no era consciente de ninguna de las dos cosas.
Puso las manos abiertas sobre la mesa.
—Ahora chico, ya sé que no puedes hacer nada para no ser el estúpido gilipollas hijo de puta que eres. Como lo eran tus viejos antes que tú, que Dios los bendiga. ¿Cómo ibas a salir distinto? Lo comprendo. Todos lo comprendemos.
Miró alrededor de la sala.
—De modo que no voy a sentirme ofendido por nada de lo que acabas de decir. Considerando el origen y todo eso. En vez de tomármelo a mal, voy a invitar a todos a una ronda. Qué coño, a un par de rondas.
Se hizo una pausa durante la cual todos los matemáticos meditaron acerca de esta nueva ecuación en una fórmula que estaban seguros de conocer.
Me parece que se arrastran hacia nuestra mesa. Tan cerca de la pizarra como para no distinguir las cifras. Será paranoia, pienso. No, no lo es, pienso.
Los músculos se abultaron y los tatuajes de los bíceps se agitaron cuando Wayne extendió el brazo por encima de la mesa para agarrar a Papa por el cuello.
A veces estoy a punto de olvidar lo descarnado y feo que llega a ser ese odio. Pero entonces lo vi en sus ojos. Un viejo y un negro de mierda. Dale a este blanco una lección, jode bien jodido al negro de mierda y luego vuelve a las copas y a los amigos. Un plan sencillo. Como debe ser.
El brazo de Wayne había recorrido la mitad de su camino por encima de la mesa cuando, de repente, su rostro se alejó de nosotros, cayendo hacia atrás. Cayendo al suelo, como el del detective en las escaleras de Psicosis. La cabeza chocó contra el pavimento. Papa le había enganchado un tobillo con el pie y lo había tumbado.
Y Papa también estaba ahí abajo, con la rodilla plantada en los genitales de Wayne y un pulgar sobre su carótida.
Bruscamente la luz inundó el bar. Una voz procedente de la puerta abierta dijo:
—Si has terminado de jugar con él, Capitán, deja que ese joven idiota se levante del suelo, suponiendo que sea capaz de levantarse. Si no, lo arrojaremos por la puerta trasera. No creo que nadie lo eche a faltar.
La puerta se cerró tras él, dejándonos de nuevo en la oscuridad.
—Gene, enchufa el jukebox. Y los demás, a vuestros jodidos asuntos o largo de aquí.
La clientela volvió a arremolinarse con sus copas, sus programas de tele, sus mesas de billar y su charla. Hank Williams Jr. entró abruptamente en el cuarto acorde. Por fin liberado.
El hombre arrastró una silla de la mesa de al lado y se sentó con nosotros. Papa y él se sonrieron. Me pregunté dónde había dejado los troncos que, normalmente, debía de llevar sobre sus hombros.
—Vaya, Jack —dijo Papa—, o sea que ahora eres dueño en vez de destructor de bares.
—Mayormente.
—Había oído que aún estabas en Camboya.
—Estaba.
—Sue Ling va bien, espero.
—Sin sombra de duda.
Papa asintió.
—Siempre había creído que esa chica tenía buen gusto. Y va y se casa contigo.
—Tengo entendido que tú también has prosperado, Capitán. Pero ahora te llaman Papa, ¿no? Ganas dinero con el trabajo de otros.
Papa se encogió de hombros.
—Oye —dijo el hombre—, a lo mejor tú ya hiciste lo tuyo durante todos esos años. ¿Quién soy yo para decirlo? ¿Una cerveza?
—Claro.
Vinieron de debajo de la barra, en botellas. Cubiertas de gotas de sudor frío.
El hombre miró a Wayne.
—¿Crees que el chico va a levantarse?
—Se recobrará. Es fuerte.
—Algo bueno tiene que tener, con lo tonto que es.
Se sonrieron de nuevo durante un rato.
—Supongo que no te habrás pasado por aquí sólo para recordar los viejos tiempos —dijo el hombre.
Papa sacudió la cabeza y me miró.
—Lew Griffin —dije tendiendo la mano. No me la estrechó.
Le hablé de Armantine Rauch y de por qué lo estaba buscando. Describí su apariencia y sus antecedentes. Deslicé la foto sobre la mesa y trató de quedársela. Le aseguré que le agradeceríamos mucho cualquier ayuda que pudiera prestarnos.
Cuando terminé, miró a Papa.
—¿De qué va todo esto, Bill? —Jamás había oído a nadie llamar a Papa por su nombre.
—Habla con él, no conmigo —contestó Papa. Sorbió la cerveza—. Yo sólo llevo la barca.
—Vale. —Echándose al coleto la mitad de su Dos Equis—. Bueno, supongo que te debo ésta al menos. —La segunda mitad de la cerveza fue en busca de la primera.
—Griffin, ¿es eso? El hombre que anda buscando, el tal Rauch, sí, a veces viene por aquí.
—¿Muy a menudo?
—A veces, dije.
—¿Una vez a la semana? ¿Los días de pago? ¿Cada noche?
—Mire. Hasta que el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego no me diga lo contrario, no estoy obligado a llevar un registro de mis clientes.
—¿Sabe dónde vive?
—Por el barrio, según he oído.
—¿Cree que podría pedir a sus empleados que me llamaran la próxima vez que venga?
Miró a Papa, que dio su visto bueno.
—Vale.
—Gracias. Le…
—Pero si quiere localizarlo antes, da clases de defensa personal en el instituto cada domingo.
Pedí la dirección y la obtuve.
—¿Eso es todo?
Asentí.
—Te lo agradezco, Jack —intervino Papa—. Acuérdate de darle recuerdos a Sue Ling.
Cuando se hubo ido, nos quedamos mirando a Wayne.
—Por cierto, buen trabajo —dije a Papa—. Supongo que Doo-Wop se figuraría que podía necesitarte. Normalmente los marrones me los tengo que currar solo.
Papa apuró lo que le quedaba de cerveza.
—Ya. Bueno, no está mal que de vez en cuando te quedes mirando mientras otro hace el trabajo.
Cuando llegué a casa aquella tarde, había tres coches de policía aparcados a dos manzanas calle arriba. Los polis hablaban con la gente y escribían en sus tablillas mientras las radios chisporroteaban. Los chicos de las bicis habían arrancado otro bolso y una cartera a una pareja de viejos que paseaban. Uno de mis vecinos los había perseguido hasta Freret.