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Hace años, un amigo de Nueva Orleáns llamado Chris Smither escribió una canción titulada «Love You Like a Man», un encomio feroz e intensamente físico que detalla lo que necesita su chica, lo que no va a encontrar en otro sitio y lo que él es capaz de hacer si ella le da una oportunidad; actualmente, Chris dice que en Boston, donde vive, la canta principalmente como una pieza nostálgica.

Aunque lo tomemos a broma, con el tiempo, los días señalados de nuestras vidas se vuelven más conmemorativos que festivos. Con el correr de los años, nos apasionamos cada vez menos. La palabra «menos» define también aquello de lo que somos capaces, físicamente, emocionalmente y, por fin, aquello que esperamos, aquello que aún creemos posible.

No, no es el compendio de otra discusión sesuda con Deborah O’Neil, si bien podía haber sido. Y, sin embargo, Deborah era la responsable directa. Porque cuanto más tiempo pasaba con ella, más percibía en mi interior redobles y perturbaciones de toda clase, más claramente sentía la resurrección de sistemas que creía cerrados para siempre.

Las luces se encienden, se atenúan, se atenúan aún más y, por fin, prenden. Los supervivientes sueltan un largo suspiro.

El motor en desuso desde hace tiempo vuelve a funcionar, se cala, oímos pasar por él la energía sin que nada suceda, hasta que, tras un tartamudeo, se pone en marcha. Al final, los náufragos podrán escapar.

¡Está vivo! gritan los espectadores en las películas de terror.

Palabras sagradas.

De alguna manera, siempre nos son dadas nuevas oportunidades.

Eso había estado pensando el domingo por la noche (o el lunes por la mañana, según la orilla desde la cual se observe), tras haber salido de la casa Deborah un poco después de la una. Tumbado, físicamente exhausto, la mente a toda marcha, bajo un rayo de luna en forma de bambú.

Aquella tarde, a última hora, había regresado a casa y, con prisa por darme una ducha y cambiarme, fui a la cocina a buscar una botella de agua y encontré la nevera, la despensa y las estanterías abastecidas por primera vez en años. Al no tener para quién cocinar, hacía tiempo que había abandonado la costumbre. Comía fuera o picaba queso, galletas saladas, salchichas o verduras crudas.

Una nota garabateada con enormes letras mayúsculas en tres hojas de papel Din A4, enganchada en la puerta de la nevera como los dibujos escolares de un niño, rezaba:

Freí tu último huevo para desayunar. Apestaba.

De modo que, como habrás advertido, fui de compras. Alguien tenía que hacerlo. Mira, ya que no tengo trabajo, al menos voy a asumir un hobby y dedicarme a la alta cocina. Siempre lo había deseado.

Por cierto, he visto que los canalones están hasta los topes. Estos y la mayoría de los postigos están muy separados de las ventanas. Me figuro que podré arreglarlos mañana o pasado, si te vale.

Hay algunas cosas más. Lo comentaremos. Es probable que nunca te lo haya dicho, pero mi viejo era carpintero, allá en Tupelo. De niño, siempre me avergonzaba un poco de él.

Saldré a buscar trabajo mientras tú trabajas. Dime cuándo estarás en casa y tendrás una comida caliente esperando.

Gracias, Zeke.

P. D. Empecé a escribir la novela esta tarde, acababa de ver Zebrahead en la tele. Alucinante, toda esta historia del canal por cable. Por ahora, el tío de mi libro se llama Lew Griffin. ¿Te molesta?

De los seis mensajes del contestador, el más importante era de Tulane, básicamente ¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien? Como un mensaje enviado a ciegas, al espacio.

Hubiese contestado la llamada en aquel momento, pero no habría nadie un domingo por la tarde. Había faltado, ¿qué?, ¿una clase? Parecían más. Aquella semana me había acaparado. Tenía la sensación de necesitar un mapa y una de esas cronologías detalladas de la historia.

—Nos suceden tantas cosas —dijo Deborah, pasando el brazo por la luz de la ventana mientras se arropaba con la manta de algodón rosado. Estaba sentada, las rodillas levantadas, apoyada en la cabecera—. ¿Cómo saber cuáles importan, cuáles nos atañen?

—No lo sabemos. Quizá, las que importan son las que hemos decidido que importen.

—Me encantaría creer que tenemos tanto control. —Sorbió vino blanco de una tulipa—. No bebes nunca, ¿verdad?

—Durante largo tiempo era casi lo único que hacía. Muchas de esas cosas que dices no saber si importan o nos atañen, y otras que ni nos importan ni nos atañen, se pierden para siempre en la bebida. Como los que se hunden en arenas movedizas en las viejas películas. Contemplas su desaparición. A tu manera, aunque no sirva de nada, intentas cogerlos. Pero estás allí, en el borde del fotograma, otra vez solo.

—Mi padre era bebedor.

No contesté. Me convertí en un receptáculo.

—Durante mucho tiempo fue un tirano, supongo. Le decía a mi madre qué cocinar para la cena cada noche, cuánto tenía que gastar en la casa cada semana, cuándo podría comprarse zapatos o comprarlos para los hijos mayores. Y estallaba de ira cuando no se hacía según su parecer. Gritaba y destrozaba lo que hubiera a mano. Pero para cuando yo llegué —fui una hija tardía, una sorpresa, mi madre cumplió los cuarenta al año siguiente—, ya era un inválido al que ella tenía que cuidar en todos los aspectos. Sesos empapados, era su diagnóstico. Mi recuerdo más nítido es la primera vez que traje una compañera del colegio a casa. Tendría nueve, diez años, supongo. Mamá lo apuntalaba en una silla frente a la tele. Lo ataba con una sábana para que no se levantara y se fuera por ahí, y le hacía pañales de toallas viejas.

»Sue Ann Goerner y yo llegamos después de clase —mi hermana mayor, que se quedaba con él casi todos los días, acababa de irse, y mamá, que trabajaba en una cafetería calle arriba, tenía que llegar antes de una hora— y él estaba sentado a unos metros de la puerta de entrada. Uno de esos clásicos pisos largos y estrechos: miras hacia el fondo, cuatro o cinco cuartos, y ves los bananeros en el patio de atrás. ¿Te acuerdas de los estereoscopios? Daban Hazel por la tele. Él había tirado del pañal hacia abajo para poder agarrarse el pene. Cuando Sue Ann y yo entramos, se estaba manoseando, sacudiendo aquella cosa con todas sus fuerzas, con la mirada fija en Shirley Booth, aunque bien sabe Dios que nada iba a sacar de él.

»—¿Qué está haciendo? —preguntó Sue Ann, y se lo conté, adornando los detalles sobre los que me sentía insegura porque ahora, inesperadamente, me había transformado en la voz de la autoridad. Y en ello me demoré un rato. ¿Tienes algo de comer?, dijo cuando terminé.

»Recuerdo que pensé que el miembro de mi padre parecía una de las babosas que salían por la noche y se comían las sobras de la comida del gato en el patio de atrás.

Acabó el vino y dejó la copa en el suelo.

—A eso se reducía su vida por entonces. Apuntalado en una silla frente a Dallas, Mi bella genio o Los archivos de Rockford, con pañales improvisados, tratando de hacerse una paja. Murió cuando yo tenía doce años. Lo que más recuerdo es la ternura, la inmensa ternura que mi madre mostraba por ese hombre que tanto la había ultrajado.

Me incorporé a su lado y se apoyó en mí.

—Yo también podría terminar así, Lew.

Sentí el calor de sus lágrimas en la piel.

—Todos podemos. Con demasiada facilidad.

Con un dedo acarició el cráter de una herida de bala que yo tenía en el hombro, una cicatriz de navaja en las costillas inferiores. El primero tenía el aspecto de una vacuna antivariólica, la segunda el de una cremallera o el de la espina dorsal de algún animalito.

—Eres una de las cosas importantes, Lew. Esto me atañe.

No contesté, sólo la abracé con más fuerza.

—Vale. Entonces lo que quieres es exaltación romántica. ¿Me equivoco?

—¿Tienes?

—Claro. No cuelgues, déjame abrir una lata. Si te soy sincera, hay de sobras. Grandes existencias, ninguna demanda. ¿Qué tal tu babosa, por cierto?

Mi babosa era un primor.

Y ahora la babosa y yo nos habíamos arrastrado hasta casa. Uno de los dos, al menos, para dormir.

Había pasado todo el domingo fuera, yéndome por las ramas.

Me arranqué de la cama a las siete, saliendo de debajo de Bat, dormido sobre mi pecho, para enfrentarme a un desayuno obrero: huevos revueltos, gachas de maíz con jalapeños y queso, tostadas y melón. Ya que estaba allí, mejor aprovechar toda esa comida. Bat se sentía igual, dando vueltas y yendo hasta su cuenco una y otra vez, con maullidos penetrantes, mientras yo comía. Me bebí una cafetera con el desayuno y otra después, mientras limpiaba la cocina.

Los nervios afinados.

Me eché a las calles.

Hay varias categorías de gente que hacen una profesión de saber quién está en la ciudad, reparar en los recién llegados, tomar nota de las flaquezas y las dependencias. Unos están «con el gobierno», como les gusta decir. Otros trabajan para organizaciones aún más viejas y aún más centralizadas, aunque muy esparcidas. Los menos son independientes.

Nadie más independiente que Doo-Wop.

De hecho, Doo-Wop nunca estuvo lo bastante integrado en la comunidad como para que ahora se lo considerara independizado, separado o libre de ella.

John Donne, obviamente, jamás se fue de copas con él.

Por otro lado, tampoco eran muchos quienes no lo hubieran hecho. Y si lo hacían, él conocía sus historias. Las fijaba para siempre, como moscas en el ámbar de su memoria.

A esa hora del día era relativamente fácil encontrarlo. Estaría en uno de los dos extremos de su recorrido habitual. Según qué días, empezaba en el barrio alto e iba bajando hacia el Francés, y según qué otros, lo hacía al revés. Seguí una corazonada. Faltaba poco para las nueve cuando llegué a Lafitte’s y el camarero, que pasaba una fregona por el suelo, evitando cosas tales como patas de mesas y sillas y paredes como si repelieran magnéticamente, me dijo que había perdido a Doo-Woop por menos de un segundo. El camarero llevaba una camisa blanca con chorreras, manchada y sin planchar, tan grande que podía tomarse por un vestido. Era completamente calvo en la corona pero a los lados de la cabeza tenía el pelo largo y se lo recogía en pequeñas coletas. Parecía una Pippi Calzaslargas transexual.

—Le sacó una copa al tío que estaba aquí. Una cerveza, aunque cueste creerlo. Se quedó allí sentado mirándola y sacudiendo la cabeza. Hay morralla por aquí, a menos que sea fin de semana, haya una convención o un partido en la ciudad. El que viene tan temprano, con suerte, tiene para pagarse su propia copa. ¿Y sabe lo que le digo?, le traen sin cuidado las historias, las ajenas y las propias.

Eso era lo que hacía Doo-Wop: andaba por la ciudad, cambiando historias por copas. Como Homero, los trovadores medievales, los arpistas celtas como O’Carolan o los poetas de la China arcaica.

De modo que fui pasando por todas las etapas, una tras otra.

El Shamrock de Kenny, en Burgundy, del tamaño de los lavabos de hormigón de los parques y las áreas de descanso de las carreteras, y con un olor no muy distinto, y con carteles turísticos de Irlanda clavados en las paredes con chinchetas.

El Donna, en Rampart, frente al Parque Louis Armstrong, buenas hamburguesas y tentempiés, una estupenda música en vivo por las noches y los fines de semana.

Un bar en St. Ursulines que, por lo que sé, nunca ha tenido nombre. El mismo camarero y, a juzgar por las apariencias, los mismos parroquianos durante veinte años. Supongo que se van a su casa alguna vez, pero no lo parece.

Lo alcancé en el Monster’s. Había nacido como discoteca en una época en que las discotecas se estaban muriendo, pero había logrado convertirse en una sala de conciertos para cantantes del tipo de Don McLean, Arlo Guthrie y John Lee Hooker. Aún colgaban bolas de espejo del techo, encima de una pista de baile sin luz y atiborrada de sillas de plástico apiladas. Carteles ensortijados y quebradizos en las paredes, junto a fotografías firmadas por músicos de los que nadie había oído hablar, con trajes informales, batik, chaquetas estilo Nehru y atuendos mod de Carnaby Street.

—Mi hombre —le dijo Doo-Wop a mi imagen reflejada en el espejo de detrás de la barra. El azogue se había gastado en algunas zonas, borrando porciones del mundo—. Cuánto tiempo.

Nos conocíamos desde hacía más de treinta años. Ése era su saludo habitual. A veces yo era mi hombre, otras Capitán. Los nombres no se le daban a Doo-Wop. El cuánto tiempo era igual de genérico, ya que Doo-Wop no tenía idea de tiempo. Para él, todo pasaba en el presente. Hora de los hopi, como lo llamó una vez un amigo.

—¿Le apetece una copa?

Parte del ritual. Nueva Orleáns es una ciudad católica, una ciudad pagana y vudú. Lleva el ritual en el corazón.

Doo-Wop calló, ladeó la cabeza primero a la derecha, luego a la izquierda, como si estimara los vientos.

—Bourbon —decidió.

Pero el Monster’s ha colgado de un hilo durante demasiados años. Los empleados piensan que si van a hundirse con él, para qué sudar la gota gorda. Cuesta motivarlos. Fulminarlos con la mirada desde el otro lado de la barra no funcionó. Un displicente billete de diez, sí.

El bourbon apareció ante Doo-Wop. Se lo bebió de un trago. En su vida anterior, el vaso había sido un souvenir que alguien se trajo de La Florida.

—Hay algo que no deja de intrigarme —dijo Doo-Wop.

Pedí con señas otro bourbon. Preguntándome cuánto aguantarían mi suerte y mi billete de diez.

—No es de mi incumbencia, por supuesto. —Olisqueó la nueva copa de whisky de garrafa como si hubiera envejecido en barrica—. ¿Alguna vez encuentra a alguna de esas personas por las que me pregunta cuando se deja ver?

—Algunas sí, claro.

—¿Quieren que se las encuentre?

—Algunas.

Asintió y se tragó el whisky. Esperó en silencio. Eché un vistazo al camarero. Preparó otro, pero su mirada me hizo saber que me estaba pasando de la raya.

La mirada de Doo-Wop, en cambio, me hizo saber que estábamos listos para hablar de negocios.

—El nombre es Armantine Rauch —le indiqué—. Veintitantos, negro, se busca la vida. A lo mejor trabaja por libre como agente para los banqueros de la calle. Chanchullos, seguro, y podría ser casi cualquier cosa. Se inició en la carrera robando el monedero de una pariente, pero pronto fue a más y mejor. Robaba coches y apuñaló a uno de sus profesores en el pecho con un par de tijeras.

—Laborioso, el chico.

Asentí.

—¿De por aquí?

—Ahora sí. El Estado se hizo cargo de él en los últimos años. Lo soltó en agosto.

—Otra vez de autónomo.

Le mostré mi copia de una foto que Don había sacado de los archivos penitenciarios. Estas tomas, en el mejor de los casos, son borrosas. Agréguese la contribución del fax y podía ser cualquiera desde Pancho Villa a Charley Patton.

—Bonita foto.

Exacto.

Y para Doo-Wop, muy reveladora.

—Aunque no se le parece mucho.

Ah.

Dejé caer otro de diez sobre la barra justo cuando cobraba vida el aire acondicionado, arrastrando el billete con su repentino soplo. El camarero lo atrapó limpiamente con una mano mientras servía la copa a Doo-Wop con la otra.

Doo-Wop cavilaba.

—La Taverna de Tommy T, en Chantilly.

Conocía el local. A cualquier hora, la mitad de los parroquianos eran exconvictos, y la otra mitad, exmilitares. Con los convictos me podía arreglar. Sólo un tonto se sentiría seguro entre los segundos. Nunca sabías qué podía desencadenarlos, qué camino tomarían, hasta dónde irían ni cuánta brutalidad pondrían en juego.

—Le debo una, Capitán. —Doo-Wop tenía un sentido de la justa compensación muy desarrollado. En su opinión las copas a las que lo había invitado sobrepasaban el valor de la información que había podido darme, la próxima vez correría a su cuenta. Y no había duda de que no lo olvidaría.

—Otra cosa —dijo cuando me levantaba para marcharme.

—Bien.

—¿Lo llevará a Papa? No sale demasiado. Estará en el Kinney’s ahora, pásese por allí.

—¿Conque no sale?

—¿El Kinney’s? Por lo que a Papa respecta, es como quedarse en casa.