El pasado no es algo insustancial y filiforme, el sol que se filtra a través de las persianas en habitaciones frescas, charcos y bancos de niebla a la deriva a los lados de la carretera, recuerdos que se nos escapan de las manos en cuanto las abrimos. Por el contrario, tiende a ser demasiado sustancial, descaradamente físico, como un peñasco o un bloque de cemento que se hace cada vez más denso, más grande, allí, detrás de nosotros, desplazándonos y empujándonos hacia delante.
Y sí: a su manera tonta, pétrea, sólida e imparable, nos persigue.
Una vez, empecé un relato que se componía de una serie de notas a pie de página para otro texto no divulgado, unas notas que, juntas, formarían un texto coherente aunque discontinuo.
Otra vez planeé una novela en la que cada capítulo terminaría a media frase, y el siguiente recogería el resto para su propio principio. Cada capítulo tendría que ser también, en cierto sentido —temática, simbólica, paródicamente— un reflejo del anterior.
«Notas al pie» pretendía expresar la forma en que creo que vivimos, nuestros días y nuestras acciones, poco más que cambios de parecer, improvisaciones, entelequias, variaciones sobre un texto que no se percibe ni se ve, y que probablemente sea imaginario.
Adelante, en cambio, fue un vacilante intento de insistir en la idea de una unidad subyacente, de una conexión implícita entre momentos dispares, un intento de conjurar la linealidad.
El hecho de que abandonara tanto el relato como la novela debe de tener algún sentido.
Si debemos aprender a codificar las señales de nuestra angustia, quizá no sea porque en ello radica la comunicación, quizá sea sólo porque los códigos parecen ser mucho más significativos, mucho más llenos de sentido que nuestras vidas. Porque de algún modo, tenemos que imaginar que somos algo más que la huella del sol. Y si no podemos tener sentido, tengamos al menos la apariencia del sentido: su promesa, su vigor, su trascendencia.
Encontré esa frase, debes aprender a codificar las señales de tu angustia, hojeando revistas literarias en Beaucoup Books, de Magazine. Compré la revista y la llevé al Joe’s (no el Joe’s del Barrio Francés, sino una posterior reencarnación en el barrio alto que duró poco), donde pasé la tarde bebiendo y leyendo el resto de la revista, pero no sé cómo, llegué a casa sin ella. Años después, formé parte del público cuando el poeta David Lunge vino a la Universidad de Nueva Orleáns a leer sus poemas.
Fue una de las cosas de las que hablamos Deborah O’Neil y yo, después de ver su obra, el domingo. Un tipo de conversación sesuda que yo rara vez mantengo. Con cierta culpabilidad, miraba alrededor mientras tomábamos café, té y galletas sentados en el Rue de la Course (también en Magazine), sintiéndome otra vez el universitario que había sido durante un tiempo muy breve.
La obra de Deborah era la sorpresa que me había prometido.
Me habló de ella mientras cenábamos en el Commander, un paté delicioso, cabernet sauvignon con sabor a madera, filete de pez espada con salsa bearnesa, setas asadas y ese asombroso suflé de budín de pan que hacen.
Nos deslizamos en las butacas centrales de la primera fila momentos antes de que empezara el espectáculo. El teatro era un almacén al final de la calle Julia cuya reconversión parecía tan superficial y transitoria como cualquier decorado de Hollywood. Detrás de los tabiques de fibra, debía de haber espacios llenos de ecos, con columnas desnudas y vigas con una gruesa capa de telarañas y mugre, espacios inhabitables. Todo el tinglado podía desmontarse en unas horas. Las butacas eran de plástico, de las apilables: anatómicas, las llaman, aunque no sé a la anatomía de qué especie se refieren. El público, con trajes y vestidos, vaqueros rotos, camisas de franela, de negro riguroso, o con chándales de marca y monos sin adornos, bebía vino blanco barato en copas de plástico.
En el escenario, los personajes, en una cena de celebración, giraban en órbitas excéntricas, unos alrededor de otros. Saltaba a la vista que pocos eran íntimos; la conversación era sobre todo mundana, con la súbita intrusión de comentarios intensamente personales que daban lugar a silencios aplastantes. Los camareros pasaban de un lado para otro con bandejas de bebidas, croquetas, canapés, soperas, fuentes cubiertas, pero no se detenían.
Todos los actores llevaban máscaras y en el momento preciso en que creíamos tener identificado a uno de ellos (directivo manipulador, esposa quejumbrosa, amigo de buen corazón), intercambiaba la máscara con otro y, al hacerlo, se convertía en un personaje totalmente distinto.
Al parecer, también había divergencias entre los asistentes a la fiesta en cuanto a la música apropiada. La banda sonora pasaba velozmente de Cari Orf a Willie Dixon, a Sinatra y a REM. En un momento dado, sonaban a la vez «Sympathy for the Devil» y la obertura de 1812.
A los veinte minutos de empezar la obra (mientras resistía el impulso de sacar mi bloc y empezar a hacer listas para tratar de plasmarlo todo), uno de los actores masculinos salió del escenario y, tras quitarse toda la ropa, salvo la máscara, ponerse tacones y colgarse una bandeja como las que las vendedoras de cigarrillos llevaban antaño, se paseó entre el público repartiendo aún más máscaras. Estaban en blanco, pero venían con una caja de lápices de colores.
Se nos pedía que participáramos.
Y algunos lo hicieron, de maravilla.
Todo relucía y cambiaba sin parar ante nuestros ojos: a la vez brillante, prosaico, intempestivo, obsceno, caótico, provocador, reconfortante, tonto, obvio, perturbador.
Un hombre con un traje gris de tres piezas y una máscara roja risueña, de pie al fondo del vestíbulo, que pretendía ser el autor de la obra, declaró que se había llevado un chasco, aunque ya se lo veía venir desde el comienzo y exigió que se terminara inmediatamente la función.
Otro, un emisario (según él) del Arts Council de Washington, la máscara aún en blanco, una aparición, elogió la libertad de expresión en América en tono machacón.
Uno se levantó y tras hacer callar a la sala moviendo las manos en actitud implorante, se echó a llorar.
Al final, el vendedor de cigarrillos se echó un kimono sobre sus hombros imponentes. Volvió a escena y dijo:
—El resto es silencio. A menos que…
Calló.
—… alguien haga una apuesta más alta.
Y bajó el telón.
Aplausos atronadores.
Los míos, en cuanto pude salir del hechizo. Tenía la sensación de que, si me movía, violaría lo que acababa de experimentar, la vida insulsa volvería con su fuerza arrolladora.
—Demasiado pretencioso, ¿no? —dijo Deborah, a mi lado—. Lo sabía. No sé por qué los dejé…
Cuando le aseguré que aquel había sido uno de los momentos de mayor fuerza que yo hubiera visto en teatro, calló y se me quedó mirando asombrada. Alrededor, la gente se levantaba y regresaba poco a poco a la vida corriente.
—Estás desesperado, Lewis.
Desde luego. Pero eso no era nada nuevo.
Aún con su kimono pero habiendo cambiado los tacones por unas zapatillas de plataforma, el vendedor de cigarrillos salió con una docena de rosas rojas para Deborah. Ella escondió la cara en el ramo.
—Qué bochorno.
Pero no pudo librarse de ponerse en pie para agradecer los aplausos que no cesaban.
Cuando se levantó, balanceándose, volví a pensar en sauces, como la primera vez que la vi.
Después, fuimos al Rué de la Course a tomar café fuerte, Earl Gray y galletas, y hablar de las grandes ideas, de la ambición y el desencanto, de los alquileres altos y el dormir solo, de espectros, fantasmas y exigencias del pasado.
Esta parte de la ciudad empezaba a salir, con gran esfuerzo, de años de abandono y deterioro, a medida que, primero los jóvenes, luego los inversores, compraban las viejas casas al borde de la ruina y las rehabilitaban. Aun en ese momento, avanzada la noche, había un equipo trabajando al otro lado de la calle, en una casa colonial de dos plantas, partes de la cual habían sido pintadas de un plateado insípido, como el de los modelos de aviación. Tres hombres subidos a sendas escaleras, a la luz de unos focos, rascaban, lijaban, rociaban y martilleaban.
Deborah los observaba.
—¿Seguro que no era demasiado pretencioso?
No. ¿Quieres otro té?
Por qué no.
Fui dentro. Cuando salí, haciendo equilibrios con las tazas llenas, los obreros de enfrente habían terminado la jornada y comenzaban a recoger las herramientas —cepillos de alambre, lijas, pintura, escaleras, cajas de herramientas, cinturones para herramientas, luces— y a meterlas en camiones y furgonetas.
—Gracias —dijo Deborah. Bebió—. ¿Qué parte te gustó más?
—¿Desde el punto de vista intelectual?
—El que sea.
—Vale. Tengo que confesártelo: el tío que se paseaba entre el público en pelotas me puso muy cachondo.
—Ya. A mí también. ¿Nos vamos, Lewis?
Oh, sí.