Puedo contarte en pocas palabras quién soy: amante de la mujer y del lenguaje, aterrorizado por la historia con cuya responsabilidad cargo, un hombre insomne y solo.
A las 3:52 de la mañana, para ser preciso.
Dejé el libro y cogí, por segunda o tercera vez, el vaso vacío. La radio estaba encendida y Art Tatum tocaba con guante de seda una desgastada canción popular. Zeke había aparecido a eso de las nueve y ahora estaba instalado arriba, durmiendo. Oía el esfuerzo del aparato de aire acondicionado de su cuarto: cada vez que el compresor se ponía en marcha, las luces se atenuaban momentáneamente, como conteniendo el aliento.
Esta hora de la noche, este círculo de luz envuelto de música, esta soledad… éramos todos viejos amigos. Durante años habíamos estado sentados aquí de este modo. Rodeados de casas y apartamentos vacíos, con Alouette dormida arriba, con Vicky en el hospital, asumiendo la carga nocturna de violencia que finalmente la hundió y la devolvió a casa, a Francia.
O con LaVerne en las calles, trabajando. Nos levantábamos de la cama a las cinco o las seis para comenzar el día cuando la mayor parte de los que estaban atrapados del otro lado del marco de nuestra ventana (un mundo tan, tan distinto al de este lado) lo daban por terminado.
De repente, Bat emergió de la oscuridad que me rodeaba y saltó a mi regazo.
Ezekiel también había sido una especie de sorpresa. Poco después de que llegara yo a casa, apareció y llamó a la puerta y cuando abrí dijo:
—¿Lewis? —alzando la vista, porque no mediría más de un metro cuarenta—. Aquí estoy.
No se parecía en absoluto a ninguna de las fotos suyas que yo había visto. Lo que parecía era un nudo del tronco de un ciprés en el que alguien hubiese tallado algo semejante a un hombre.
Le di de comer unas sobras de arroz con frijoles rojos mientras nos bebíamos un par de cafeteras, sentados a la mesa de la cocina. ¿Los temas? Lo emocionantes y sobresaltados que fueron los primeros meses de Zeke en el periódico de la prisión y lo poco inspirados que fueron los últimos años, cuando sólo el sentido del deber y la necesidad de hacer algo lo mantenía tirando del carro con obstinación. Elogios a la labor combativa de Hosie Straughter en The Griot, que ahora se publicaba en Metairie, dedicado exclusivamente a «las artes y el ocio». Preguntas llenas de emoción sobre películas como Los chicos del barrio y las de Spike Lee, que por supuesto no había visto. Mención de la novela que Zeke creía que escribiría algún día. Hasta que al final dijo:
—Bueno, Lewis, llévame a mi catre. Porque este viejo combatiente está a punto de caerse.
El punto culminante de la tarde había sido cuando pasé por la tienda de Deborah, alrededor de las seis, para saludarla e invitarla a cenar al día siguiente.
—¿Me estás pidiendo una cita? ¿Como la gente normal? —dijo. Le pregunté si le parecía bien el Commander y me contestó que siempre le había parecido perfecto—. Pero vayamos temprano. Porque luego tengo una sorpresa para ti.
El punto menguante de la tarde fue todo lo demás.
Después de las tres llamadas de la mañana, había esbozado mi itinerario: iría a los barrios altos para ver qué podía averiguar acerca de Daryl Anthony, «Dap» o «Dapper», Payne en la oficina de matrículas de Tulane; volvería a visitar la casa de Old Metairie Road donde había encontrado el cuerpo y donde seguramente me esperaba algún indicio torpe y artero; por el camino, me detendría en las misiones y los refugios de la periferia.
Eso implicaba un montón de traslados.
Volví a llamar a Don.
—¿Estás usando tu coche?
—¿Para qué? No hay forma de que me dejen salir de aquí, no con toda esta marea alta de mierda. A lo mejor le han puesto un cepo, para impedirme escapar.
—¿Y si lo tomo prestado?
—¿Por qué no? Está en el aparcamiento del fondo. Mandaré bajar las llaves y les avisaré que vienes… No cuelgues, Lew, tengo otra llamada, en teoría es urgente. —Desapareció durante cuatro o cinco minutos. Un par de veces otras personas se pusieron al habla, preguntaron si podían ayudarme y les contesté que estaba esperando. Entonces volvió Walsh.
—Era Danny, Lew. Está bien. Dijo que se había encontrado con un viejo amigo en uno de los centros comerciales, un tío con el que fueron juntos a clase. Se quedó a dormir en su casa para recordar viejos tiempos. Vieron un par de películas y comieron hamburguesas. Ahora está en casa. Dijo que probablemente dormiría hasta mañana.
—Eso está bien, Don.
—Ya. Bueno, ¿vas a traer el coche aquí cuando termines con él?
—Lo llevaré.
Aunque para lo que me sirvió, podría haberlo dejado en el aparcamiento y quedarme sentado en él todo el rato.
Unos cobran la fama y a la oveja negra le cardan la lana.
Y no era más que borra de lana.
En Tulane, nadie pudo contarme nada que no supiera. En Old Metairie Road, habían pasado un cortacésped por las hojas podridas que llegaban hasta el tobillo y fajas de cinta amarilla de la policía se adherían a los árboles, pero nada más había cambiado. Los dos o tres lugares con pinta de misión que encontré estaban cerrados, aunque no conseguí deducir si de forma permanente o por un día.
De modo que alrededor de las seis, nadando a contracorriente del tráfico, la clase media americana que volvía al hogar, retorné a Nueva Orleáns, me detuve donde Deborah para saludarla y quedar (aparcando ilegalmente enfrente: la mayoría de los polis conocían de vista el espantoso y viejo Regal de Don), y fui a devolver el coche. Don y yo cenamos juntos, a mi cargo, en el Felix’s. No se hizo mención de Danny.
Luego había regresado a casa en tranvía y, pocos minutos después, abría la puerta para encontrarme a Ezekiel que me miraba desde su metro cuarenta.
En cuanto lo tuve acostado, me serví una cerveza sin alcohol y me instalé en la mecedora para leer, con sueño pero aún sin desconectar. Traté de revisar lo que había escrito en el bloc aquella mañana pero no podía concentrarme, no podía mantener el rumbo. A continuación, intenté leer un libro de una pequeña editorial que me había dado por comprar en Maple Street hacía unos meses. Se había quedado sobre la mesilla de centro desde entonces, con las tapas combándose por la humedad, lo cual me obligaba a volverlo boca abajo y boca arriba una y otra vez.
Vienen en la oscuridad y me hacen cosas terribles. Se van.
Pero con ese libro no me fue mucho mejor que con el mío.
Me acordé de la libreta que Lola Park me había dado en el hospital aquella mañana.
Fui a buscarla al bolsillo de la pechera del abrigo que había colgado en una silla del pasillo.
Había llevado conmigo la libreta durante más de un año. Era de veinte centímetros por diez, la medida de una cartera grande, y tenía el grosor de media baraja de cartas; parte del ribete de la encuadernación estaba despegada por el roce constante con el bolsillo y el cuerpo. Páginas cosidas, tapa azul y blanca.
Como había hecho con muchas buenas ideas, al principio había usado la libreta de buena gana y a menudo, antes de dejarla caer en el olvido. Había cerca de una docena de páginas garabateadas con apuntes para clases y para cuentos, fragmentos de conversaciones oídas por casualidad, trozos de descripciones, una dirección y un teléfono de vez en cuando, listas de recados, trémulas columnas de códigos del sistema decimal Dewey copiados del catálogo informatizado de la biblioteca de la facultad, listas de árboles o de nombres de abogados y de calles. Algunas de las notas eran impenetrables; aunque hubieran tenido su importancia alguna vez, ahora estaban perdidas entre los pliegues y los dobladillos del tiempo.
Todo aquello lo había escrito durante el primero de los meses en que llevé encima la libreta. Las demás páginas habían quedado en blanco.
Ahora, en cambio, estaban llenas —literalmente llenas, de arriba abajo, de izquierda a derecha, debía de haber unas cincuenta o sesenta líneas por página—, con una letra diminuta que lograba simultáneamente parecer una línea continua e ininterrumpida, y recordaba la escritura cuneiforme.
«Mi libro, uno de ellos» había dicho la víctima del accidente, el hombre que al principio había tomado por David, Lew Griffin 2.
Y lo que había hecho en la libreta que le había dejado (me percaté en cuanto leí unas páginas) era reescribir El viejo en forma de diario. La trama central, las escenas individuales, los decorados, el diálogo: allí estaba todo. Pero también había elementos que nada tenían que ver con mi historia: escenas y lenguaje que nunca habían pertenecido a ella, ni habían cabido en ella, ni lo harían jamás.
El autor anónimo y transparente del diario vive en las calles, se mueve libremente por la ciudad, observa el ir y venir de las personas, y luego, intentando comprenderlas, inventa historias sobre ellas: quiénes pueden ser, cómo pasan el día y la noche, qué es importante para ellas y qué es desdeñable, recuerdos, sueños.
Un día, en Magazine, ve a dos hombres, el primero mayor, blanco, el otro joven, negro, que salen juntos de un bar, se estrechan la mano y se van cada uno por su lado. Piensa en lo mucho que, a pesar de sus visibles diferencias, se parecen uno al otro, el ser y la sombra. Y a partir de aquel momento de observación desprejuiciada, la historia —las páginas restantes de la libreta, su adaptación de la novela— cobra fuerza y se prolonga.
Cuando, años más tarde, conocí al hijo del hombre más joven, fue un reconocimiento mutuo y tácito. Eres David, dije.
Sí.