Tres llamadas aquella mañana, la primera en el momento en que entraba por la puerta al volver del hospital, una línea de puntos que unía acontecimientos y tiempos discontinuos.
—¿Lewis, eres tú, tío?
Como nunca había oído su voz, no la reconocí.
—Me largaron.
Así que dije algo que no me comprometiera.
—Me echaron de allí. Quietos, les grité. Esperad un momento, quiero ver a mi abogado. Tú mismo eres tu abogado, me dijeron. No hay defensa contra semejante lógica.
—¿Zeke?
—El mismo. Bueno, el mismo no, a decir verdad. De hecho, muy distinto ahora mismo. Gola es el único hogar que logro recordar, ¿sabes? Oye, pero qué movida hay aquí todo el rato. Coches que pasan disparados, gente que viene de todas partes a chocar contigo, tipos que se gritan unos a otros a dos manzanas de distancia. Sirenas que pasan aullando cada dos minutos. ¿Siempre es así?
—Más o menos.
—Os convendría un poco de paz y tranquilidad.
—Desde luego, aunque por otro lado podemos ir al lavabo o a comer sin que nadie nos clave en las costillas el mango afilado de una cuchara.
—Eh, Lewis, lo primero que hice esta mañana fue leer el Times-Picayune, para ver cómo andaba la competencia, para averiguar dónde me estoy metiendo. Veintiún asesinatos en siete días, ¿me equivoco? Tal como pintan las cosas en casi toda la ciudad arriesgas la vida con sólo salir a buscar el correo.
—Tienes razón.
—Sabes que la tengo.
—Y ahora, tú estás afuera, con lo mejorcito de nosotros.
—Desde hace cinco horas, veintinueve minutos y unos segundos. Muy extraño. Con un elegante traje azul, zapatos de cuero, una mirada preocupada y los mejores deseos del Pueblo de Louisiana. Oye, pero qué mujeres tan guapas andan por las calles. Buena conducta, me dijeron en Gola. Pero tú y yo sabemos más que eso. ¿Acaso no lo sabemos?
—¿Y qué va a pasar con el periódico?
—Se ha hecho cargo un chico llamado Hog. Trabajé con él un tiempo, el chico se apañará. Hacía rato que necesitaba un cambio, todo el mundo lo sabía. Los últimos años leías el periódico y era como si estuvieras viendo una reposición de 1962. ¿Quién puñeta son esos tíos con traje sport y camisa de cuello largo? ¿Te parecen reales a ti? Los viejos deberían cerrar el pico en cuanto has acabado de oír sus historias.
Ezekiel tenía mi edad. Nos «conocimos» cuando publiqué Topo —una novela que empezaba con un asesino que salía de la cárcel y continuaba narrando el modo en que trataba, sin éxito, de reconstruir su vida fuera— y recibí una carta de la Penitenciaría Estatal de Louisiana, en Angola.
Ezekiel llevaba en Angola más de treinta años por entonces, desde que le salió mal una tentativa de robo en la que dejó dos empleados gravemente heridos y un transeúnte muerto. Tenía diecisiete años entonces.
Ezekiel apenas había pasado de cuarto de primaria. Pero en la cárcel empezó a educarse, leyéndose primero de cabo a rabo toda la biblioteca de la prisión, y luego escribiendo a las iglesias para pedir que los feligreses donaran más libros, que también leyó, y finalmente a bibliotecas universitarias para solicitar cualquier libro que les sobrara de las estanterías. Una facultad del sudeste de Louisiana mandó un tesoro de viejas ediciones de libros de derecho. Ezekiel se recluyó durante más de un año para estudiarlos.
En algún momento de los años setenta, cuando nuevas resoluciones de la Corte Suprema rebajaron a Zeke la pena de muerte a simple cadena perpetua, se hizo cargo de la dirección del semanario de la prisión, apenas un boletín para la administración carcelaria, y lo convirtió en un auténtico periódico. Se publicaron artículos sobre funcionarios de prisiones que hurtaban carne de calidad comprada al por mayor para la cárcel, sustituyéndola por salchichas y queso fundido; otros documentaban un programa médico carcelario cruel, corrupto y terriblemente ineficaz. Llovieron amenazas de todas partes. Pero el apoyo de los alcaides con ideas reformistas y la amplia atención que los periódicos nacionales prestaban a los esfuerzos de Zeke, ayudaron a protegerlo.
Primero me había escrito para contarme lo mucho que le había gustado Topo. Después, para pedirme consejo sobre asuntos del periódico y, finalmente, aunque nunca nos vimos personalmente, dedicamos tanto tiempo a la correspondencia que en cierto sentido nos hicimos amigos. Lo presenté por vía postal a Hosie Straughter, que acabó publicándole un montón de material, columnas y una media docena de artículos en The Griot.
Ahora Ezekiel había vuelto a unas calles que a mí mismo me costaba reconocer, tanto era lo que habían cambiado en los últimos años. ¿Y en treinta y tres? Ni siquiera era el mismo mundo.
—¿No te advirtieron que te iba a pasar esto, no lo comentaron contigo?
—Claro que sí, Lewis. Sólo que no les creí. ¿Cómo iba a creerles después de tantos años? ¿Cuántas veces crees que oí lo mucho que iban a mejorar las cosas?
—¿Y qué vas a hacer?
—Bueno, si te digo la verdad, ahora estoy en una cabina frente al Fishhook Bar & Lounge de Ruby tratando de recordar el sabor de una cerveza fría. Creo que en cuanto cuelgue voy a entrar para averiguarlo. Luego, quién sabe. Ya veré lo que me depara la vida. No te puedes ni imaginar lo extraño que me resulta todo, Lewis.
—Tienes razón. No puedo. Aunque lo intente y lo desee con toda el alma.
—No. —Tras su silencio, como nubes en un cielo despejado, oía sirenas, voces alteradas, bocinazos—. Pero a veces, con quererlo, con intentarlo, ya basta, Lewis. Para la mayoría de nosotros es imposible ir más allá.
—¿Tienes dónde dormir?
—El Estado me dio una lista, centros de reinserción y cosas por el estilo. Cuida de lo suyo, tú ya me entiendes.
—Ya. Desde luego que sí. Únete a nuestra pequeña familia feliz de tíos que pasan toda la noche sin pegar ojo, acostados panza arriba mirando el techo y procurando no aullar.
Le di mi dirección.
—Si no estoy, la llave estará debajo de un ladrillo en el arriate de delante, el que está más cerca de la puerta. Es una casa grande. Quédate todo el tiempo que te convenga, entra y sal como se te antoje.
Nuevamente silencio.
—¿Estás seguro, Lewis?
Pensé en Vicky, años atrás, cuando le pidió a Cherie que se quedara con nosotros hasta que recompusiera su vida. Recordé, antes de aquello, antes de que lo mataran, al hermano de Cherie, Jimmi, sentado en la cama contigua a la mía en la casa de reinserción, leyendo un libro de economía. Y cómo Verne, en los últimos años, pasando por encima de su propio dolor, se entregó a los demás. Cambió muchas vidas, según Richard Garces me había contado.
—Estoy seguro —concluí.
—Entonces tal vez te conozca la cara pronto. Después de tantos años.
Apenas colgó, pensé en lo mucho que me hubiera gustado tomar una copa pero, heroicamente, me decidí por un café; iba hacia la cocina a prepararlo cuando volvió a sonar el teléfono. Lo cogí.
—¿Señor Griffin?
—Sí.
—Quizá no recuerde mi voz. Han pasado bastantes años desde que nos conocimos.
—La reconozco.
—Sí. Lo sospechaba, claro. También sospecho que quizá decida no hablar conmigo.
Esperó sin decir nada más.
—Adelante.
—Gracias. Esto es bastante difícil para mí. Quizá para los dos.
Me tocó a mí esperar.
—No me voy a disculpar por nuestros desencuentros pasados, señor Griffin.
—Jamás habría esperado que lo hiciera.
—Lo celebro.
Preguntándome si alguna vez había oído a alguien decir Lo celebro, vi que un ratón salía de debajo de la nevera y se escabullía a lo largo del zócalo. Le faltaba parte de la cola.
Guidry, el doctor Guidry, era el padre de Alouette, el que había apartado a su madre para separarla de Alouette. Poco antes de morir, LaVerne había tratado de localizar a su hija, por entonces desaparecida. Y poco después de la muerte de LaVerne, cuando encontré a Alouette en Misisipi en honor a su madre, se había presentado Guidry con unos abogados bien vestidos y unas amenazas raídas. Alouette escogió regresar conmigo a Nueva Orleáns y durante un tiempo pareció que sus cosas empezaban a ir bien; pero supongo que eso ya había sucedido antes. Llegué un día a casa y ya no estaba.
—Puedo haberlo juzgado mal, señor Griffin.
—No es usted el primero.
—Es posible, también, que usted me haya juzgado mal.
El ratón, que había encontrado el hueco en la puerta del armario bajo el fregadero, se metió en él.
Callé.
—Me he puesto en contacto con usted —dijo bruscamente— porque hace unas semanas recibí una llamada de mi hija.
Es sabido que las ranas caen del cielo sin previo aviso. Como los pianos. Como el granizo de cristal fino.
—Fue, como sin duda comprenderá, una tremenda sorpresa, algo completamente inesperado. Han pasado años. Años en los que no he sabido nada de mi hija y en los que, pese a haber hecho considerables esfuerzos, he sido incapaz de averiguar siquiera su paradero. Supongo, de hecho, que había acabado por resignarme a su ausencia constante, en la medida en que eso es posible. —Calló—. Usted también es padre, si mal no recuerdo.
—¿Le dijo desde dónde lo llamaba?
—No.
—¿Ni por qué llamaba después de tanto tiempo? ¿Pidió dinero?
—Quizá fuese ésa su intención. Lo habría obtenido, por supuesto. Lo que necesitara, sin preguntas. Pero la comunicación se cortó muy pronto, cuando apenas habíamos empezado a hablar.
—Es probable que se cohibiera al llegar al tema, y se limitara a colgar.
—Desde luego, es posible, por supuesto. Pero no.
Lo celebro y Pero no, ambas cosas en un intervalo de minutos.
—Dijo que estaba en apuros, señor Griffin.
—Ella vive en apuros. Lo sabe usted perfectamente.
—Por eso deduzco que si llama es porque esta vez los apuros son extraordinarios. En cualquier caso —dijo tras un momento— se me ocurrió que fueran cuales fueran los apuros, mientras estuviera en condiciones de hacerlo, usted sería la otra persona con la que Alouette contactaría. —Carraspeó—. ¿Ha sabido algo de mi hija, señor Griffin?
—No, ni ahora ni desde que se fue de aquí. Lo siento.
—Entiendo. ¿Y podría pedirle un favor? Desde luego, no tiene porqué concedérmelo, me doy perfecta cuenta.
—Lo llamaré si sé algo de Alouette, sí.
—Se lo agradezco, señor Griffin —dijo en voz queda—. Quizá pudiésemos quedar algún día para almorzar.
Transcurrieron unos momentos.
Luego, el tono del teléfono.
La tercera llamada vino después, mientras me arrellanaba en mi viejo balancín blanco junto a la ventana del frente, con los postigos echados y las persianas bajadas. El quejido del viento que refrescaba. Iba por el tercer café y escuchaba una serenata de Mozart para vientos, la favorita de Clare.
Descolgué el teléfono al quinto timbre y dije hola.
Aunque nadie contestó, la comunicación permaneció abierta y, no sé por qué, no volví a hablar. Me quedé escuchando, sintiendo la presencia que había al otro lado, en aquella otra orilla.
Luego el tono.
En un cajón del escritorio, tenía desde hacía siete años una cinta grabada con dos segmentos de veintidós segundos que sonaban y se percibían exactamente igual. En aquella época, poco después de sacar la cinta del contestador, sentado a oscuras como un gato, con el aroma afrutado de la ginebra y el quejido del viento, había sabido que el enfrascamiento del viejo y su aceptación callada en aquella escena final de mi novela eran los míos, que nunca volvería a ver a mi hijo, nunca volvería a ver a David.