La doctora Lola Park atravesó las puertas automáticas del quirófano con el uniforme estéril de color amarillo y una sonrisa cansada, miró alrededor y vino resueltamente hacia mí. Chanclos de papel azul sobre los zapatos. Me puse en pie.
—Señor Griffin. Richard llamó para avisarme que venía. Aunque no sé si voy a serle de gran ayuda. A estas alturas, ni siquiera puedo prometerle que lo que le diga tendrá sentido. Llevo casi cuarenta y ocho horas de servicio.
Nos estrechamos las manos. La suya era delgada y fuerte; sus dedos, excepcionalmente largos y ligeramente curvados hacia atrás, tenían las uñas muy cortas. Una mata de pelo rubio estirado hacia atrás de cualquier manera y recogido con horquillas en la nuca. Sin rastros de maquillaje, aunque quizá lo hubiese tenido al iniciar su turno, dos días atrás.
—Son viejos amigos, Richard y usted —dije.
—Bueno, tardamos un tiempo en volver a serlo, pero sí, lo somos.
Colgué una mirada cortésmente interrogativa en mi cara, como quien pone un cartel de AHORA VUELVO en el escaparate de una tienda. Contestó con una sonrisa, que le elevó aún más los pómulos altos.
—Estuvimos casados, Richard y yo. Hace mucho tiempo. Los dos éramos unos críos por aquel entonces. Veo que le sorprende.
—Pues sí, teniendo en cuenta lo que sé.
—Bueno, a nosotros también nos sorprendió en su momento. Lo que teníamos en común habría cabido en un post-it. Vaya usted a saber en qué pensaríamos, si es que llegamos a pensar. Pero fue así, un buen día, sin darnos cuenta, Dios, estábamos casados. Lo que más compartíamos era nuestro gusto por el mismo tipo de hombres. Malo. Y cuando decidí que lo mío eran las mujeres, ya ni eso. Sin embargo, aguantamos un tiempo. Teníamos una imagen romántica de nosotros mismos por considerarnos proscritos, creo. Unidos por eso. Bregando en las barricadas. Parecía bastante osado para la época.
Sonó su busca y se dirigió a un teléfono de pared junto al quirófano para llamar. Volvió al minuto.
—A lo que íbamos —dijo—. Richard me cuenta que está usted tratando de encontrarse a sí mismo.
—Como todo el mundo, ¿no?
—Francamente, no creo que la mayoría de nosotros nos percatemos siquiera de que estamos perdidos.
—Le agradezco que me reciba, doctora Park —dije.
—Lola. Y créame, recibirlo me resulta un alivio para la vista. Me he pasado las últimas cuarenta y seis horas escudriñando fracturas expuestas, heridas de bala y evisceraciones, bocas abiertas y miradas ausentes. Gran parte del tiempo restante he estado mirando por la ventana y preguntándome cuál fue el punto exacto en que me salí de algo parecido a una vida de verdad.
—¿Puedo invitarla a un café? ¿A desayunar, quizá?
—Desayunar estaría bien. Aunque tendrá que ser en la cafetería. Allí no hay nada que pueda reconocerse a simple vista. Tienen que poner etiquetas.
Pulsó el botón del busca que tenía enganchado en la cinturilla. Éste emitió un único pitido agudo. Repetiría el gesto sin parar, en medio de una frase, entre tragos de café, todo el rato que estuvimos juntos. No creo que fuera consciente de ello. Se había convertido en su conexión con el mundo, su puente. Instintivamente, la protegía.
—Al vientre de la ballena, entonces. Le advierto que le convendría dejar un reguero de migas de pan. O hacer marcas en las paredes del túnel a medida que avanzamos.
Tomamos un ascensor del tamaño de una cabina telefónica hasta la tercera planta, cruzamos un pasadizo desigual y exiguo («Aquello era la parte nueva del hospital —me contó Lola—, ahora estamos en la vieja») hasta una especie de plataforma cercada donde teníamos para elegir ascensores, escaleras y salidas de emergencia, escogimos uno de los primeros, bajamos y desembarcamos en una cámara estrecha.
Ahora nos enfrentábamos a una docena de puertas de acero, de una sola hoja o de doble batiente, en su mayoría sesgadas y carentes de soportes elementales (tornillos, picaportes, bisagras), ninguna señalizada. Pasamos por una de ellas, la oímos volver a su sitio con un golpe a nuestras espaldas, y nos adentramos en un laberinto de corredores cuyos suelos no cesaban de bajar en pendiente y grupos de cañerías y conductos marcaban el descenso por encima de nuestras cabezas.
Al final, desembocamos en una sala larga que parecía una cueva inundada de luz artificial.
Había gente sentada apáticamente frente a bandejas con platos combinados, bocadillos preparados hacía días, galletas empaquetadas, bolsas de patatas y golosinas, y barras de helado. Vasos de plástico de té helado con rodajas de limón como pequeños soles nacientes sobre los horizontes de sus bordes. Tazas de cartón encerado para el café. Hasta la gente parecía de cera o de plástico; en absoluto recordaban a un sol naciente.
—Media estrella para el ambiente —comentó Lola—, pero la comida es aún peor.
—Entonces, las leyendas son ciertas. Hay toda una población viviendo debajo de la ciudad.
Mientras me tomaba un café contemplándola, Lola devoró tres huevos fritos, dos raciones de patatas con cebolla y unas gachas de maíz con mantequilla, beicon y tostadas. Nada de miedos exagerados al colesterol. Pero no era internista, al fin y al cabo; era cirujana, con la mentalidad correspondiente. Los cirujanos son técnicos, expeditivos. Un amigo mío los llama cuchilleros. Sea cual sea el problema, lo cercenas o lo extirpas y luego coses el agujero. La solución básica de los republicanos.
Dos veces le sonó el busca y fue a llamar al teléfono de pared que había junto a la caja.
Dos veces regresó, dijo que no pasaba nada y siguió comiendo.
La tercera, dijo, se acabó el descanso, me parece. Nada bueno dura demasiado. Hay un par de combatientes callejeros arriba perdiendo terreno a marchas forzadas.
¿Cree que voy a ser capaz de encontrar el camino para subir y salir de aquí sin ayuda?
Probablemente.
—Richard dijo que querría esto. Lleva su nombre y su número de teléfono en el interior de la portada. Es lo único que quedó en la habitación. Lo pillé en el carrito de mantenimiento. De no ser así, habría ido a parar al cementerio de elefantes.
Sacó de la bata —bolsillos abultados con estetoscopio, hemostáticos, bridas de tratamiento, una regla para medir trazos en los electrocardiogramas, formularios de recetas— y me entregó la libreta que yo había dejado a nuestro misterioso paciente fugado. La hojeé rápidamente. Página a página, de arriba abajo, de margen a margen, en una letra pulcra y apretada. Escrita de corrido casi sin correcciones.
Su busca volvió a sonar. Apretó el botón, apuró de un trago el café y se levantó.
—Richard dijo que era importante para usted. Aquí lo tiene. Las cosas pueden perderse en el jaleo que reina aquí. ¿Qué digo? Hasta la gente se pierde en el jaleo que reina aquí.
—Gracias, Lola.
—¿Por qué?
—Por la preocupación, supongo.
—Ya. Bueno. Pensándolo bien, creo que al principio me preocupaba. Ahora hablo con usted aquí abajo, vuelvo a subir y salvo una vida: ¿Qué más da? Le coso el corazón a un tío y a los diez minutos otro entra por la puerta en camilla con el dedo de un médico de urgencias metido en el ventrículo.
—No estoy seguro de eso.
—¿De que no me importa?
Asentí.
—Es que no quiere creérselo.
Su busca volvió a sonar. Insistente, estridente, esta vez. Al mismo tiempo que se oía por megafonía: Alarma en urgencias 2. Alarma en urgencias 2. Código azul. Código azul.
—Somos holandeses, Lewis. Y los diques están cediendo a nuestro alrededor.
Sonrió.
—Y no lo digo en sentido figurado.