12

El hombre del esmoquin blanco y la mujer del vestido negro de seda salen de la boca de la mina que se derrumbó hace un momento. Una polvareda brota de la abertura a sus espaldas. Bajo este sol radiante, parece humo. Llevan sendas copas de vino, finas tulipas de cristal, y la luz que pasa a través de ellas se descompone en un arco iris y se proyecta sobre las colinas, los árboles, la ropa y los rostros.

La llamada de Don Walsh a las ocho de la mañana me arrancó del sueño y me informó de que el cuerpo que había encontrado en Old Metairie Road pertenecía a un tal Daryl Anthony Payne, Dapper o Dap para los amigos, por las iniciales y por la apariencia, al parecer. Era —o había sido— modelo, había cursado dos años de carrera en Tulane gracias a lo que ganaba posando para catálogos de moda para la venta por correspondencia, algo que le daba de sobra para un lujoso apartamento con vistas a St. Charles, un MG antiguo de dos plazas y vacaciones en México.

Pero entonces algo sucedió. Algo cambió. Si mirabas su vida, era como leer un trozo de papel sostenido sobre una vela. Todo se volvía marrón, se quemaba desde el centro y se desintegraba. De pronto, el dinero dejó de bastar. Los pagos de las tarjetas de crédito se retrasaban, se fraccionaban, mientras los recargos financieros los encarecían. El alquiler se pagaba sólo tras reclamación. La compañía telefónica y Cox Cable amenazaban cada mes con cortar el servicio. Y Daryl empezó a aceptar trabajos —anuncios televisivos, pases comerciales— que un año antes no habría cogido ni con pinzas.

—¿Te suena familiar? —dijo Walsh.

—Juego o drogas. Una doble vida.

—¡Qué listo!

Mirando por la ventana, recordé que en algún momento de la noche había dado tantas vueltas en la cama que las mantas habían acabado en el suelo. Ahora la temperatura seguía subiendo, con la misma rapidez con que el día anterior, y el anterior, había bajado. Un sol espléndido, un concierto de trinos. Los magnolios florecerían pronto. Cada año eran los primeros en entrar en escena, con el decorado de la primavera a cuestas. Semanas después, seguían las azaleas: arbustos achaparrados y sin gracia al borde de la carretera, que estallaban en abundantes flores rosas, blancas y fucsia.

—¿Sabemos si hay alguna conexión entre este chico y Armantine Rauch?

—En teoría, ninguna. Sin embargo, Payne iba cuesta abajo, de eso no hay duda. Quizá sólo se detuvo frente a Rauch un instante. Suele ocurrir. Cabe la posibilidad de que Rauch trabajara a tiempo parcial para una de nuestras sanguijuelas locales, persiguiendo morosos. Tiene toda la pinta de ser el tío que se despacha a gusto rompiendo algún que otro dedo. Y eso encajaría con las pautas de ambos, la de Payne y la de Rauch. Ya estoy en contacto con nuestros soplones habituales; he largado algunas palomas. Te tendré al corriente de lo que traigan.

—Seguro que no serán ramas de olivo.

—Seguro.

—Gracias, Don. Estaremos en contacto.

No contestó pero tampoco colgó. Se oía el ruido y el bullicio de costumbre a su alrededor. Teléfonos que sonaban, voces acaloradas. Un rumor sordo y regular, como el mar.

—¿Don?

—Mmmm.

—¿Hay algo más?

—Bueno, en realidad no.

—Ya. Mira, me parece recordar a alguien de pie junto a mi cama de hospital, hace un tiempo, que me decía que no importaba lo que hubiese hecho porque nunca lo había engañado. ¿Tú también te acuerdas?

—Ya, ya, claro que sí. Me acuerdo de un montón de cosas. Cosas que preferiría olvidar. —Le oí sorber ruidosamente. De su taza púrpura, verde y dorada con motivos de Mardi Gras que rezaba Es una zorra, me figuré—. Es curioso lo mucho que se nos amontona encima, Lew.

La memoria te apresa mientras el remordimiento y la congoja te dan una paliza de miedo: había escrito esto en El viejo.

—Es Danny. No estaba cuando llegué a casa el miércoles por la noche y desde entonces no he sabido nada de él.

Esperé.

—No es la primera vez, por supuesto. Ni mucho menos.

—No.

—Pero ya sabes.

Lo sabía. También sabía del dolor que sentía Don. Aunque poco podía hacer.

—Así que de qué me preocupo, ¿no?

—A lo mejor las cosas se arreglan, Don.

—Claro. Creo que debería esperar un par de días y después, tal vez, empezar a buscar. Tendré unos días libres.

Walsh debía de tener años libres. Habitualmente, trabajaba turnos dobles en el día de descanso semanal, los fines de semana y los festivos. El departamento tenía que amenazarlo con una suspensión para lograr que se tomara vacaciones.

—Y para entonces, quizá pudieses echarme una mano en la búsqueda.

—Por supuesto, amigo. Cuenta conmigo.

—Hasta luego, Lew. Y gracias.

Colgué pensando en que si uno no iba con cuidado, la vida podía convertirse en una larga cadena de hasta luegos, uno tras otro, hasta que un día mirabas alrededor y no quedaba nada, ni rastro de todo lo que habías esperado, postergado u obviado.

Demasiado ocupado con su futuro para traerle presentes, como decía el poema de un amigo.

Iba camino de mis abluciones (como, hablando de poetas, dirían Gerard Manley Hopkins o Dylan Thomas) cuando el teléfono volvió a sonar.

—¿Lewis? Soy Deborah. Voy apurada de tiempo y estoy llegando tarde al trabajo, cosa que es normal en mí, pero quería decirte que me lo pasé muy bien anoche, cosa que no es normal en mí, y que espero que volvamos a quedar pronto. ¿Me llamarás? Adiós.

Me quedé escuchando el tono. No había alcanzado a decir una palabra.

Marqué el número de su casa y, cuando el contestador calló y me permitió hablar, dije:

—Yo también.

Entonces puse el café y un cazo de leche a calentar. Esperé junto a la ventana. Fuera, el tráfico se despeja. Tres o cuatro coches pasan a toda velocidad, luego la calle se queda vacía; es una especie de lenguaje Morse. Aparecen amas de casa con suéteres hasta las rodillas y perros con correas. Ciclistas andróginos con cascos brillantes y mallas. Llega de la cocina el sonido de la cafetera al engullir a través del filtro y el poso de café los últimos tragos de agua. Casi lo olvido. La leche estará humeando y tendrá una capa de nata.

Sobre la mesa cercana descansaba el bloc en el que había estado escribiendo ayer. Quedaban media docena de páginas en blanco. Las demás estaban dobladas hacia atrás. Cada línea atiborrada de tachones y añadidos. Nuevos pasajes escritos al sesgo en los márgenes, señalados con un círculo e incorporados al texto con una flecha.

Desde su esquina, desde su asiento en un bar o en un vestíbulo de hotel, ella observaba esa otra ciudad que se congregaba y surgía de la noche como de las aguas oscuras. Ese era el lugar, el mundo, que mejor conocía. Sus nombres y sus rostros, sus citas, sus acuerdos tácitos.

Aquella tarde despertó de un sueño.

No.

En un impulso, taché la ó de la tercera persona y garabatee encima la é de la primera.

Aquella tarde desperté de un sueño.

Evidentemente en el interior de una gran ciudad, pero que ninguno de nosotros conoce a fondo, salimos del metro. Invierno, y un frío que corta la respiración. El hielo y la nieve reflejan la luz de la luna. El vapor se eleva en volutas de la salida que dejamos atrás. No hay tráfico, ni nadie en las calles, aunque en alguna que otra ventana alta se ve gente que trabaja en escritorios y terminales de ordenador.

Nos volvemos el uno hacia el otro. Su máscara negra encima del esmoquin blanco. Mi máscara blanca encima de un vestido de seda negra. Bajo esas sobrenaturales farolas fluorescentes. Los labios de Lewis se mueven sin emitir sonido alguno. No consigo adivinar lo que dice. Tiendo el brazo hacia él, mi mano enorme como un cielo. Su rostro se aparta de mí, como un tren que se aleja lentamente.

Cuando terminé, repasé todo lo que había escrito antes y lo cambié todo a la primera persona. Nada más lejos del simple ajuste que había imaginado: tuve que redactar, recrear, reescribir fragmentos enteros.

Ya no tenía ni idea de lo que podía estar escribiendo: memorias, ensayo, biografía, ficción. Y a medida que el libro fue progresando, en las semanas siguientes, me sentí aún menos seguro de ello. Pero también descubrí que me traía sin cuidado.

Antes, había escrito muchas veces sobre mi vida, en primer plano, a la vez que desde cierta distancia. ¿Qué era verdad, qué no era verdad? ¿O verdad, quizá, en un cierto sentido que poco tenía que ver con el mimetismo, los hechos, los calcos detallados de nuestras vidas? Había corrientes más profundas, conexiones más profundas, sin duda. Las buscaba con torpeza.

Cuando de la cocina me llegó el olor de la leche quemada.