Nieve.
Caía la nieve leve sobre el universo, y caía leve la nieve.
Empezó el jueves por la tarde mientras me dirigía a casa desde la floristería de Prytania, continuó hasta el atardecer mientras recordaba la muerte de Clare, persistió durante toda la noche hasta el viernes por la mañana, mientras escribía sobre LaVerne junto a la ventana; las temperaturas habían caído en picado como un muchacho que se lanza desde el trampolín más alto: todo impulso, descenso a plomo y pérdida de control hasta estrellarse en el fondo.
Si se le pregunta a un oriundo de Nueva Orleáns, recordará todas las veces que ha nevado en su vida hasta la fecha.
Enero de 1955. Yo tenía el papel principal en la representación de fin de curso y tuvimos que cancelarla. El coche se salió de la carretera y cayó en la cuneta, eso fue arriba, en Palmetto, al otro lado de Carrollton, de camino a casa. La porquería cubrió el suelo durante cuatro días y dejó a toda la ciudad incomunicada. Sin embargo, fue bonito, lo reconozco: durante dos horas.
Febrero de 1964. Dieciséis grados y soleado el viernes; dos bajo cero, con un fuerte y persistente viento del norte, el sábado por la mañana. Los postigos que golpeaban la casa nos despertaron a las cinco de la mañana. Al cabo de dos días, empezó a nevar. Se acercaba el Mardi Gras, recuerdo, y todo el mundo tenía pánico. Pero paró a tiempo.
Diciembre, sería en 1971. Mucha nieve… luego, mucho más hielo. El segundo día, los cables de alta tensión se cortaron y casi todo el centro de Nueva Orleáns se quedó sin electricidad. La gente arrancaba puertas y ventanas de las casas abandonadas y las quemaba en chimeneas que no se habían utilizado durante treinta o cuarenta años. Los bomberos estuvieron atascados esa semana.
—Sólo recuerdo haber visto nieve una vez en todos estos años —dijo Deborah O’Neil, sentada frente a mí. Llevaba una falda larga estampada, una camiseta sin mangas y un chaleco. Pensé en mi primera impresión: cómo, de pie detrás del mostrador y quieta, hablando por teléfono, parecía mecerse. Había en ella algo sólido y al mismo tiempo extrañamente inestable—. Hacía una semana que estaba en la ciudad. Aquella tarde, sentada en el balcón con una taza de café, envuelta en una manta, trataba de darle un sentido a las cosas: el marido que había dejado en Florida, el hombre con el que me había venido aquí, un empleo nocturno que odiaba, todas las voces que sonaban en mi cabeza. No me hablaban a mí, pero desde luego le hablaban a alguien.
»Miré alrededor, estábamos en uno de los tres apartamentos superiores de una vieja finca en Camp, y me di cuenta de que nevaba. Desde hacía un rato. Observé los copos de nieve que caían sobre la manta o sobre mis tejanos, unos tejanos que habían sobrevivido a todas las relaciones que había tenido, y otros que desaparecían como si atravesaran paredes. Unos caían sobre la barandilla del balcón, sobre las hojas de un arce, en el agua estancada en el bordillo. En mi taza de café. El mundo entero era un destello. Un destello, como ahora.
Estábamos sentados uno frente al otro mirando caer la nieve, yo reflejado en el escaparate del restaurante, ella en los espejos colocados a lo largo de la pared, sobre los azulejos. La camarera nos sirvió cuencos humeantes de quingombó que había traído en una bandeja y dejó caer un paquete de galletas saladas entre los dos.
—¿Y conseguiste encontrarle algún sentido a las cosas?
Se quedó callada un instante.
—No. Había algo en la nieve, no sé qué, pero hacía que las cosas, y la lucha por entenderlas, parecieran menos importantes. Porque hiciera lo que hiciera yo, hiciera lo que hiciera cualquiera de nosotros, la nieve seguiría cayendo…
—Sobre todos los vivos y los muertos.
Me miró.
—Sí. Así.
Y cogiendo una cucharada de sopa, sopló.
—Eso me parecieron las voces durante mucho tiempo. Muertos incapaces de resignarse, que todavía andaban por ahí. Creía que era la única capaz de oírlas. O que por alguna razón sólo podían pasar a través de mí, como si fuera la galena de una radio precaria atada con cables. Otras veces, pensaba que estaba loca.
Tomo la sopa por el lateral de la cuchara.
—Dios mío, ¡qué rica está! ¿Esto verde es quingombó?
—Ofrenda ritual al Dios del Limo.
—El mundo, te advierto, apoyaba únicamente la última teoría.
—Pero es obvio que, en un momento dado, decidiste que no estabas loca.
Asintió.
—Supongo que, en cierto sentido, eran fantasmas de verdad. Gente que intentaba hablar, materializarse a través de mí. Con el tiempo aprendí que podía plasmarlos en obras de teatro, que podía dejarlos vivir allí.
La gente que salía del trabajo empezó a invadir poco a poco el local, golpeándose malhumorados los gorros en las piernas para sacudirse la nieve, sacándosela con la mano de los hombros de las gabardinas que cubrían trajes de negocios y uniformes. Típicos urbanitas: ¿creían que aguantarían también esto, además de todo lo que aguantaban?
Había una comisaría en lo que alguna vez fue una gran mansión, al otro lado de la calle. Adentro, lo último en informática; afuera, coches patrulla Chrysler abollados y motos con luces azules junto a los postes. Seis agentes, de uniforme y de paisano, ocupaban una mesa al fondo del restaurante.
Había llamado a Deborah O’Neil y le había preguntado si le gustaría cenar conmigo en el Casamento’s, en Magazine, justo al final de Napoleón. Si estaba libre, claro, o lo podía arreglar; yo no conocía su programa. Me contestó que encantada, que si alguien necesitaba desesperadamente unas flores bien podía ir a Scheinuk, calle arriba.
El menú y el restaurante eran elementales. No habían retornado a las esencias porque nunca se habían apartado de ellas: nada había cambiado en el local en cuarenta años. El menú, que, como las entradas de Eddie Lang para la orquestra de Whiteman, cabía en una ficha, se basaba en ostras y gambas: ostras abiertas, ostras o gambas fritas, aliñadas o no, con pan francés o pan casero, guisadas o en sopas. Si querías verduras, había patatas fritas. El propio local era representativo de una Nueva Orleáns pura y atemporal, una sala larga y estrecha como un vagón de carga que daba a la calle de atrás y tenía la cocina enganchada en la parte posterior como un furgón de cola, el suelo y las paredes revestidos de azulejos, las mesas a los lados, muy juntas.
—Me alegro de que llamaras —dijo—. No creí que lo hicieras.
Otra cucharada de sopa. Media galleta untada de mantequilla.
—Deseaba que lo hicieras.
La puerta se abrió de nuevo y entró aire frío. Pronto las mesas delanteras iban a quedar abandonadas, la gente se iba a alejar de ellas en grupo y a sentarse lejos del arco abierto. Como en una cueva. A medida que avanzara la noche.
—Dejaste al hombre con el que viniste aquí, deduzco.
—Aquella misma tarde. Lo esperaba en la cocina con el bolso preparado cuando volvió a casa del trabajo. La nieve no había cuajado pero había una capa fina de hielo por todas partes. Recuerdo que se quebraba bajo mis pisadas en la escalera. He vivido sola desde entonces.
—¿Cuánto hace?
—Casi diez años. Aunque a veces pienso: ¿Dios mío, cómo es posible? Tenía veinte años cuando nos vinimos aquí. El mes pasado cumplí los treinta. ¿Y tú?
¿Vivía solo?
—Sí.
Aunque viviera con alguien, si LaVerne estaba en lo cierto vivía solo. Y lo estaba, tenía razón en la mayoría de las cosas.
Le hablé brevemente de LaVerne. Bueno, quizá no tan brevemente.
—Parece una mujer asombrosa.
—Lo era.
Seguimos charlando. Sobre cómo me ganaba la vida y cómo me la había ganado durante todos aquellos años, sobre Vicky, sobre el asesinato de Jimmi Smith y su hermana Cherie, que se vino a vivir con Vicky y conmigo, sobre Alouette y la Cría McTell.
Deborah preguntó si podía tomar una copa de vino y le contesté que por supuesto. Para mí pedí un café.
—Bueno, por mucho que haya llovido, Lewis, al menos no puedes quejarte de que tu vida haya sido aburrida.
Movió el vino en su copa, en un círculo rápido, dos veces.
—Lágrimas.
La miré por encima del borde de mi taza.
—Así es como llaman a las gotas de vino, cuando se quedan en la pared de la copa y descienden. Lágrimas.
Un taxi United se detuvo delante del restaurante y el conductor hizo sonar la bocina.
—Así que cuéntame, detective Griffin. ¿Andas a la caza de algún hombre esta noche?
—No —contesté mirando alrededor—. No. Todo lo contrario.