En una época, ciertas palabras se zambullían en mi conciencia, sin que las llamara y sin razón aparente, negándose a que las desalojara. Una vez fue superferolítico; otra, seca. A menudo eran palabras cuyo significado conocía de forma imperfecta, aunque me resultaban familiares.
Encontrar aquel cuerpo fue algo así. No era el de Shon Delany, pero por un momento, sin razón alguna, estuve absolutamente convencido de que lo era y me costó librarme de esa sensación.
Pasé un par de horas en la oficina del sheriff. En el distrito de Jefferson, el sheriff es quien se encarga del trabajo policial, no como en Nueva Orleáns. Los agentes, sentados al otro lado de la mesa, con la mirada clavada en mí, me servían café en vasos de plástico; era tan repugnante que habría bastado para arrancar una confesión al malhechor más encallecido. Se negaban a hacerse mala sangre. Se veía en su actitud que era la clase de muerte característica de Nueva Orleáns y que por pura casualidad se había colado en su territorio.
Hice mi declaración, sobreviví al café y a las miradas, y cuando por fin aceptaron concederme una llamada, hablé con Don Walsh.
—Lew —dijo—, he estado dando vueltas a ese asunto. Lo que tú tienes que hacer es esforzarte por encontrar cuerpos con vida, para variar. Hasta podrían ser los cuerpos que estás buscando realmente.
—Buena ocurrencia.
—Déjame hablar con el que dirige el espectáculo.
Su breve conversación logró que me soltaran y me acompañaran a casa en un coche patrulla. Y que no me dieran más café.
Una nota que Norm Marcus había pasado por debajo de la puerta me informó de que los chicos de las bicicletas habían atacado de nuevo, arrancando el bolso a una mujer de setenta años y empujándola a la calzada. Se había fracturado la pierna al caer. Logró subirse a la acera a rastras pero tuvo que quedarse tumbada hasta que un conductor tuvo la bondad de detenerse a ayudarla.
Tras dar de comer a Bat y tomar dos tazas de té muy caliente junto a la ventana, sentado en el balancín aquel viernes por la mañana temprano, seguía pensando en el cadáver y en Clare. Recuerdo que tenía la sana intención de levantarme enseguida para prepararme algo de comer.
Pensaba en la casa abandonada de Metairie, en cómo Armantine Rauch y otros habían acampado allí como si fuera sólo un cobijo entre los árboles; pensaba que a cada paso siempre me encontraba con gente de acampada, gente que vivía vidas transitorias. Quizá sea eso lo que hacemos todos, en definitiva. Recordaba mi propia sucesión de apartamentos y casas. Pensaba en que ni siquiera aquí, después de tantos años (por desidia, habría argumentado, aunque a un nivel más profundo, lo sabía, deliberadamente), había rellenado los vacíos, instalado las cosas en un lugar permanente. Los muebles, los objetos personales, los libros y los periódicos permanecían allí donde los había dejado por primera vez; a juzgar por las apariencias, mi mudanza podía datar de la semana anterior.
También pensaba en mi madre, algo que rara vez ocurría.
Mientras crecía, jamás me percaté de que todas las familias no eran como la nuestra. Mi madre se había retirado del mundo, se había enclaustrado (como si por sus venas corriera sangre calvinista en vez de senegambiana) en los rigurosos rituales del desayuno, el trabajo, la cena, las labores domésticas, la iglesia, el sueño. Cuando algo amenazaba o alteraba esta rutina, el suelo temblaba bajo nuestros pies. Mi padre había escogido, si es que le quedaba otra opción, retirarse con ella. En casa no había visitas, ni de sus amigos, ni de compañeros del trabajo, ni de mis compañeros de la escuela. No había salidas familiares al cine, a restaurantes o al parque. Ni menciones a la silenciosa y palpable locura de mi madre.
Sólo años después empecé a comprender lo extraña y distorsionada que era esa vida —distorsionada de una forma que ninguna lente puede corregir— y lo mucho que me había marcado. Es una herencia de la que mi hermana Francés parece haber escapado, aunque a veces me he preguntado si su propia batalla desesperada por aferrarse a la normalidad, su empleo sensato, su estabilidad en la vida y en el matrimonio, no está igualmente determinada por las mismas razones.
Me despertó de pronto el teléfono. Zozobrando en la intensa luz, confuso, me levanté del balancín con esfuerzo.
Afuera los niños se gritaban de camino a la escuela. Había dormido tres o cuatro horas. Un gris peculiar en el cielo, como visto a través de un cristal de color. No lo sabía entonces, pero una empresa de almacenaje en Magazine se había incendiado y estaba cubriendo de humo el cielo del barrio alto mientras ardían cubículos de cosas innecesarias que sus dueños no querían abandonar: cartas y fotografías antiguas, anuarios de colegio, vestidos de boda, declaraciones de impuestos, muebles inservibles. Al cabo de unos días observé que un bulldozer aplastaba y allanaba lo poco que quedaba.
Me quedé junto a la ventana, el contestador tomó la llamada. Aquí Lew Griffin, deje un mensaje por favor. Entonces la voz de Richard Garces.
—Lew, llámame cuando vuelvas. Tu…
Contesté.
—Richard, estoy aquí.
—Los cobradores son insistentes, ¿no?
—Genial, el programa humorístico que echan en la radio a la hora de ir al trabajo. Diez minutos de chistes malos y tres de música aún peor.
Silbó unas cuantas notas y dijo:
—Eres un cínico recalcitrante, Griffin.
—Lo intento.
—Un hombre triste y desdichado.
—Indiscutiblemente.
—Vale, pues me temo que tengo otra mala noticia para ti —dijo Richard—. ¿Estás preparado?
—¿Tengo alternativa?
—Has desaparecido.
—¿Qué? —Recordé el ejemplo que ponía Chandler del habla americana variopinta, un gángster que echaba a su subordinado de la habitación diciendo simplemente: Desaparece.
—¿Tu hombre en el Hospital Universitario? ¿El que pretende ser Lew Griffin? Se ha ido.
Me quedé mirando un camión de basura que pasaba por la calle dando bandazos. Unos hombres saltaban de la parte trasera, agarraban un cubo, lo vaciaban y lo colocaban de nuevo junto al bordillo casi en un solo movimiento; después, con un silbido, avisaban al conductor que continuara mientras corrían detrás. Bat, temeroso de los ruidos, estaba debajo del sofá, con las orejas erguidas y los ojos clavados en la puerta de entrada.
—Tengo una amiga que es residente allí, sabe que eres amigo también. Me llamó en cuanto se enteró. Se marchó sin dejar rastro ayer entre las cuatro y las seis.
—¿Y nadie lo vio? Cuesta creer que nadie se diera cuenta, en el estado en que estaba. Me sorprende incluso que pudiera caminar.
—Ya. Como a todos. Pero la gente siempre hace lo más insólito, lo que nunca imaginarías que está dentro de sus capacidades.
Dejando un rastro de fluidos en los que era mejor no pensar, el camión de basura giró en la esquina.
—El caso es que lo habían trasladado a una habitación. Por lo general, no lo hacen tan pronto, pero supongo que necesitaban camas en la UVI para las víctimas de un choque en cadena en la I-10. Una auxiliar de enfermería comprobó las constantes vitales a las doce, a las dos y a las cuatro. Cuando la jefa de enfermeras entró para hacer la comprobación final antes del cambio de turno, según dice, a las seis y veinte o así, se había ido. La aguja endovenosa había sido arrancada y el suero goteaba en el suelo. En el lavamanos había un ovillo de esparadrapo. Se llevó pasta de dientes y un cepillo de un neceser que el hospital pone a disposición de los pacientes, y dejó la cuchilla de afeitar y todo lo demás.
»También dejó su bata de hospital y nadie pudo explicarse cómo se lo había montado para vestirse hasta más tarde, cuando otro paciente del mismo pasillo volvió de la sala de radiografías. Alguien había roto la cerradura de la maleta que había en su habitación. El dinero y la cartera estaban intactos, pero faltaba la ropa. Unos pantalones beige de pana, una camiseta de rugby azul y amarilla. Los zapatos tampoco estaban. Unos Reebok negros.
—¿Conseguiste todo eso de una llamada amistosa?
—Bueno, hice varias preguntas. Ya sabes. Tenía la corazonada de que irías tras él, Lew. Que te serviría todo lo que pudiera averiguar.
—Te lo agradezco, Richard, créeme.
Le pregunté el nombre de su amiga del hospital, lo apunté y dije que ya indagaría después.
Entonces llamé a Don, que me aseguró que mantendría el oído aguzado y agregó:
—Joder, a lo mejor sí que eres tú, Lew. El único hombre que conozco que siempre se larga del hospital antes de que le puedan pegar el esparadrapo en los vendajes.
Cuando colgué, vi que la luz del contestador parpadeaba. No había escuchado los mensajes al llegar.
El departamento de Inglés y el decano Treadwell agradecerían que llamara a la mayor brevedad.
Mi agente tenía «una pequeña noticia y un cheque aún más pequeño», gracias a un par de ventas al extranjero de libros antiguos.
Alguien quería regalarme un periodo de prueba como socio en un gimnasio.
Y Deborah O’Neil quería darme las gracias por las flores.
Cogí el teléfono pero, al cabo de un momento, colgué. Me quedé mirando por la ventana, luego cogí un bolígrafo y un bloc amarillo de la estantería junto a la puerta y, al volver al balancín, escribí:
Era la primera vez que la veía. Vestida de rojo, entró desde la oscuridad. Estábamos casi solos en el pequeño café.
Con pocas pausas, alzando la vista sólo una o dos veces, escribí durante cuatro horas.