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Oía a Bat regañándome desde dentro mientras abría la puerta. Evidentemente había mucho que recriminar. Yo era su gran desengaño.

Una mañana, hacía unos seis años, había aparecido en la puerta mosquitera de Clare Fellman, con las uñas enganchadas en la red, colgado. Ella lo hizo bajar y lo ahuyentó, pero volvió una y otra vez hasta que lo dejó entrar. No era más que un cachorro entonces, piel y huesos, y unas enormes orejas que apuntaban a lo alto: de ahí le vino el nombre, Bat: parecía un murciélago.

Yo también, en cierto sentido, había aparecido en el umbral de la puerta de Clare. Y como no me iba, me dejó quedar.

Estuvimos juntos algo más de un año. Catorce meses, para ser precisos. Con Clare, pude decir por primera vez cosas que antes siempre había aplazado o dicho demasiado tarde.

Una noche entré y la encontré tumbada en el sofá.

La noche anterior habíamos asistido a una actuación del Colectivo de Danza y Ritmos Africanos Kumbuka, en el Roussel Hall de Loyola. Unas mujeres se reúnen para ocuparse de sus labores cotidianas, fregar la ropa, preparar la comida. Una de ellas se queda rezagada cuando empieza a caer la noche y las otras se van. Poco después, un demonio sin rostro la ataca violentamente. Las otras regresan y encuentran su cadáver. Los gemidos y las lamentaciones se entretejen en un ritmo pesaroso que acaba duplicado, casi inaudible al principio, por unos tambores fuera del escenario. Las mujeres se ponen a bailar mientras, poco a poco, los tamborileros van apareciendo en escena; juntos, cada vez más frenéticos, baten el tambor y bailan hasta que la mujer vuelve a la vida.

Durante el tiempo que pasamos juntos, Clare descubrió que tenía aptitudes para escribir y el tremendo gozo que le provocaba. Las palabras que le costaba tanto encontrar cuando hablaba, fluían como una corriente cuando escribía. Se estrenó escribiendo cartas al director; pero no tardó en redactar reseñas para periódicos alternativos.

Sabía que en teoría tenía que escribir sobre el espectáculo del día anterior y que el artículo tenía que estar en la oficina de The Griot a las seis. Además, era miércoles, el día en que salía más temprano de la facultad, así que tenía que estar en casa desde el mediodía. Pero lo único que había en la pantalla del ordenador era el nombre de la compañía, y debajo la fecha y la hora de la actuación. Dos líneas más abajo, el cursor parpadeaba. Una pila de trabajos de sus alumnos descansaba, intacta, sobre la mesa de la cocina, donde solía trabajar.

No me siento muy bien, me contestó cuando le pregunté qué le pasaba.

Me… siento… muy mal… Lew… ¿sabes?

Llevaba con ella lo bastante como para no advertir las pausas, los titubeos, la forma en que trazaba líneas alrededor de una palabra y esperaba que se aposentara.

Venga, vamos a Touro, le repliqué.

No sé cómo conseguí conducir su coche hasta allí. Como tenía un diseño especial, con el freno, el cambio de marchas y el acelerador sobre la columna de dirección, nunca lo había intentado.

En urgencias, armé el escándalo suficiente para que la atendieran inmediatamente. Ni los residentes ni los médicos titulares a quienes pedí que la visitaran encontraron nada. Sin embargo, propusieron que pasara la noche en observación.

Había ido a casa a buscarle cuatro cosas: un pijama, una bata, el cepillo de dientes, ropa interior, maquillaje y su bolso. Vuelvo en treinta minutos, le aseguré.

Supe que algo iba mal en cuanto volví a atravesar las puertas de urgencias. De todos los rincones se precipitaban hacia la habitación de Clare.

Otro aneurisma cerebral, me informaron al cabo de unos minutos. Como el que había tenido a los veintidós años, aquel del que se supuso no sobreviviría, que le desordenó el habla y la obligó a aprender de cero a mantenerse de pie, a caminar, a tender la mano, a sostener las cosas.

Contundente y fulminante, dijo una doctora. No pudieron hacer nada. Lo intentaron, por supuesto. Pero… lo sentía mucho.

De modo que me fui de la casa de Clare y regresé a donde había vivido con LaVerne, llevándome a Bat. Donde solía quedarme mirando, por la ventana de encima del fregadero de la cocina, el barracón de los esclavos, la oficina improvisada que llevaba tiempo sin pisar, su tejado cubierto de hierba.

Horas antes, ante un cuerpo que podría haber sido el de Shon Delany, había pensado en Clare.

Abrí una lata de atún, atún auténtico, atún para personas, y lo dejé en el suelo junto al plato de Bat. Zangolotee el surtidor de pienso para que bajara su contenido. Le llené el recipiente de agua fresca.

Tal vez no fuera tan malo, al fin y al cabo.

Puse agua a calentar, preparé una taza y un sobre de té Irish Breakfast y empecé a revisar el correo.

Publicidad postal de oportunidades incomparables procedentes de clubes de libros, clubes de discos y videoclubes. Una oferta de suscripción a un catálogo de catálogos. Un cheque de reintegro de la compañía eléctrica por el valor de noventa y nueve centavos.

La tetera silbó y Bat me siguió a la cocina, pensando que tal vez pillara algo más de comida. La esperanza es eterna. A los humanos se les caen cosas al suelo. El gato alerta se abalanza antes de que la Providencia tenga ocasión de retirar su ofrenda.

Aquella tarde, yo había decidido que la Vida, la Providencia, la Casualidad o Cualquiera, me estaba enviando un mensaje y, después del encontronazo en Derbigny, había vuelto a casa para eliminar la sangre, la mugre, los pedacitos sueltos de piel y el alquitrán de la calle con una ducha; comí un guiso frío de ternera de una lata Dinty Moore, me puse ropa limpia y volví a salir en busca de Shon Delany.

Señales que estamos empeñados en leer. Debes aprender a codificar las señales de tu angustia. Muévete, Griffin.

Eso hice.

A pie hasta la tienda de donuts en la que había trabajado Shon Delany. Para entonces, ya eran las cuatro. Y para entonces, la tienda estaba cerrada.

No sólo cerrada. La habían dejado sin camisa. Tast-T Donut estaba cerrado a cal y canto. Arruinado, abandonado, desamparado, difunto.

Colgado en la puerta, un cartel de cartón escrito a mano rezaba Disculpen las molestias de no estar. La zona de aparcamiento estaba llena: coches de los empleados del hospital y de los servicios médicos de los alrededores.

La puerta de al lado era una floristería. Estuco, una residencia unifamiliar reconvertida con diminutos arcos frontales, tan encantadores como disparatados. Recién pintados de verde claro y melocotón.

Sonó una campanilla cuando entré agachando la cabeza y me topé con una mesa de caballetes detrás de la cual había una mujer de al menos un metro ochenta. Pelo rojo por doquier, delgada, con un vestido tubo de color negro. Estaba al teléfono y, aunque no se movía, daba la impresión de estar bailando. Esbelta. Me saludó con la cabeza, sonrió. Enseguida estaría conmigo.

—Sí, señora, entiendo. ¿Pero no podría pasar por la tienda? Nos permitiría atenderla mucho mejor… Estupendo.

Colgó el teléfono. Brazos desnudos, finos y con una ligera pelusa. Muñecas estrechas como una vara, dedos largos cuando me tendió la mano por encima de la mesa para estrechar la mía. ¿Rozando los cuarenta? Sin perfume pero con olor a jabón y, debajo, una levísima huella de sudor.

Llevaba unos pendientes que figuraban tiburones minúsculos con hombres colgando de las fauces por la cintura.

—Lo malo de trabajar aquí es que cuando entra un hombre apuesto, sé de antemano que no me trae flores.

El teléfono volvió a sonar.

Se encogió de hombros.

—Que lo coja el contestador. La gente ya no se afana.

¿Se afana?

—Llaman desde su casa en pijama o en ropa interior y pretenden que lo dejes todo por ellos. Deborah O’Neil —dijo retirando la mano—. ¿En qué puedo servirle?

Sonrió, ladeando instintivamente la cabeza unos grados y alzando la barbilla. Increíble perfil.

Le pregunté por la tienda de donuts.

—Ya me parecía a mí que no era hombre de flores —dijo.

Me contó que sus vecinos habían pasado meses oscilando al borde de lo insondable (sí, dijo realmente insondable). Había días en que sólo ponían en las estanterías las sobras del día anterior. Hasta el café se hizo imbebible. Hacia el final, tampoco limpiaban demasiado. Los mostradores estaban tan pegajosos que si apoyabas el brazo tenías que quitarte la camisa como pudieras y dejarla allí. Pegada para siempre. La única forma en que conseguían mantenerse a flote, mientras duró, era despidiendo personal cuando no podían pagarle y contratando nuevo.

Dije que parecía conocer muy bien la situación, asombrosamente bien, en realidad, y se encogió de hombros.

—Observo a la gente, me fijo en lo que sucede alrededor. Siempre lo he hecho. El negocio tiene altibajos durante el día, comprenderá; todo viene a rachas. Y nuestra oficina de la trastienda tiene una ventana que da al callejón. Los empleados salen, salían a fumar allí. Yo, mientras llevaba la contabilidad, revolviendo montones de recibos y facturas, solía oírlos.

¿Sabían lo que estaba ocurriendo?

—Sabían que ocurría algo. La tienda había sido vendida hacía poco. El propietario anterior había perdido interés mucho tiempo atrás y la tienda siguió por inercia; colina abajo, por supuesto. El nuevo dueño la compró como inversión, ya ve cómo se está edificando por aquí. Los donuts le traían sin cuidado, por supuesto, pero la tienda siguió adelante, aunque tambaleándose.

¿Tiene idea de por qué cerraron finalmente?

—Bueno, no lo sé, desde luego. Pero pienso que podría estar relacionado con lo que pasó anoche.

El teléfono volvió a sonar. Murmullos en el fondo de la tienda donde el contestador registraba la llamada.

—Fin de mes. Acumulación de papeleo para poner al día, incluso más de la cuenta ahora que, al parecer, mi socia ya no pasa por aquí para encargarse de estas cosas. Me he acostumbrado a quedarme hasta tarde. La tienda cierra a las seis. Voy a buscar la cena y un vaso de vino calle arriba en el Sweet Basil y vuelvo para trabajar dos o tres horas ininterrumpidas. De modo que serían cerca de las diez, quizá pasadas. Estaba a punto de marcharme.

Eso fue anoche.

—Exacto. Oigo voces en el callejón, alguien que dice «Cabronazo», otro que dice «Quieta, niña, no te muevas ni hables más». Así que miré fuera. Un enorme coche negro, un Lincoln o algo por el estilo, estaba aparcado enfrente. Cuatro tíos dentro, también de negro. Y negros. El conductor se queda en el coche. Los tres que se bajan llevan armas automáticas. Uno se queda junto al coche, vigilando la calle. Los otros dos entran. Se quedan dentro cuatro o cinco minutos, salen y se suben al coche. Cuando el coche toma Jackson, sale gente corriendo de la tienda de donuts. Las luces siguen encendidas dentro pero no queda nadie. Esta mañana, al venir, vi el cartel.

¿Un atraco, le parece?

—¿Quién se molestaría? En el mejor de sus días, ese local jamás llegaba a los doscientos dólares de caja.

En esta ciudad, podía darse. Unas semanas antes, un chico de once años había asaltado un motel en Claiborne. Entró con una pistola del 38, pegó en la cara al recepcionista (aunque tuvo que subirse a una silla para alcanzarlo) y salió con dieciocho dólares. Aun así, ella tenía algo de razón.

¿Nunca vio nada parecido antes?

Sacudió la cabeza.

Estaban buscando a alguien.

—Es la única explicación razonable, sí. Tal como se comportaron, las armas, el coche.

¿Quién estaba en el callejón?

—No sé los nombres. Sólo oí voces.

¿Pero miró por la ventana?

—Sí.

¿Los vio?

—A la mujer, no. Estaba al fondo, en las sombras. Recuerdo que el hombre sonaba negro pero no lo era… me sorprendí al verlo. Peso mediano, bastante delgado. Pelo afeitado encima de las orejas y el resto muy largo. Como un copete. ¿Se acuerda del Pájaro Loco?

Le pregunté si por casualidad conocía al dueño del local.

—Por curioso que parezca, sí. Vino a verme y me preguntó si no me importaba echar un ojo al local, incluso advertirle si venían posibles compradores. Tengo su nombre y su número de teléfono en la oficina, si lo quiere.

Lo quería.

—Siempre que pueda encontrarlo.

Y, finalmente, lo encontró: clavado con chinchetas en la pared encima del teléfono en un pastiche de entradas de teatro usadas, tarjetas de visita garabateadas, post-it, invitaciones a exposiciones de arte, debates y seminarios, carteles y anuncios de representaciones como Fin de la partida, El Rey Lear y algo titulado Jimmy Baldwin desembarca en el cielo.

—Está de suerte —dijo.

Diría que los dos.

—¿Por qué?

Bueno, veo que se representó su obra, entre otras cosas, señalando el cartel de Jimmy Baldwin. ¿Cuándo, hace un par de meses?

—No. El año pasado.

¿Fue bien?

—Si una semana en cartel y la mitad de la sala vacía cada día es ir bien, sí. A decir verdad, las dos primeras noches hubo bastante gente. Pero era una falsa impresión. Estaban la familia y los amigos.

¿Tiene muchos amigos?

Sonó el teléfono. Nos miramos, escuchamos una voz. Oímos el pito, oímos un mensaje mascullado, oímos el tono al colgar quien llamaba.

—No tantos como para hacer ascos a uno más. Pero ¿qué es lo otro?

¿Qué?

—Dijo que los dos estábamos de suerte porque se había representado mi obra… entre otras cosas.

—Tiene razón. Lo otro era que necesito realmente unas flores.

—Ah, ya… ¿De qué clase?

Bueno, pensaba en rosas. Rosas rosas, si hay.

—Por supuesto. ¿Una docena?

Por qué no.

—Las elegiré yo misma.

Desapareció en la trastienda y surgió al cabo de unos minutos sosteniendo contra el pecho trece rosas de Alejandría rodeadas de una espuma etérea de gisófilas blancas; todo envuelto en papel verde.

—¿Cómo lo pagará, caballero?

¿En efectivo va bien?

Lo tecleó en el ordenador (oí ponerse en marcha una impresora en el fondo) y me indicó que serían 9,98 $. Puse un billete de diez sobre el mostrador, que le llegaba a la altura del pecho. Fue a la trastienda y volvió con un ejemplar de la factura impresa para mí.

—¿En qué dirección hay que entregarlas?

Oh, no tiene que entregarlas, dije.

Ella alzó la vista.

—¿Perdón?

Son para usted.