Contaba, reducido por las circunstancias a las matemáticas más simples, alejado (como dirían los liberales) de aspiraciones más elevadas: la conciencia social; las humanidades; el ejercicio de la literatura.
Eran 3. Me habían pegado 9 veces, pateado 4. Tenía 1 diente flojo. Era la 1 en punto. Ésta era, habría sido, mi 3a parada.
También hacía memoria: mi mente, a la defensiva, se abría paso, flotaba por encima de todo, evocaba otras ocasiones como ésta. Pensaba que cosas así nunca habían sucedido a Proust, nunca habían mancillado sus remembranzas. Denme una magdalena cualquier día.
Tal vez lo que nos sucede sea lo que provocamos, lo que atraemos sin saber cómo.
Tal vez todos los fracasos sean fracasos de la voluntad.
Tal vez me merecía no recibir más patadas en el culo.
Y no es que tuviera nada contra ellos. Un tío de cincuenta años con traje y corbata al que nadie ha visto antes, que tiene pinta de policía pero no lo es o estaría enseñando la placa, aparece en el barrio y se pone a hacer preguntas. ¿Qué otra cosa va a ser, sino un pájaro de mal agüero, un recaudador, un perseguidor de morosos, algún tipo de cobrador? Lo que está claro como el agua es que no es un inspector de Hacienda. Y tiene pinta de llevar encima unos cuantos dólares, que le pesan, demasiado. Los jóvenes hermanos, cargados de conciencia cívica, darán una mano a su paisano, lo abastecerán de respuestas. Por supuesto. Como la vida misma.
Pero todo tiene un límite.
Era un arte, una técnica que no había tenido ocasión de emplear desde hacía años. Como todas las técnicas, primero fue una reacción instintiva. Sólo después me pregunté qué había ocurrido y cómo. Luego lo descompuse, desde el impulso inicial, el estímulo, hasta la respuesta y el resultado final, haciendo calas en cada segmento dislocado, trazando la curva. Construyendo una gramática. Tenía que poder reproducirse.
Te zambulles y encuentras la rabia, la frustración, la derrota y la desesperación, ese charco negro que nunca desaparece debajo de la superficie del mundo. Lo encuentras, lo sacas a la luz, le sacas provecho. Durante un tiempo se apodera de ti. Te conviertes en su vehículo. Lo que los practicantes del vudú llaman un caballo.
Me volví sobre la espalda, gruñí de dolor, boqueé y contuve el aliento. Se echaron todos atrás un momento y cuando el que tenía a los pies se agachó para ver mejor, le di una patada en la entrepierna. Luego giré como una peonza y agarré las piernas de otro cuando alzaba los ojos para ver qué le había pasado a su colega. Eso dejaba a uno en pie, pero sólo hasta que le clavé la puntera en el costado de la rótula. Los otros se levantarían en algún momento. Él no. El segundo ya estaba intentando ponerse de pie. Le di un puntapié ligero en la sien.
Después, te invade una rara serenidad. Te sientes vacío, ya no hay pánico ni ímpetu, pero la adrenalina aún te mantiene los sentidos en lo alto. Todo es increíblemente nítido, claro, intenso. El mundo es una luz trémula. Oyes los resuellos procedentes de un apartamento escaleras arriba, el canto de un pájaro a manzanas de distancia. Ves la estructura de la luz en el aire que te rodea. Oyes un gato que se mueve sigiloso contra la pared. Las sirenas de la policía que aúllan a kilómetros de allí, en el distrito financiero. Las sirenas de los barcos en el río.
Así eran las cosas mientras regresaba por Marigny y el Barrio Francés hacia Canal, con los sentidos descendiendo como un coche en un cric. En las caras de los otros vi el mundo ordinario que reaparecía. En la esfera de un reloj vi que eran casi las dos.
La mañana había sido unas gachas de avena narrativa: puros grumos silogísticos. Llegué a casa desde el hospital con la intención de dormir unas horas antes de pasarme por la facultad a remendar cosas y volver a la carga con la búsqueda de Shon Delany. Nunca antes había tenido tantas ganas de un trago. Me conformé con un café. No había cafeína capaz de mantenerme despierto. Me habría dormido hasta delante del tribunal del Santo Oficio.
Pero sólo dormí treinta minutos. Busqué a tientas el teléfono. Vi la taza de café, aún llena, en el suelo junto a la cama.
Llevaba tiempo prometiéndome que iría a comprar muebles, un escritorio o dos quizá, estanterías, algún tipo de mesilla para colocar al lado de la cama. Toda una vida pasada con las pertenencias bajo el brazo y cambiándose de casa hace que se adquieran hábitos raros. Ahora llevaba más de diez años viviendo en el mismo sitio. Era bastante probable que me quedara un tiempo.
—¿Lew?
Me percaté de que no había dicho nada. Me había limitado a descolgar el teléfono y quedarme allí tumbado con el auricular pegado a la oreja, escuchando.
—¿Mmmmmh?
Mucho mejor. La cortesía se asoma, soñolienta.
—¿Quieres que te llame más tarde?
—¿Estás en el trabajo?
—Claro. El ayuntamiento es ocurrente, le gusta que me deje ver de una forma más o menos regular.
—Dame cinco minutos.
—Concedidos.
Bebí el café frío y grisáceo, me lavé la cara y me quedé junto a la ventana un par de minutos observando cómo se encorvaba la espalda del mundo ante otro nuevo día. Como era jueves, había basura junto a la calzada para la recogida. Una mujer, en una silla de ruedas motorizada, se desplazaba de un cubo a otro, hurgaba en ellos y sacaba artículos selectos que echaba en un saco de tela atado al respaldo de la silla.
Don, por puro milagro, estaba realmente en su despacho y contestó cuando lo llamé.
—Debe de ser un día tranquilo.
—¿Acaso no lo son todos? Acabo de mandar todo al cuerno, me tomaré un descanso. Me sentaré a observar cómo rompe la tormenta.
—¿Siguen tratando de matar a todos en la ciudad?
Nueva Orleáns había registrado 421 asesinatos en lo que iba de año. Hasta los vecinos de Jefferson Parish empezaban a preocuparse ante la propagación de la violencia hacia sus preciados barrios periféricos. Seguía esperando el día que anunciaran la construcción de una muralla.
Don rezongó.
—A este paso, les tomará ¿qué? ¿Diez, veinte años, hasta que no quede nadie? No cuelgues, Lew. —Habló con brusquedad a alguien y luego volvió—. Quería hacerte saber que no ha salido nada de las huellas ni de la foto. No es que esperara algo tan pronto, pero… —Alzó la voz de repente—. ¿Te importa esperar un puto minuto? ¿Te crees que esto es mi almuerzo, que me estoy comiendo el puto teléfono? No, ya te buscaré yo.
»¿Sigues ahí, Lew?
—Sí señor.
—Qué amable. A lo que íbamos. Hablé con el agente que contestó la llamada, pero no pudo decirme más que lo poco que ya sabíamos. La llamada entró, vía nueve uno uno, a las nueve y catorce. Era el conductor del camión de basura. No hay pruebas claras de refriega…
—Cómo puedes estar tan seguro, nuestros callejones…
—Correcto. Es obvio que el camión no fue lo primero que lo golpeó aquella noche. No hay pruebas de que él, o cualquier otro, viviera en el callejón. Pudo ir a parar a ese lugar paseando o ser arrojado allí después. No había indicios de objetos personales ni de pertenencias, aparte de lo que llevaba encima. Tengo una copia del informe para ti, si la quieres.
—Gracias, Don.
—De nada. ¿Cómo fue en el hospital?
Largo e infructuoso. El hombre seguía en sus trece. Era Lewis Griffin, un novelista que escribía sobre las calles, sobre la auténtica vida subterránea de la ciudad. Autodidacta. Un original. Trabajaba en una nueva ahora. Había escrito tres capítulos aquella misma mañana.
Dirá usted ayer por la mañana, dije.
Lo que fuera. Se había preparado un almuerzo ligero, un bocadillo de pan integral con sobras de cerdo asado y mostaza criolla. Lo había acompañado con un par de pepinillos y una Corona. Por la tarde, había salido a dar un paseo, como de costumbre, y alguien debió de atracarlo, porque era lo único que recordaba.
Le pregunté donde vivía.
En la zona alta.
¿Desde hace mucho?
Diez o doce años. Me habló de LaVerne, de que habían vivido allí juntos, pero desde entonces había pasado mucho tiempo. Hay días en que parece que hace mucho tiempo de todo, comentó.
Le pedí que me hablara de sus libros.
¿O sea que no los ha leído?
Lo siento, pero no.
Sacudió la cabeza tristemente. No hay mucha gente que los haya leído, supongo. Pero este nuevo puede que lo cambie todo.
Acertó algunos de los títulos pero en todo lo demás, incluso en la trama de El viejo, no dio una.
¿Por casualidad no tendrán papel por ahí?, preguntó cuando Bailey y yo nos íbamos. Se me antoja que podría aprovechar el tiempo y trabajar un poco en el nuevo libro mientras estoy aquí.
Dije que me parecía una buena idea. Le di la libreta y la pluma que siempre llevo encima.
Cuando terminé de contarle todo, Walsh se quedó callado.
—Joder, Lew —dijo al final—, es espeluznante, lo mires por donde lo mires.
Le contesté que tenía toda la razón del mundo y me dijo que me avisaría en cuanto supiera algo de las huellas o de la foto.
Tumbado en la cama, me hundía y emergía de los sueños y pensaba que en cualquier momento me iba a levantar a preparar café o quizá embarcarme en una nueva carrera como piloto de pruebas cuando el teléfono volvió a sonar. Richard Garces, para contarme que estaban llegando las primeras respuestas a su solicitud de información en la red, pero hasta ahora no había nada en lo que valiera la pena ahondar. Repetí las últimas novedades sobre la situación en el hospital. Se mostró apropiadamente incrédulo.
—Tengo la relación de las misiones y centros asistenciales locales que me pediste. Me figuro que no es posible que te lo despache por módem, ¿no?
—No, si quieres que me llegue.
—Y sigues sin fax, ¿verdad?
—Sasto.
—Mira qué bien, pues justo ahora me he quedado sin palomas mensajeras.
—Ya me paso a recogerlo.
Tras haberlo hecho, mi primera parada fue al final de Dryades, justo antes de que Howard se desgaje en las callejuelas del centro. Es probable que cuarenta años atrás, el edificio hubiese pertenecido a alguna cadena de grandes almacenes, un Montgomery Ward, un Sears; ahora, pintado de azul vivo, era la Misión de Nueva Orleáns. Me costó lo suyo encontrar a alguien que admitiera que bueno, sí, era como quien dice el encargado.
—¿Vive aquí entonces?
Asintió en silencio. El único pelo que le quedaba eran dos parches delgados, de unos tres dedos de grosor, encima de las orejas. No habían visto unas tijeras en largo tiempo y parecían alas caídas.
—Un cuarto en la planta baja, parte trasera, demasiado pequeño para cualquier otra función. Barro el local, limpio los servicios, cierro por la noche. A cambio del cuarto y las comidas.
Pregunté si la misión repartía ropa.
—Claro que sí, cuando tenemos. Cada vez que a alguien se le antoja darnos una remesa. Aunque nunca duran mucho. Salen en un abrir y cerrar de ojos. Y después podemos esperar sentados hasta que nos llegue otra partida.
Le pregunté sobre libros.
—Tenemos unos pocos. Los conseguimos cuando cerraron el mercadillo que estaba calle arriba, hace uno o dos años, creo. No diría que a la gente le interesen mucho. Siguen amontonados junto a mi cuarto. Lo único que se lee por aquí es la Biblia.
Le mostré una fotografía de David y una copia de la que había sacado Don del paciente que pretendía ser yo, y le pregunté si recordaba haber visto a uno de estos dos hombres. Meneó la cabeza y, a cambio de un billete de veinte, convino en mostrarme el edificio.
La siguiente parada era el distrito de los almacenistas, hasta hacía poco una región desolada de edificios abandonados y clausurados, y aceras destartaladas, donde ahora proliferaban galerías de arte y apartamentos de lujo en las viejas armazones rehabilitadas. La misión no tenía más nombre que Gold Dew, inscrito en los ladrillos que coronaban las puertas, porque en tiempos hubo allí una destilería de cerveza.
Había un hombre singularmente pequeño sentado ante un escritorio a su medida, en lo que había sido el vestíbulo del edificio. Llevaba un traje de tartán marrón, una camisa amarilla de rayón y una corbata azul de punto que, por el aspecto del nudo, nunca deshacía.
—¿Diga usté?
Me presenté y cuando le estaba explicando por qué me encontraba allí, me interrumpió.
—Mire usté, si no le importa que le diga, aquí sólo nos interesan dos tipos de personas, las que necesitan un cable y las que tienen algo que darnos para echar un cable. Usté viste demasiado bien para ser de los primeros y si no me equivoco, creo que no trae nada. Que tenga un buen día. —Miró detrás de mí—. Siguiente.
No había siguiente, por supuesto.
Apoyé las manos en el escritorio y me incliné. Si la lluvia se hubiera filtrado por entre los altos puntales y las vigas del techo, él se habría mantenido seco.
Alzó la vista, lo meditó y decidió que bien mirado a lo mejor tenía tiempo de echarme un cable.
Pero no recordaba haber visto nunca a ninguno de esos dos. No pondría las manos en el fuego, claro, había tantos que iban y venían cada día, tantos que sólo necesitaban una comida, un abrigo grueso o un par de zapatos que no dejaran pasar demasiado el agua…
Lo sabía: ninguno de ellos valía más que su necesidad.
Alcancé la primera base con el tema de la ropa y los libros, cómo funcionaba la organización, horarios y ocupación, registros. Se lo pensaría, se pondría en contacto conmigo si se le ocurría algo. Mientras tanto, tal vez me sobrara un dólar o dos. No para él, que quedara claro.
Le di dos de veinte y salí a la calle. En aquella parte de la ciudad podría ser aún 1940. Los vetustos edificios de ladrillos ocupaban manzanas enteras y bloqueaban la vista al resto de la ciudad: los macro hoteles del centro, el Superdome. Camiones que repartían productos alimenticios, pan, cerveza, licores y suministros de limpieza, pasaban con gran estruendo. Sólo se ve el cielo que tienes encima de ti, el tráfago pesado y estrepitoso y, de tanto en tanto (en lo alto, entre los edificios, al cruzar una calle), un destello del puente de doble arco que salva el río hasta Gretna y Algiers.
Atravesé Canal, que hace no muchos años también estaba a punto de convertirse en un erial, y me detuve en el Café du Monde a tomar una taza del que sigue siendo el mejor café de una ciudad loca por el café.
La habitual cacofonía de turistas, autóctonos de ojos oscuros y fanáticos del Barrio Francés, todos mal vestidos. Las mesas y el suelo pegajosos como siempre por el azúcar. Música de organillo, espasmódica y desafinada, de uno de los barcos atracados en el muelle.
Un minibus de Swamp Tours se detuvo frente al café para recoger a los clientes que antes había soltado, bloqueando el tráfico de varias calles. Al otro lado de la plaza Jackson, las mulas de un coche de alquiler sacudían los cascos, movían la cola y bufaban, a la espera. Un joven se burlaba de los viandantes, deteniéndose periódicamente para ejecutar solos de los grandes éxitos a capella.
Me había propuesto no pasar más de medio día tratando de seguir la pista a Lewis Griffin 2. Luego continuaría con lo mío: buscar a Shon Delany. Aunque en realidad tampoco era lo mío. Habría debido quedarme tranquilamente en casa reuniendo apuntes para mis clases y hasta echando un vistazo a las páginas ya escritas de lo que podría llegar a ser (cada vez estaba más convencido de ello) un nuevo libro. Pregunté a la mujer de la mesa vecina si tenía hora. ¿Para qué?, contestó, se rio y me la dijo. Casi las once. De acuerdo. Treinta o cuarenta minutos a pie hasta allí, otros veinte para echar un vistazo, era todo lo que me concedía. Digamos que hasta la una como máximo. Luego volvería a los barrios altos y dejaría de dar palos de ciego.
La siguiente misión de la lista quedaba mucho más allá del Barrio Francés, en Debigny, cerca de los Campos Elíseos, una caminata larguísima. Tomé otro café para fortalecerme.
No lo sabían ni yo tampoco, pero tres tíos que remoloneaban en un chiringuito como cada día, con vaqueros caídos y gorras de béisbol con la visera en la nuca, me estaban esperando, junto a un repaso de mi aritmética.
Así es como ocurren las cosas en la vida: ángulos, curvas cerradas, tropiezos. Nunca lo que habíamos previsto. Nunca las historias que nos habíamos contado de antemano. De modo que siempre tenemos que inventar otras nuevas.