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Sus ojos iban alternativamente de la cara del médico a la mía. Carecían por completo de emoción o entendimiento, de espíritu, estaban muertos y chatos como lentejas; aparte de esto, no hacía ningún esfuerzo visible por moverse. Sus brazos descansaban sobre la cama. Las plantas de sus pies eran ásperas y callosas como si le hubiesen injertado suelas de sandalias. Tenía los dedos en forma de martillo.

Probablemente fuera mayor de lo que parecía.

—Ya puede hablar. Aunque le va a doler terriblemente la garganta durante un rato. ¿Me puede decir quién es?

El médico se llamaba Bailey. Se inclinó para colgarle una cánula de oxígeno de las orejas y ajustársela. Al incorporarse, me miró desde el otro lado de la cama y sacudió la cabeza.

A través de dos ventanas estrechas que había en un rincón, sólo alcanzaba a ver la niebla que enturbiaba el exterior, ni siquiera percibía las luces de la ciudad. Estábamos en la tercera planta.

—¿Me puede decir qué día es hoy? ¿Sabe dónde está?

Sólo esos ojos que se movían como un arco voltaico.

Esa confusión.

—Se va a recuperar. Ha tenido un accidente. Está en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Universitario. Ingresó anoche, martes. O sea que es miércoles. —Hizo una pausa—. ¿Puede ahora decirme dónde está?

Esperó un momento. Aún nada.

Se apartó.

—No sé. Parece que no habrá más remedio que una consulta neurológica.

Tiró el tubo endotraqueal con su trozo de cinta a la papelera que había junto a la cama, fue al lavamanos y se echó un chorro de Betadine de una jabonera montada en la pared. Empezó a lavarse las manos.

—¿Quieres llamar al internista? No oigo el pulmón derecho —gritó una enfermera desde una de las camas al otro lado de la sala. En el mostrador central, una secretaria de la unidad tomó el teléfono—. También una radio de tórax y un control de oxigenación en sangre.

Bailey salió de detrás de la cortina divisoria.

—Estoy aquí —dijo Bailey—. Discúlpeme, señor Griffin.

Fue hasta la cama y tras escuchar por el estetoscopio, pidió algo. La enfermera le pasó una jeringa. Dio uno o dos golpecitos en las costillas del hombre y luego, agarrando la jeringa como un dardo, se la clavó en el pecho.

—La presión está bajando. Oxígeno hasta 84.

Una segunda enfermera se acercó con un bulto, empujando una mesilla de noche. Dejó el bulto, partió el celo que lo sellaba, lo abrió y desplegó una tela verde grisácea que envolvía una bandeja de acero inoxidable, tubos de goma enroscados, instrumentos quirúrgicos en paquetes transparentes esterilizados.

Con uno de esos instrumentos, Bailey punzó de nuevo justo debajo de la jeringa. Con otro que parecía una combinación entre un fórceps y unos alicates, ensartó un tubo de goma en el pecho, lo cosió para que no se moviera y le agregó una botella de plástico.

Un tubo para el neumotórax. Poco antes de morir, Cría McTell, el bebé de Alouette, la hija de LaVerne, llevaba cinco.

—Bueno, no pinta mal. Hagamos una radio de tórax para confirmar. Lo pillaste a tiempo, Nancy. Control de la oxigenación en cuanto puedas.

La enfermera le auscultaba el pecho. Alzó la mirada y asintió, luego movió el estetoscopio al otro lado. La segunda enfermera echaba los instrumentos en la bandeja y el material desechable a la basura.

Bailey regresó.

Saludé con la cabeza al hombre que yacía en la cama entre nosotros. No le había quitado los ojos de encima a Bailey. Ahora los volvió hacia mí. Aún vacíos, sin profundidad. Como agua encharcada. Su rostro, aunque surcado de arrugas, de facciones firmes y rasgos pronunciados, era igualmente impávido, vacío.

Me vino a la cabeza la palabra borrado. Luego, una ráfaga de sinónimos: anulado, acabado, carcomido, eliminado, disuelto, gastado.

Bailey volvió a sacudir la cabeza.

—Siempre es difícil pronosticar, sobre todo al principio, en casos como éste. El mismo trauma puede inducir un cortocircuito temporal en las conexiones cotidianas. Y hay personas que tienen reacciones muy extrañas a la medicación de emergencia. Lo golpearon en la cabeza. Es casi seguro que hubo cierto grado de anoxemia. Ni siquiera tenemos manera de saber en qué estado estaba antes.

Volvió a frotarse las manos en el lavabo.

—Lo tendremos en observación. Pediré a un neurólogo que le eche un vistazo. No le puedo decir mucho más ahora. El panorama podría cambiar totalmente por la mañana.

Había colgado la bata en el cabecero de la cama. Cuando tendió la mano para recogerla, el hombre acostado dijo:

—Tiene mi libro.

—¿Qué? —dijo Bailey.

—Mi libro. Lo tiene usted.

—Llevaba un libro cuando fue ingresado —aclaré a Bailey—. Lo encontraron entre sus ropas, abajo.

—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama?

—Tiene mi libro.

—Tenemos que saber quién es, señor.

—Tiene mi libro —insistió él. Luego, cortésmente, agregó—: Señor.

Saqué el libro del bolsillo interior de mi abrigo y se lo entregué. Lo cogió: era su primer movimiento. Miró la portada, lo giró, lo abrió y lo miró por dentro. Alzó la vista y asintió con la cabeza.

—Mi libro.

Y eso fue todo. Cerró los ojos y se quedó dormido.

Fui a la sala de espera, donde pasé la noche, solo durante la mayor parte del tiempo, mirando los chistes espantosos que hacían entrevistados y entrevistadores en la tele, una reposición de Equipo A en la que los chicos defendían a un tendero vietnamita en la parte Este de Los Angeles contra una pandilla de maleantes latinos, y un par de pelis cuyas tramas, personajes y persecuciones culminantes en coche eran intercambiables.

Desde luego, quizá no hubiera conexión alguna entre David y este paciente. Simplemente, podría haber encontrado el libro en cualquier parte: en un contenedor de basura, en un sótano, en algún cuarto o en un edificio abandonado.

No es que estuviera decidido a poner gran empeño en imaginarme dónde o cómo lo había encontrado. Desde hacía mucho tiempo, años, cuando pensaba en mi hijo, lo daba por muerto.

Pero este hombre podría haber encontrado el libro en algún refugio, tal vez en Nueva York; podía haber ido a parar allí y hasta David en persona podría habérselo olvidado. O en una iglesia, de aquellas en que la gente se cobija, las que reparten mantas y dan de comer a los desposeídos y tienen un escondrijo con Biblias, libros y ropa vieja para sus huéspedes.

La noche anterior, en Urgencias —no, ya habían pasado dos noches—, Craig Parker había sugerido que la ropa del paciente, aparentemente desechada pero recién lavada, podía proceder de una de las iglesias o misiones.

Alrededor de las doce, el tipo que pulía el suelo apagó su máquina, sacó un termo de café del carrito y empezó a hablarme de la casa que su novia y él se estaban comprando en Valence. Necesitaba reparaciones, desde luego, pero podía hacerlas él mismo, tomarse tiempo y arreglarla como es debido; con lo que sugería una auténtica ganga. Habían buscado muchísimo tiempo. Ya no quedaban muchas gangas. Le encantaban esas casas estrechas y alargadas que en Nueva Orleáns llamamos shotgun. El único problema era que estaba al lado de un cementerio y quería saber si a mí eso me provocaría algún reparo. Le aseguré que me encantaban los cementerios.

Luego, durante más de una hora, capítulos viejos de series estrenadas hacía veinte años. Fred Sanford, el pícaro veterano de guerra, tenía un día de suerte. J. J. se pavoneaba por el exiguo apartamento de protección social de su familia contando su último chanchullo.

A partir de las dos y media, un guardia jurado pasó tres veces en una hora, hasta que finalmente se detuvo y me preguntó si podía ayudarme y a qué paciente acompañaba.

Después no hubo muchas opciones. (1) Programación religiosa. (2) Noticias que se repetían una y otra vez como un tartamudeo. (3) La segunda mitad de una película de 1938. A escoger.

Alrededor de las cinco, una enfermera se sentó a mi lado durante su tiempo de descanso y, en quince minutos y tres cigarrillos, me contó la historia de su vida. Desdichadamente, allí no había una gran historia y muy poco de vida. Ella lo sabía.

Mientras miraba el amanecer que invadía la ventana, caí en la cuenta de que me había saltado todas las clases del miércoles… y no sólo eso, sino que ni siquiera había pensado en ello. Era la primera vez en años que me sucedía algo así. Desde la búsqueda de Alouette.

A las siete, un Bailey legañoso y con la bata llena de manchas, salió del ascensor. Se acercó a mí y se quedó mirando fijamente la luz.

—¿Pasó aquí la noche?

—Sí.

—Espero que haya dormido algo.

Dije que no con un gesto.

—Debe de haber algo en el aire. Bueno, vayamos a ver lo que nos depara la mañana, ¿vamos?

Lo seguí hasta la unidad. Las enfermeras, que estaban cambiando de turno, iban de una cama a otra preparando su informe. Las que terminaban, estaban agotadas. Las que entraban no tenían mucho mejor aspecto. El sol se filtraba por las ventanas y hacía brillar cada superficie. Las encargadas de la limpieza empujaban carritos de ropa sucia y recambios a través de las dobles batientes. El teléfono sonaba y sonaba.

Detrás de la cortina, el hombre estaba sentado en la cama, casi erguido. A su lado, sobre la mesilla con la bandeja, había una palangana de plástico y una pastilla de jabón. Estaba desnudo. Una toalla le cubría el regazo.

—Aseado. Casi —dijo—. Cuando quieran. Estoy reuniendo fuerzas.

Dirigió los ojos a Bailey y luego a mí. Sonrió y, con la mano, esbozó un saludo lleno de cansancio.

—Buenos días. Empieza temprano, ¿eh? No le esperaba tan pronto.

Miró con detenimiento a Bailey.

—Quería saber mi nombre.

Bailey asintió.

—Lewis Griffin —dijo.

Alzó su raído ejemplar de El Viejo.

—Mi libro. Bueno, uno de ellos.