4

—Tomaré frijoles rojos y arroz —dijo Richard Garces—. Por favor, asegúrame que no son las sobras del lunes. —Tradicionalmente, en la vieja Nueva Orleáns, el lunes era el día en que se hacía la colada y se ponían ollas con arroz y con frijoles a hervir a fuego lento en los fogones. Muchos restaurantes mantienen la tradición. Es una ciudad que se aferra a las tradiciones.

—Del martes, como mucho —dijo Tammy. Una alta cadera vestida con vaqueros subió aún más mientras apoyaba la mano y el bloc de pedidos en ella—. No tienes por qué haberte fijado, pero aquí nos movemos como moscas en la miel.

Casi no se movían. El Moochie me recordaba una de esas cápsulas del tiempo que solían enterrar en los años cincuenta, llenas de cosas: un periódico, grabaciones de canciones populares, tebeos, sobres de refrescos en polvo Kool-Aid, un fular de nailon y ceniceros de recuerdo. Había relojes de neón y rótulos de cerveza colgados en las paredes del Moochie. Formica, paneles de aglomerado y plástico brillante por todas partes. Hank Williams, Patsy Cline y Jimmy Reed en el jukebox.

Hacíamos lo posible, Richard, Don Walsh y yo, para reunirnos al menos una vez por semana. Cenar, hablar de las cosas. A veces, había que postergarlo semana tras semana, otras sucedía cada día o cada dos. Al cabo de cinco o seis años, calculo, quedaba compensado.

—¿Y para beber? —preguntó Tammy.

—Café.

Don pidió rigatoni y ensalada con aderezo italiano.

—Y una cerveza. La que sea. —Lo miré. Se encogió de hombros.

Pedí una César grande con cargo de conciencia. En mis últimas dos hospitalizaciones, hacía un año, los análisis de sangre habían mostrado un nivel alto de colesterol, pero procuré no pensar en ello.

Té helado ahora, café después.

—Tammy, ¿cómo está Byron? —preguntó Richard.

Había empezado a alejarse hacia la cocina, una vuelta y dos pasos; y ahora se volvió. Cadera de nuevo elevada al cambiar el peso de una pierna a la otra. Una especie de gesto para cualquier ocasión, muy suyo, confiado y defensivo a la vez.

—Está bien. Me dio muchos recuerdos para ti en su última carta, ahora que lo pienso.

—¿Sigue en Atlanta?

—Sí, claro. No podrías arrancarlo de allí ni con una yunta de bueyes.

En la universidad, en los años sesenta, ambos increíblemente jóvenes, Richard (como solían decir) había sacado a Byron del armario; o se habían sacado el uno al otro. Luego vivieron juntos abiertamente durante bastantes años. Algo por lo que la gente celebra fiestas y manda invitaciones hoy en día. Pero en aquella época, esas cosas eran tu Pearl Harbor personal. Una prueba nuclear subterránea en el patio de tu casa, infiltración comunista entre los nuevos reclutas, corrosión del tejido moral.

—¿Sigue con Chip?

—Claro que sí. Al final hicieron de tripas corazón. Se casaron el año pasado.

—¿Y tus viejos?

Ella se encogió de hombros.

—A lo mejor, con el tiempo… —dijo Richard.

La mirada de Tammy dijo qué va, no habría tiempo que valiera. Llevó nuestro pedido a la cocina.

—De modo que al final no era David —dijo Garces, volviendo a la conversación que Tammy había interrumpido al venir a la mesa.

—No. Pero podría haberlo sido.

—Suponiendo que David siga vivo —intervino Walsh.

Asentí. Por supuesto.

—Pero de un modo muy raro, muy curioso, sentí que era David cuando recibí la llamada.

Traté de explicar lo que había pasado en mi interior en el momento en que entré en aquella sala. Frentes calurosos y frentes fríos colisionando, áreas de alta presión, manchas solares deslumbrantes, chubascos con gotas de lluvia del tamaño de una ciudad.

Tammy nos trajo la bebida.

—¿No hay forma de explicar la conexión? —dijo Richard—. ¿Qué estaba haciendo con el libro de David?

—No hay forma de saber si hubo conexión. Tenía el libro desde hacía mucho. O alguien lo tenía.

—Deduzco que no tenía documentos de identidad.

—Mandé a un técnico del laboratorio en busca de huellas —dijo Walsh—. Hay muchos hospitales psiquiátricos que por norma toman las huellas a los pacientes cuando ingresan. Lleva mucho tiempo en la calle, y se le ve, de modo que hay posibilidades de que esté registrado en el sistema en alguna parte. Algo aparecerá.

—Pasé toda la noche en el hospital. Cerca del mediodía, se estabilizó y lo subieron a una UVI.

Parecía una versión futurista de La reina de África: tres personas empujando su balsa, la camilla, de la cual colgaban bolsas transparentes de plástico, pantallas, tubos de oxígeno y el pulmón de acero, del tamaño de una fiambrera.

—Ya recobró la conciencia. Pero estuvo anoxémico durante el paro. No hay forma de saber durante cuánto tiempo, en realidad. Ni cuánto daño ha causado.

—Esto puede llevar sólo a otro callejón sin salida, Lew.

—Puede.

David había desaparecido años atrás, durante un verano en Europa. De hecho, se lo había tragado la tierra. Había escrito a su madre casi cada semana hasta que las cartas dejaron de llegar. Transcurrieron dos meses. Las cartas que ella le escribía, enviadas a poste restante a una oficina parisiense de correos, nunca fueron devueltas. Traté de localizarlo: hice ir a Vicky y a su marido a París para hacer averiguaciones sobre el terreno, hablé con el jefe de su departamento y con el único amigo de David en Columbia, pedí a un viejo amigo mío, un detective de Nueva York, que indagara allí. Dooley consiguió averiguar que David había tomado un avión sin escalas de París a Nueva York, luego un taxi que lo había dejado cerca del centro, quizás en Grand Central o en el edificio de la Autoridad Portuaria. Allí la pista se enfriaba. Callejón sin salida.

No había más que callejones sin salida. Había guardado en mi escritorio el mini casete con sus dos segmentos de veintidós segundos de silencio en que alguien llamaba y se quedaba en línea sin decir nada; cada vez que los oía, se me venía el mundo encima.

—Esta noche le retiran la respiración asistida —dije mientras Tammy nos traía la comida—. Si es capaz de recordar, de hablar, descubriré cual es su conexión con David.

—Suponiendo que la haya.

—Correcto.

—¿Os apetece algo más? —preguntó Tammy. Le dijimos que no. Nos contestó que buen provecho.

—¿Quieres que te acompañe, Lew? —dijo Walsh.

—No hace falta. He hablado con los médicos. Dicen que no habrá problemas.

—Estaré en casa. Si te ponen pegas, llámame. —Vació la segunda mitad de su Abita rubia de un solo trago y atacó la comida. Bocado de ensalada, bocado de rigatoni.

El olor de los frijoles rojos de Richard me llegó a oleadas desde el otro lado de la mesa. Un montículo de arroz sobresalía por encima de los frijoles a un lado del cuenco, un trozo de salchicha, con una raya negra de la parrilla, al otro.

—Otra cosa.

Les conté lo de Shon Delany y les pregunté si se les ocurría algo.

Walsh meneó la cabeza.

—Lew, ¿vas a aprender algún día a decir que no?

—No.

—Lo meteré en la red esta noche si me lo pones todo por escrito.

Ya lo había hecho y le entregué el papel. Richard formaba parte de una red no oficial de información, integrada por trabajadores sociales y del campo de la salud mental que habían encontrado en ello un atajo eficaz para llegar a algunas cosas. Él ya había echado mano del sistema para ayudarme a encontrar a la hija de LaVerne.

—Y mañana por la mañana hablaré con gente de la calle. Chicos, sobre todo.

—Gracias, Richard.

De nada. Puesto que hablamos del tema —dijo, volviéndose a Don—, de la calle y de los chicos, no de nada: ¿qué tal Danny?

Walsh se encogió de hombros.

—¿Sigue sin empleo?

—Si los empleos fueran lluvia, él sería un cactus. Trabajó medio día en un sitio al otro lado de Canal, una de esas viejas casas de comida que parecen un remolque. El encargado, un chico unos diez años más joven que él, empezó a señalarle algo que estaba haciendo mal y Danny se largó. Apareció en casa con el delantal todavía puesto.

—Me figuré que las cosas no iban demasiado bien cuando faltó a nuestro almuerzo la semana pasada.

—A veces paso días sin verlo. Otras, no lo sacas de casa ni a patadas. ¿Qué se puede hacer?

—No mucho, Don. Con lo mal que están las cosas.

—Ya.

Una noche, el año anterior, Walsh había recibido una llamada de Coral Gables, en Florida, del departamento de policía. Un agente dijo que tenían a su hijo detenido. Se le acusaba esta vez (sí, ya había pasado antes por comisaría) de robo con allanamiento de morada. Danny, de veintiocho años y en paro, aún vivía con su madre y hacía poco, contó el agente, mientras ella estaba trabajando y él por ahí, la casa de su madre fue desvalijada. Un agente de investigación que seguía la pista de los artículos robados dio con su televisión en una casa de empeños y, tirando del hilo, al cabo de unos días encontró el rastro de Danny en una empresa de almacenaje donde había ocultado las propiedades de su madre. Había empeñado varias cosas y regalado otras, pero la mayor parte estaba allí, amontonada cuidadosamente.

La madre del muchacho pretendió entonces que hasta cierto punto era posible que le hubiera dado permiso o, al menos, hubieran dado la impresión al chico que iría la mar de bien que se transportaran a otra parte los muebles, los electrodomésticos y hasta los pomos de las puertas de los armarios de la cocina, ya puestos. De modo que, a menos que ella decidiera demandarlo, aparte de la reclusión bajo observación psiquiátrica por decreto judicial, poca cosa podrían hacer… hasta la siguiente ocasión. Sin embargo, su nombre, el de Walsh, había salido a colación durante la investigación y ahora el sargento Montez lo llamaba por cortesía profesional, de policía a policía, porque imaginaba que Walsh querría enterarse de lo que estaba sucediendo y quizá intervenir, ¿no?

Lo que resultó de todo el embrollo fue que cuando Danny salió de la reclusión, decidió que le convendría mucho más vivir con su padre. Bueno, lo que se dice vivir con él, no, pero estar en la misma ciudad, se entiende. De modo que se instaló con Don mientras buscaba trabajo y alojamiento y nunca más se movió de allí.

Richard, haciendo de hermano mayor, lo había tomado bajo su tutela, le había mostrado la ciudad (no es que pareciera muy interesado), le había presentado a varias personas (por las que se interesó aún menos) y había quedado con él de vez en cuando para comer o tomar café.

—Dile que me llame —dijo Richard.

—Vale.

—¿Alguien se apunta al postre? —preguntó Tammy—. Sam ha hecho una tarta de boniato y pacana que piensa anunciar como una amenaza a la vida inteligente en el planeta.

En la mayoría de las ciudades, lo dejan en manos del tráfico, la pobreza y el fuego de las automáticas. Cosas así. Aquí, te ceban hasta la muerte.

Declinamos.

—¿Café para todos, entonces?

—Con una medida de bourbon y otra como ésta. —Don alzó la botella vacía de Abita. Cuando Tammy lo trajo todo en una bandeja, se tomó el café de golpe, luego engulló el bourbon y atacó la cerveza como si el vaso fuese un biberón. Yo había dedicado un montón de años a no pasar por esa puerta.

—Así que vuelves al hospital —dijo Richard.

Asentí.

—¿Y tú, Don? ¿Haces algo esta noche?

—Me voy a casa, para ver si está Danny, para controlar en qué estado está el piso. Lo de siempre.

—Yo quiero ir a la sesión de las siete en el Prytania. ¿Te vienes?

—¿Es una proposición deshonesta?

—Por supuesto, guapetón.

—Probablemente algún bodrio francés. Para ponerme en ambiente.

—Oh, qué ilusión.

—¿Queréis algo más, chicos? No, gracias, Richard. Creo que me voy para casa. No estoy para comedias ligeras.

—De hecho, según la crítica, es una historia atenazadora y subyugante sobre la obsesión y la locura.

—Vaya. Definitivamente, no es lo que me hace falta. Ya paso el día atenazado y subyugado en el trabajo. Y la mayor parte de las noches, si no desconecto el teléfono y el busca.

Tammy trajo la cuenta. Fui a cogerla pero Don se me adelantó.

—Me toca.

Afuera, la noche lo había cambiado todo silenciosamente. La humedad suavizaba las aristas de los edificios; las calles, mojadas y relucientes, parecían nuevas y limpias; hasta los faros de los coches que pasaban estaban cubiertos por delgadas cáscaras de un blanco suave. Anduvimos juntos un par de calles hasta el coche de Don, el mismo viejo Regal que tenía desde hacía años. Richard continuó hacia el Prytania.

—¿Te llevo, Lew?

—No gracias, me apetece caminar. Hace una noche estupenda.

Miró alrededor.

—Ya, ya, desde luego. Tenme al corriente de cómo van las cosas en el hospital, ¿vale?

—Don. —Ya se había metido en el coche. Me agaché para estar al mismo nivel—. ¿Vas bien?

—Claro, claro que sí. ¿Siempre vamos bien, no, tú y yo?

—Ha sido un largo asedio, amigo mío.

—Ya, sólo que a veces me harto de estar mirando el puñetero blanco de sus ojos, ¿verdad que me entiendes?

Asentí y le cerré la puerta. Me miró un momento a través del cristal de la ventanilla, luego la bajó y sacó la mano. La tomé y nos dimos un apretón. Pareció raro hacerlo con un amigo tan antiguo y tan íntimo.

Me quedé mirándolo mientras se alejaba y desaparecía en la noche. Pensando que caminaría un rato y luego tomaría un taxi, corté hacia St. Charles y acabé haciendo todo el camino a pie.

Los altos de los edificios habían desaparecido como si, desde el cielo hacia abajo, todo se disolviera lentamente, se volviera insustancial e indolente. Los coches se materializaban a mi lado de pronto, salidos de la niebla. Los autobuses surgían imponentes como acantilados fulminantes. Al atravesar Jackson hacia Claiborne, pasé ante dos hombres que, sentados uno junto al otro y cobijados en una caja de cartón, atacaban un dueto desafinado. Hasta las palabras, por lo que me pareció, eran inventadas.

Al fin y al cabo, como dice Beckett, cuando has quemado hasta el último cartucho, sólo te queda cantar.