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Recuerdo un diciembre en que hizo un calor anormal para la estación, podría haber sido junio. A finales de los sesenta. Cataclismos por todas partes: sociales, raciales, personales. Toda esa época es una especie de nebulosa. No fueron buenos tiempos para mí, como se suele decir.

Me habían echado una vez más de un apartamento, había pasado la noche en una parada de autobús cubierta, entablando conversaciones intermitentes y elípticas, y a las ocho, cuando abrió el K&B en St. Charles con Napoleón, allí estaba yo plantado, esperando para comprar una pinta de bourbon. Había otra persona delante de mí, un ejecutivo bien trajeado, en su Lincoln, con las ventanillas subidas y la radio encendida. Pidió dos botellines de vodka y en la caja, durante un instante, nuestras miradas se cruzaron en silenciosa complicidad: dos hombres comprando licor a las ocho de la mañana.

Anduve por St. Charles bebiendo de la botella, mirando los coches que avanzaban media calle, una calle antes de quedarse bloqueados en un atasco. El sulfuro de hidrógeno ardía en el aire como una mecha. Giré a la derecha, hacia el lago, donde había un grupo de sólidas casas antiguas, pintadas de blanco, azul claro y melocotón. Palmeras, hibiscos, yucas y ficus se erguían en macetas de terracota en las galerías, los balcones y los patios. En las habitaciones, tras las ventanas, había pocos muebles, sofás de época, cuadros con marcos recargados, sillas y mesas a la deriva sobre alfombras que parecían tapicerías, y arañas claras y cristalinas cual manantiales. Una zona por la que a un hombre negro le convenía pasar sin detenerse.

A eso de las diez y media, con la botella vacía desde hacía rato, regresé al centro, andando hacia Louisiana. Frente al Gladstone, un joven regaba la zona de aparcamiento y la calle. En tiempos mejores, me hubiese detenido a tomar una copa en el bar, como solía hacer cuando iba por el barrio. Louis Armstrong acostumbraba a encontrarse con los fans y los amigos en el Gladstone cuando volvía a la ciudad.

Se acercaba el mediodía. La hora de almorzar. Entre St. Charles y Clairborne, pasé por delante de una docena de bares, chiringuitos y cafeterías; todos despedían el agradable, tentador aroma a gambas fritas tan característico de esta ciudad. No tenía adonde ir y estaba hambriento. Pero lo que más deseaba era otra copa.

Hubo una época por entonces, en la que había vivido un año entero con 400 dólares. El alquiler de un pequeño apartamento —cocina americana y una pieza, a lo mejor hasta un dormitorio diminuto— costaba 75 dólares. Pagaba un mes de alquiler por adelantado y me mudaba. No podía pagar el segundo, pero no me echaban hasta el tercero; entonces me iba a otra parte. Al principio, cada nuevo alojamiento era un descenso en la escala social. Después, se fueron pareciendo cada vez más a descensos en la escala biológica.

Nunca olvidaré el último. Toqué el timbre y del hueco de la escalera del sótano en que vivía surgió una mujer con aspecto de cigüeña, flanqueada por tres perros a los que el pelo se les había caído a matas, dejando unas pústulas estrechas y oscuras alrededor de la carne blanca.

El suelo del apartamento estaba combado. En algunos puntos, el linóleo se había fundido con la madera; unas tablas mantenían en su sitio las ventanas sin cristales, en las cuales colgaban unas mosquiteras anaranjadas por el óxido y tan quebradizas que se caían a pedazos cuando las tocaba. El calentador del agua ocupaba un rincón, detrás del sofá. Las cañerías repiqueteaban con furia cada vez que alguien tiraba de la cadena o abría un grifo. Pero como era lo único que podía permitirme, me quedé. Pagué, llevé mis dos bolsas de papel atiborradas de ropa y libros, me bebí media docena de cervezas para celebrarlo y me dormí. A eso de las tres de la madrugada, me desperté para encontrarme con una brisa cálida y lánguida a través de la cual brillaban las estrellas y caía una lluvia ligera, y salí.

Y eso fue todo, jamás volví. La siguiente vez que me desperté, estaba en un hospital; a un palmo de mi cara, tenía la de un tío que decía:

—Eh, colega, ¿estás ahí?

Don pensaba que yo no era consciente de lo jodido que había estado, pero se equivocaba. Los bebedores siempre somos conscientes. Sólo que nos volvemos expertos en no darnos por enterados. Todos aquellos años, casi cada noche, me despertaba a las dos o las tres de la mañana con el corazón acelerado por la llamada de las sirenas que cruzaban la ciudad. Una masa de enredaderas movidas por el viento se transformaba en la sombra de un jorobado en la pared o la lluvia sonaba en los árboles como los pies de mil pequeñas cosas vivientes que venían hacia mí desde la oscuridad exterior. Desnudo y enfermo, me quedaba ante la ventana prometiéndome no volver a las andadas, pensando que no, sabiendo que sí.

Una de aquellas noches, una de aquellas madrugadas, en un bar de Magazine —había sido un largo asedio—, un tío está hablando a mi lado. Cuánto tiempo lleva hablando, no lo recuerdo. No puedo recordar gran cosa a estas alturas, apenas instantes. Pero parece estar en medio de una historia.

Así que anduve calle arriba, dice, llevando conmigo a esa multitud, madres, hijos y todo. Que lo digo yo, aquéllos sí que fueron grandes días. Jamás habrá otro tiempo así. El timbre de aquella vieja corneta era fiero y rasposo por todas las veces que la había golpeado contra el suelo para llamar la atención a los niños, pero cada vez que la alzaba y mandaba unas pocas notas al cielo, era como si de pronto toda, toda la ciudad contuviera el aliento para escuchar. Y muy pronto empezaban a bajar de los barrios altos y a venir del otro lado del río, de todas partes. No hacía falta ninguna otra señal. Con las primeras notas bastaba.

Hasta la fecha, no sé qué parte de aquel encuentro fue imaginario. Para entonces, había conversado más de una vez con personas que no estaban. Quizás haya sido tan sólo un músico local que me habló de su vida y, ya jugando a ser novelista, tomando trozos de su relato, organizándolos y recomponiéndolos, yo haya llegado a creer que el tipo pretendía ser Buddy Bolden. Quizá no haya sido más que una alucinación. O uno de los sueños que me desvelaban a las tres de la mañana.

Recuerdo cómo la luz brillaba y nadaba en las botellas de detrás de la barra mientras me volvía hacia él. Hay algo que siempre me he preguntado, le dije. Cuando lo metieron a usted en el manicomio. La gente comentó que había sido porque había arrojado a un bebé por la ventana de un piso alto.

Sabe tan bien como yo, joven, que la gente llega a decir cualquier cosa. Además, era una de esas casas raquíticas que hay en Jackson, pegadas unas a otras. La mujer de la casa de al lado, al ver lo que estaba pasando, alargó los brazos y agarró el bebé.

¿La echa de menos?, dije.

¿La música?

Asentí.

Todo ha cambiado, hijo. Para serle franco, la mayor parte de los días, lo que realmente echo de menos es la barbería del loquero.

Entonces se fue.

Dejando atrás el aroma de más gambas fritas, bajé por Claiborne hacia Loyola y me fui a la biblioteca, donde pasé la tarde leyendo a Borges y observando cómo la gente subía y bajaba de los autobuses en el exterior.

¿Huyendo de la realidad?

Así de claro. Con su cálido aliento en mi cuello.

Recuerdo lo intensas y palpitantes que se volvían las cosas a medida que el sol se ponía. Mesas, sillas, rincones de estanterías y azoteas al otro lado de la calle, temblaban, débilmente iluminados, como si fragmentos de luz solar, reacios a marcharse, se aferraran a ellos. Radiantes.

Pero no era sólo el mundo visual lo que alcanzaba aquella nitidez extraña. Unos momentos antes de que la biblioteca cerrara, oí perfectamente la voz de una bibliotecaria que hablaba por teléfono a medio edificio de distancia:

—Ésta es la información que solicitó, señor. Murió en Concord, a las 7:05 de la mañana, el 21 de mayo de 1952. Exacto, a las 7:05. No hay de qué.

A la calle, pues, que acechaba impaciente.