Eso fue el martes. El día anterior, nuestro décimo día de lluvia, llegué a la clase de Novela Británica Contemporánea casi puntualmente y, al detenerme en el umbral, empapado y chorreando, me sorprendió encontrar el aula llena de estudiantes.
El agua desbordaba todos los canales y el sistema de alcantarillado, tranvías y autobuses circulaban con irregularidad en el mejor de los casos, los comercios cerraban por inundación, animales grandes, coches pequeños y niños eran arrastrados por la corriente y aun así esos muchachos aparecían por clase para hablar de literatura.
Mi infancia se marchita a mi lado, demasiado lejos para poder tocarla, siquiera brevemente: Stephen Dedalus en sus clases. Pero éstos (como no dejaba de recordarme) no eran niños y comparando nuestras infancias ni siquiera se parecían como los huevos a las castañas.
Recuerdo que un amigo músico, un guitarrista, me contó que en gran parte le salían apaños sólo porque cumplía, porque siempre se presentaba. Fue más o menos así como terminé dando clases de Literatura Inglesa. ¿Quién va a dar Novela Británica Contemporánea este semestre, ahora que Adams está en Berlín?, preguntó el jefe del departamento en una reunión sobre el plan de estudios. Y va alguien y dice qué os parece Griffin, de Lenguas Románicas, él es novelista. Además hace un trabajo estupendo en Novela Francesa Contemporánea. Y en cuanto me quise dar cuenta, me encontré con un traspaso temporal, como un jugador de béisbol.
¿Cuántas cosas ocurren en nuestra vida simplemente porque no damos un paso atrás en el momento justo?
Así que en vez de Queneau, Cendrars o Gide, me encontré citando a Conrad, Beckett o Joyce con la constante sensación de que era un impostor. Seguro que me pillan.
Añadí mi paraguas medio plegado a la hilera de los que estaban apoyados en la pared del fondo. Como armas de fuego contra una empalizada, como extraños árboles que crecían patas arriba en charcos de agua.
—En la clase anterior hablábamos de la biografía de Joyce escrita por Ellman. —Saqué mi carpeta de apuntes. Me chorreó agua de la manga y se me mojó el interior de la cartera. Tres gotas cayeron sobre la carpeta produciendo pequeños manchones.
»En otro contexto y sobre otro escritor, Ellman comenta: “Si debemos sufrir, es mejor crear el mundo en el que sufrimos”. Y esto, dice, es lo que hacen espontáneamente los héroes, lo que hacen conscientemente los artistas y todos los hombres en cierta medida.
»A mi parecer, nunca ha habido un creador de mundo más resuelto que Joyce.
Hoy estábamos comentando la secuencia del periplo nocturno por la ciudad de Ulises. En las semanas anteriores, les había esbozado la estructura básica de la novela y los había impulsado (esperaba) a descubrir que el libro, además de entretenido, era realmente divertido: Nadie nos dijo eso nunca, señor Griffin. Probablemente no. Ulises les había sido presentado, al igual que a todos nosotros, como una especie de monolito intimidatorio, como las puertas gigantes de King Kong. Tenías que tocar los tambores y salmodiar las fórmulas adecuadas antes de atreverte a soltar la bestia de la Literatura.
Hosie Straughter me había hablado del libro hacía años. Cuando Hosie murió de cáncer en el 89, con el cuerpo encogido, que en cuestión de meses se había convertido en una ramita seca y marrón, no se me ocurrió mejor tributo que sentarme un fin de semana entero a releer Ulises. La literatura era sólo una de las cosas que Hosie me había dado. Tenía mis propias bestias. Hosie me enseñó a contenerlas.
—La secuencia es fantasmagórica, mitad sueño o pesadilla, mitad parranda alcohólica, Freud, E. T. A. Hoffman y el vodevil, todo mezclado en la licuadora. Aquí, más que nunca, recuerda la obra de Beckett. Como Beckett, escribe sobre nada… y, al mismo tiempo, sobre todas las cosas.
»Todos los personajes y las relaciones de la novela, todas las figuras de la novela, hasta cabría decir que el conjunto de la civilización…
—Prefigurando Finnegans Wake. —La señorita Mara. Hoy, en primera fila y con una minifalda tejana.
—Exacto. En la secuencia del periplo nocturno, todos esos personajes y relaciones (reales, místicos, imaginarios) reaparecen, tal vez fuese más preciso decir que resurgen, en distintas transfiguraciones.
—Incluso personajes históricos como Eduardo VII —intervino Kyle Skillman. Pelo rubio lacio, rostro eternamente rojo como si se lo acabara de frotar. Hombros casposos cuando llevaba ropa oscura.
—O Reuben J. Anticristo, el judío errante. —¿Cómo se llamaba éste? Taylor, Tyler, algo así. No recordaba que hubiera participado nunca en clase.
—¿Pero por qué? —terminó Skillman. Su dolorosa necesidad de un mundo en el que todo encajara podía partirte el corazón. Me encontré preguntándome, no por primera vez, si no tendría algún problema emocional.
—¿Alguien quiere contestar a la pregunta de Skillman? —Recorrí el aula con la mirada. Los ojos se hundieron en el suelo como empujados por un contrapeso—. ¿Señorita Mara?
—Es obvio que los sueños son una especie de arte, nuestra expresión más personal. Una de las maneras en que damos un sentido a nuestro mundo.
—O, en cierta forma al menos, lo recrean: sí.
La señorita Mara balanceó la pierna para todos nosotros en señal de aprobación.
Por lo pronto, nuestra brillantez colectiva me hizo sonreír de satisfacción. Pero a Skillman aún se lo veía preocupado. Cabos sueltos por doquier.
—Examinemos, pues, el más elocuente de los resurgimientos en la secuencia del periplo nocturno: la repentina aparición del hijo muerto de Bloom, que la cierra.
»“Contra la pared oscura, aparece lentamente una figura, un niño de once años marcado por las hadas, cambiado por otro, raptado, vestido con el uniforme de Eton, con zapatos de cristal y un pequeño casco de bronce, llevando un libro en la mano. Lee de derecha a izquierda inaudiblemente, sonriendo, besando la página[2]”.
Y así continuamos el debate durante casi toda la hora mientras la lluvia repiqueteaba en el exterior, los charcos de agua de los paraguas se fundían y Sally Mara ayudaba a guiar a los estudiantes obtusos de un punto a otro como un refinado perro pastor del intelecto.
Hacia el final, Kyle Skillman dejó a un lado un bocadillo de atún bien aplastado y a medio comer para levantar la mano.
—Profesor, no nos ha dicho cuándo será el primer examen.
—Yo no me preocuparía por eso de momento, Skillman. Habrá un final, como mínimo; quizás uno a medio semestre. Esperemos a ver cómo vienen las cosas. No me cabe duda de que todos lo haréis estupendamente. La semana que viene examinaremos brevemente el Wake de Joyce (no, no tenéis que leerlo) y pasaremos al Molloy de Beckett (ése sí).
»Si no hay más preguntas, nos vemos el miércoles.
Metí otra vez mis apuntes en la cartera. Los de ellos fueron a parar a maletines, bolsos, mochilas, carpetas simples y múltiples.
Uno tras otro, los paraguas dejaron sus puestos en la pared.
—¿Señor Griffin? —dijo alguien cuando salía al vestíbulo—. ¿Tiene un minuto?
Mayor que la media, pelo muy corto, traje negro que le confería un aire vagamente musulmán. Camisa blanca sin cuello abrochada hasta arriba. Mano izquierda curvada alrededor de un manual de historia. Tendió la derecha.
—Sam Delany.
—Usted no es uno de mis alumnos.
—No, señor. Aunque lo sería si no tuviera el horario tan apretado.
—¿Me acompaña? Voy a mi despacho. Historia Rusa, ¿eh?
—Necesitaba otra optativa de Historia. Encaja entre Teorías de la Economía Moderna y Dinámica del Cuerpo Social IV. Me preparo para Derecho.
Bajamos la escalera y entramos en el trastero que la facultad insistía en llamar mi despacho. Lo compartía con otro profesor a tiempo parcial, que afortunadamente nunca lo utilizaba. De haber estado los dos allí metidos y un estudiante junto a la puerta, no sé cómo habríamos salido.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, Delany? —Le indiqué una silla frente al escritorio. Era tan delgado que casi cabía. Distraídamente, encendí el ordenador para ver si ese día funcionaba. Qué va.
—He oído hablar mucho de usted, señor Griffin. Es una especie de héroe para algunos de los estudiantes, ¿sabe? Lo admiran mucho.
Como no tenía la menor idea de qué contestar, me quedé callado.
—Nací frente al complejo de viviendas de protección oficial Desire. Los primeros dieciséis años de mi vida, cuando miraba por la ventana, no vi otra cosa. Nunca imaginé que el mundo pudiera ser diferente. Es difícil relacionarse con profesores que tienen su cátedra, su Volvo y su bonita y segura casa en Metairie. Pero usted no es como ellos. Sigue estando ahí fuera. Siempre lo ha estado.
—Hace tiempo que no.
Meneó la cabeza.
—Leo sus libros. Algunos son difíciles de encontrar.
—Algunos de ellos, probablemente, merecerían ser inhallables.
—Dicen la verdad, señor Griffin. Eso es importante.
—Ya… Yo pensaba eso mismo.
—¿Qué dicen la verdad o que eso es importante?
—Ambas cosas. —Miré por lo que llamaban (soi-disant) mi ventana, un pedacito de cristal colocado de lado justo unos centímetros por debajo del techo de dos metros de altura. La lluvia se había reducido a llovizna; hasta había un asomo de sol—. ¿Le apetece un café?
—Soy de Nueva Orleáns, señor Griffin. Siempre estoy dispuesto a tomar un café.
—Es capaz de encontrar un hueco en su horario apretado, entonces.
—Bueno, se lo diré. Ahora mismo usted es mi horario.
Atravesamos el campus hacia un chiringuito que tenía bancos de jardín de cuatro plazas dispuestos en la mitad trasera del local y que desde las diez hasta el final de las existencias servía los mejores po-boys de rosbif, el mejor jambalaya y el mejor gumbo de la ciudad. La mayoría de los jóvenes se ceñían a la hamburguesa con patatas fritas. Una alumna me contó una vez que vivía de hamburguesas desde los catorce años, jamás comía otra cosa.
Como siempre, el Marcel era una jungla de ruidos: saludos estereotipados (Cómo va, Qué hay, ¡vale!) cuando la gente entraba y salía, el sonsonete de las conversaciones en las mesas, pedidos tomados de rebote y pasados a los cocineros en taquigrafía verbal, música de radios portátiles del tamaño de un paquete de cigarrillos o de una caja de herramientas, el esporádico Morse estridente y monótono de un busca.
Conseguimos un café en tazones gruesos y pillamos una mesa cuando dos ejecutivos, sin americana pero con camisa azul de vestir de manga corta y corbata, se estaban levantando. Delany limpió la mesa con una servilleta, lo amontonó todo en la bandeja que habían dejado y la llevó a la ventanilla para los desechos, cerca del fondo. Tanto la ventanilla como el carrito de acero que había al lado estaban abarrotados de cuencos, bandejas y vasos.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? —dije mientras Delany se sentaba frente a mí. Por encima de su hombro, leí el menú colgado de la pared, una de esas tablas negras en las que se pegan letras blancas de plástico, como en una composición tipográfica. A mitad de la tabla, se habían quedado sin oes y las habían sustituido por ceros. Los bocadillos se hacían con b0ll0s o pan fracés. En todas partes había curiosos hiatos y palabras pegadas.
—Usted encuentra personas.
A veces sí. Pero, como ya le había dicho, hacía mucho que no lo hacía. Había dejado que la enseñanza ocupara mi vida, arrastrado a ella porque las corrientes fluían en esa dirección. Volví a pregúntame qué parte de nuestra vida elegimos realmente, y qué parte consiste en seguir al azar las señales de la carretera.
—Estoy a cargo de mi familia —dijo Delany—. Económicamente, quiero decir. Mi padre desapareció cuando yo tenía cuatro años. Los padres de los otros chicos —tengo un hermanastro de quince años, y dos hermanastras, de once y ocho— desaparecieron mucho más deprisa. Me ocupo de todos ellos.
Una historia de familia, aunque el eje conservador con sus valores familiares de talla única no quiera oír hablar de ella. Los pobres, los jodidos, los desfavorecidos y los descartados ya son un espantoso montón de problemas. Si al menos se comportaran como Dios manda…
—¿Y su madre?
—Sigue con nosotros. Viva, quiero decir. Lo ha pasado muy mal, está…
—Gastada.
—Eso. Supongo que es la palabra precisa.
—¿Es por ella que me quería ver?
Negó con la cabeza. Miró hacia la cola junto al mostrador.
—¿Más café?
Empujé la taza hacia él y la volvió a traer llena, con la cantidad justa de leche. Me había observado cuidadosamente antes, pero yo no había reparado en ello en el momento. Sin embargo, esta peculiar intensidad planeaba sobre él, como si los detalles fueran la guarida del mundo, que se enroscaba como un dragón; como si todo pudiera depender de lo que advertíamos, de aquello de lo que tomábamos nota.
—Mi hermano —dijo—. Hermanastro, en realidad. Shon: como John pero con sh. La mayor es Tamysha, con y griega. Una de las enfermeras la bautizó así al nacer. La pequeña es Critty, dios sabe de dónde salió este nombre. En fin.
Sorbió el café, lo mantuvo un momento en la boca y lo tragó.
—Un día de la semana pasada, el jueves, Shon sale de casa para ir al instituto como cada mañana, pitando y a medio vestir, con casi media hora de retraso. Después de clase, tiene el turno de cuatro a ocho, así que no lo esperamos hasta tarde…
—¿Dónde trabaja?
—En la tienda de donuts que hay junto al hospital.
—¿El Touro?
—Ahí. Y a veces uno de sus amigos pasa por el local a la hora que él sale y se van por ahí un rato, total que no llega a casa hasta las diez o las once. Pero aquella noche, pasan las diez y nada. Mamá ya está en casa a esas horas —yo me quedo con las niñas mientras ella está en el trabajo— pero aún nos figuramos que Shon va a llegar de un momento a otro. Al día siguiente, no serían más de las seis, ni siquiera había luz fuera, mamá se planta ante mi puerta con las niñas.
»A Shon no se le ha visto el pelo, dice.
»Cierto. Mamá nos prepara el desayuno y cuando el instituto de Shon abre, a las ocho —traté de llamar antes pero no contestaron—, me paso por allí. Y averiguo que no sólo Shon faltó a clase el día anterior, sino que lleva dos o tres meses sin ir. ¿Y no informaron a nadie?, pregunto. Supusimos que había colgado los estudios, me dijo la profesora. Tiene sólo quince años, le recuerdo. Ya, lo sé, dice ella, hay un montón que ni siquiera duran hasta esa edad.
—¿Y eso fue todo?
Asintió.
—Ni rastro desde entonces.
—¿Ha hablado con sus amigos?
—Lo intenté. Resulta que los que yo conocía, chicos que yo recordaba como amigos suyos, hacía tiempo que no tenían nada que ver con él. Tendrá otros, pero no he dado con ellos.
—No es buena señal. El que las personas cambien así de costumbres y de amigos suele significar que hay muchos otros cambios.
—Sí, señor, lo sé.
—Necesito el nombre de su instituto, de los chicos con los que ha hablado, de sus profesores, de cualquiera que conozca que trabaje con él, de los sitios a los que va habitualmente, sus aficiones particulares…
Sacó del libro un sobre de papel manila y me lo entregó. La foto de dentro mostraba a un joven de piel clara, bajo, de complexión compacta, con rasgos marcados y pelo casi al cero. Se le podían haber echado veintitantos años. El resto eran detalles. Nombres, listas. Sustantivos sin verbos. Como la fotografía: fragmentos de información, puntos de luz perfilando una presencia, una forma, que ya no estaba.
Repentino como el dolor, me invadió un recuerdo: un crepúsculo del pasado. Tenía veinte años y acababa de llegar a Nueva Orleáns. Cari Joseph se había caído de una de las azoteas desde las que solía disparar a la gente y su madre había venido a verme para darle algún sentido a todo aquello. Tras haberme hablado de su hijo, de la vida que llevaba, se alejó hacia la oscuridad por el sendero que rodeaba la gran casa, y yo pensé: otra persona que se va, que se pierde de vista.
Luego, otro recuerdo, otro golpe. Años más tarde. Acababa de decirles a los Clayton que su hija estaba muerta y de ver cómo se convertían en piedra. Un amigo de Verne llamado Sanders se había matado filmando la escena. Verne y yo, sentados en el sofá, mirábamos por la ventana y bebíamos.
De niña, viajaba mucho en tren, dijo Verne. Mamá nos metía en un tren y le daba cincuenta centavos al revisor para que cuidara de nosotros. Y yo me sentaba en el último vagón y observaba todo lo que pasaba, todos aquellos lugares y personas que nunca llegaría a conocer, desaparecidas para siempre… y tan deprisa.
Sigo en aquel tren, me aseguró Verne. Siempre he estado en él. Mirando cómo la gente que he querido se aleja de mí, para siempre.
Volví a ponerlo todo en el sobre. Había números de teléfono escritos en él. Los de su propio cuarto alquilado, el apartamento de su madre y la biblioteca de la universidad donde trabajaba casi todas las tardes.
—Haré cuanto pueda —dije.
—Se lo agradezco, señor Griffin.
—No se haga muchas ilusiones. Y es probable que lo que encuentre sea malo.
Aquella tarde visité el instituto de su hermanastro, a su madre en el trabajo y la tienda de donuts de Prytania y Louisiana.
Una de las puertas de cristal del local estaba recubierta de contrachapado, al parecer de forma permanente, y se mantenía cerrada. En la pared, un letrero de cartón rezaba: NO SE ADMITEN BEBIDAS ALCOHÓLICAS. En la puerta que seguía usando y fuera, en la marquesina, debajo del rótulo de TAST-T DONUT, se anunciaba: Abierto 24 horas. Ven aquí a las dos de la mañana y encontrarás gente con varias capas de ropa vieja sentada la mitad de la noche ante una taza de café.
El chico del mostrador, con unas greñas como un manojo de zanahorias en la cabeza y una placa de encargado manchada de harina confirmó que Shon Delany había faltado al trabajo el jueves anterior. Tampoco se había presentado el viernes ni el domingo. Ni había llamado ninguna de las veces.
La tutora de Shon, una tal señorita Kamil Brown, no pudo precisar cuándo había dejado Shon de asistir a clase. Lo siento, no paraba de decir. Sentía no poder ayudarme, sentía no haberse puesto en contacto con los padres de Shon, sentía no tener ningún motivo especial para pasar lista, sentía no tener tiempo para llegar a conocer mejor a sus alumnos. Creí en su arrepentimiento. Era una veinteañera, y no debía de llevar muchos años en ello. Ya tenía todo el aspecto de ser incapaz de recordar cómo se había metido allí o dónde estaba ese allí exactamente. Su voz y sus ojos carecían de afecto, como los de los soldados jóvenes.
En la tintorería Rite Way, en Baronne, la madre del chico, Rachel Lee Baldwin, reiteró lo que Sam Delany me había contado, admitió que Shon no se comunicaba mucho con ella últimamente, cuando lo veía, y dijo que tenía que volver al trabajo. Ella también, ya fuera debido a este último incidente o a toda su vida, parecía fuera del mundo.
Aquella noche, después de cenar en el Dunbar, fui al centro andando por Carondelet y merodeé por el Barrio Francés un rato antes de aposentarme en el Napoleón House. Joe lleva años cerrado, el Seven Seas ha desaparecido hace mucho, pero el Napoleón House sigue en pie, casi exactamente igual que siempre. Con los mismos cuadros y, si me lo preguntaran, diría que con la misma capa de pintura que tenía cuando entré por primera vez.
Me senté a observar a los que me rodeaban, a los que pasaban junto a las cristaleras que abrían un lado de la barra a la calle, pensando en un fragmento de Ulises.
La tristeza, la oscuridad, en Dublín, muy entrada la noche, escribió Joyce, es enorme. Personas que no quieren irse a casa, que no se irán a casa, que no tienen casa, se tambalean y dan bandazos en la penumbra, mariposas nocturnas sin luz que las atraiga.
Alrededor de las nueve entró un poli fuera de servicio que resultó ser un amigo de Walsh. Nos pusimos a charlar sobre el índice de criminalidad y el nuevo alcalde, preguntándonos si la ciudad levantaría cabeza algún día.
Al cabo de unas horas, aunque sólo había tomado café y agua con gas, me fui a casa tambaleándome y dando bandazos.