La tormenta llegó al lago, inclinando las frondosas copas de los árboles jóvenes y arrancando ramas de los viejos; venía de Metairie, donde viven los blancos. En mi propio patio trasero, el roble centenario acabó derrotado, partido por la mitad como si lo hubiera golpeado un sable, abriéndolo como un libro.
Sentado, me apoyaba en el borde gastado de la barra de caoba, con la espalda doblegada. Tenía delante un vaso de bourbon, con la superficie exterior manchada y pringosa. Una joven cucaracha hacía un rodeo alrededor del charco de agua sobre el cual descansaba el vaso.
Por asombroso que parezca, lo que había empezado como una carta a una vieja amiga, a Vicky, que vivía en París, se había convertido en el comienzo de una novela. Lo primero que escribía en más de cuatro años que mereciera el nombre de escritura, aunque no fuera una novela nueva, sino la reelaboración de una idea anterior. De modo que había pasado del bloc de papel de cartas rayado y la mesa de la cocina a un ordenador largo tiempo arrinconado en el barracón de los esclavos, detrás de la casa.
Vacilé un instante y bebí un sorbo de bourbon. Era medianoche, llovía. Miré por la ventana y seguí bebiendo.
Durante largo rato estuvimos callados. El hombre que estaba a mi lado levantó su vaso y bebió. Los sonidos del tráfico menguaban en la autopista que, como un arco iris de cemento, se encorvaba a media manzana de distancia.
—La vida es cruel, viejo amigo, n’est-ce pas?
Se encogió de hombros de esa forma peculiar de la que sólo los franceses, aun los franceses establecidos en Louisiana desde hace mucho, parecen capaces.
Boudleaux había venido a decirme que mi hijo había muerto, gratuita, estúpidamente. Aunque en verdad no había necesidad de decírmelo. Comprendí qué mensaje traía por su manera de entrar, su irresolución en el umbral mientras la luz desplegaba sus claros dedos sobre la barra. Quizá lo haya sabido desde el principio.
Volvió a encogerse de hombros. En el espejo de detrás de la barra, nuestras manos alzaron los vasos y los mantuvieron un momento en alto. Estuvimos mirándolos mientras avanzaban el uno hacia el otro. Ningún sonido: ¿se habían entrechocado realmente?
Bebimos.
No era bourbon lo que había en mi vaso sino cerveza sin alcohol, Sharp’s. Cuatro años sin escribir. Cuatro años sin tomar una copa. En cierto punto de mi camino, mucho antes de lo que me hubiese gustado, la sonrisa del alcohol se había convertido en una mueca y me había mostrado los dientes. Grandes trozos de mi vida habían caído en aquellas fauces. Amigos, proyectos, recuerdos, años.
—Y nada que nos ayude, salvo unos tragos fuertes y la mañana.
—Rien.
Alzó la mano para llamar al camarero.
El viento abrió la puerta de un golpe. Un grupo de músicos, seguido por unos adolescentes, pasó por la calle tocando «Some of These Days». La puerta se cerró. Oí el siseo de la parrilla en el fondo de la cocina, el choque de las bolas de billar, bocinas a lo lejos, una información sobre deportes en la radio, detrás de la barra. Arriba, en los apartamentos, alguien tiró de la cadena y volvió a hacerlo antes de que la cisterna tuviera ocasión de llenarse. Aquella luz repentina nos había cegado a todos. Ahora, poco a poco, la sala, aquel descarriado y ceniciento rincón del mundo, volvía a nosotros.
Sonó el teléfono.
Leí las últimas dos líneas, tecleé ALT-A y G y me incliné para bajar el volumen de «Death Letter Blues», de Son House. She a good ol’ gal, gonna lay there till Judgement Day[1]. El ordenador cantó como una cigarra. Al otro lado de la ventana, una araña anaranjada y de largas patas corría por una telaraña, visible a ratos e invisible a otros, a medida que el paso del insecto la exponía a la luz de la luna o la apartaba de ella.
—Siento molestarlo a estas horas. —Una voz que sonaba como la de muchos de mis alumnos. Joven, no de Nueva Orleáns ni del Sur, reacia a soltar el final de las palabras de un modo que se intuía más de lo que se oía—. Estamos tratando de localizar al señor Lewis Griffin. El autor.
—Soy Lew. ¿En qué puedo servirle?
—Discúlpeme, señor. ¿Es usted el que escribió El Viejo?
—Me temo que sí. —Pero había sido descatalogado definitivamente, como muchos de nuestros derechos civiles, en algún momento entre las dinastías de Reagan y Bush.
—¡Estupendo! —Se volvió para hablar con alguien y regresó—. Es un asunto algo complicado.
Esperé.
—Señor Griffin, me llamo Craig Parker. Estudio medicina, estoy en cuarto año y actualmente me han asignado a Urgencias del Hospital Universitario.
—Se refiere a Hotel Dieu, ¿no?
—Solía serlo. Sí, señor. Supongo que la gente de aquí, la mayoría, lo llama así. Quería decirle… discúlpeme. —Al cabo de un momento, volvió—. Mire, puede que no sea más que una corazonada, pero tenemos a un tipo aquí, en Trauma Uno, lo atropelló un camión de basura al retroceder. El conductor dice que ni siquiera lo habían visto. De todos modos, es difícil decir cuánto daño le corresponde al camión. Ya le habían dado una paliza de miedo. Lo habían dejado tirado en el callejón, supone la policía.
—¿Es alguien a quien conozco? ¿Le pidió que me llamara?
—No, señor, no está en condiciones de decirnos nada. Estamos haciendo lo que podemos. Pero la cosa pinta muy fea.
—Si es así, creo que no entiendo.
—Ya. Bueno, como le dije, es complicado. Y una apuesta arriesgada. Discúlpeme un momento, señor. —Alguien que tenía cerca hablaba con insistencia. Él contestó, escuchó y volvió a contestar. Luego volvió—: Lo siento, andamos agobiadísimos. Sólo nos faltaba… ¡Mierda! Señor Griffin, ¿le importa que vuelva a llamarlo enseguida? Dos minutos, a más tardar.
—Vale.
Fueron alrededor de veinte. Me quedé ahí sentado, mirando cómo parpadeaba el cursor en la pantalla, inspeccionando la presa de la araña, escuchando a Blind Willie, Robert y Lonnie Johnson, noche de blues en la WWOZ. Pensé en Buster Robinson, muerto hacía cuánto, ¿diez, doce años?, cantando el estribillo de «Going Back to Florida» en un club en Dryades cuando una bala destinada a otra persona le atravesó la aorta y lo dejó suspendido para siempre en el séptimo compás. Había aprendido mucho de Buster. Mucho sobre blues. Y luego, cosas más importantes.
—Le ruego que me disculpe —dijo el joven Parker cuando volvió a llamar—. Le he telefoneado por lo siguiente: el tipo del que le hablaba, el que atropellaron después de la paliza, es un indocumentado. No tiene nombre ni papeles. Nada. Pero a una de las enfermeras se le ocurrió registrar su ropa amontonada en un rincón y encontró un libro en su bolsillo trasero. Tiene pinta de haberlo pasado tan mal como él. Eso, o lo llevaba desde hacía mucho.
—El Viejo.
—Exacto. Hay una dedicatoria en la portadilla. «A David». Luego, algo escrito en latín…
Non enim possunt militares pueri dauco exducier. Los hijos de los militares no pueden criarse con zanahorias.
—… y su firma.
Dos manos, una de terror, otra de esperanza, me rompieron el corazón.
—¿Puede decirme qué aspecto tiene su paciente?
—Varón afro-americano, veintitantos largos. Un metro ochenta más o menos, diría, quizá más, y delgado. Atlético. Ojos marrones, pelo muy corto. Tal vez cortado a navaja, por lo que parece. Ropa desaliñada, ajada, pero lavada no hace mucho. De una de las iglesias o misiones, a lo mejor.
Tendí el brazo para apagar el ordenador. Era lo único que podía hacer. Lo único en el mundo sobre lo que tenía control. El ordenador me preguntó si estaba seguro de que era eso lo que quería. Le di a la tecla N.
—¿Le sería posible venir a echar un vistazo, señor Griffin? ¿Decirnos si lo conoce?
—Por supuesto —dije sin saber muy bien lo que quería, si conocerlo o no conocerlo. Volví a darle al ALT-A seguido de C. Luego S para registrar los cambios y otra S para confirmar mi intención de salir de Windowslandia.
El ordenador soltó un pitido, dos, parpadeó y cerró el sistema.
En ese mismo momento, la WWOZ y el locutor se quedaron en silencio entre dos canciones.
—Vaya a recepción, junto a la entrada, y pregunte por mí, Craig. ¿Tiene idea de cuánto va a tardar?
—Depende de los taxis. Menos de una hora, en todo caso.
—Estupendo. Se lo agradecemos mucho, señor Griffin. Hasta luego.
La música dio paso a los anuncios de interés comunitario. Una rifa de discos y libros en una iglesia presbisteriana universalista. Un Fin de Semana Celta dentro de dos semanas. Pruebas de sida gratuitas.
Terminé la Sharp’s mirando la nebulosa creada por la telaraña, que flotaba oblicuamente en la oscuridad, y luego la foto de la pared, al otro lado del escritorio.
Era lo único en la habitación que revelaba un cierto esfuerzo decorativo. Richard Garces me la había regalado: una instantánea que había sacado a LaVerne cuando trabajaban juntos en el Refugio para Mujeres Foucher, un mes antes de que ella muriera. Se había asomado a la puerta para preguntar algo sobre una de las pacientes de Richard y quedó atrapada allí para siempre. Sonriendo y al mismo tiempo tratando instintivamente de desviar la cabeza. Una Verne que no había conocido en absoluto. El amante de Richard, Eugene, de profesión exitoso fotógrafo de moda, por inclinación fotógrafo artístico muerto de hambre, la había descubierto y ampliado.
Durante diez años, tanto tiempo y tan a menudo que ya me sale por sí sola, he contado esta historia a mis alumnos, la definición que hace Miguel Ángel de la escultura: sólo tienes que coger un bloque de mármol y quitar todo lo que no forma parte de la escultura.
Es lo que nos hace la vida. Consume lo que no forma parte de la escultura. Nos descantilla, si somos afortunados, hasta dejar una especie de yo esencial.
Y si no lo somos, nos reduce a un icono endurecido y desconsiderado.
LaVerne y yo nos habíamos conocido cuando éramos poco más que niños y no habíamos dejado de cincelarnos, a veces juntos, a veces separados, durante la mayor parte de nuestras vidas. Nadie había sido más importante para mí; mi vida estaba inexorablemente vinculada a la suya. Y aun así, no ha habido nadie a quien haya tratado peor, ni nadie, entre los muchos que herí, a quien haya herido más.
Una vez Verne me dijo: «Somos idénticos, Lew. Ninguno de los dos va a tener nunca a nadie de forma permanente, nadie que arrastre la carga a largo plazo, nadie tan solícito». Pero se equivocaba. En los últimos años de su vida, años durante los cuales casi no la vi, dejó la calle. Estudió y llegó a ser una consultora y una heroína silenciosa, ayudando a rescatar otras vidas mientras pagaba un rescate por la suya. Se enamoró perdidamente, se casó y estaba a punto de reunirse con su hija perdida, Alouette, cuando un derrame cerebral asestó el último golpe al mármol. A manera de despedida y como prueba del profundo agradecimiento que nunca había tenido tiempo de demostrarle, busqué y encontré a Alouette, pero al cabo de un tiempo, como tantos otros, se me fue.
Se me fue como David, mi hijo. Hacia la oscuridad que nos rodea a todos.
Ahora se me ocurría que LaVerne bien habría podido ser la mejor persona que conociera jamás.
Individual y colectivamente, luchamos por salir del abismo de desesperación que nosotros mismos nos creamos, nos esforzamos (como un hombre que, atrapado en el agua bajo el hielo, nada hacia la bolsa de aire que hay justo debajo de la costra helada, donde por fin puede respirar) por ascender hacia algo mejor, algo más de lo que verdaderamente somos. Es la gracia que se nos concede. Pero pocos de nosotros lo conseguimos individualmente y rara vez los colectivos.
Al marcharme apagué las luces y corté el paso de la electricidad en el barracón de los esclavos. Me detuve en la cocina para abrir una lata de atún con trozos de huevo para Bat y tomar un vaso de agua del grifo; luego me dirigí hacia donde estaba estacionado, como de costumbre, el taxi verde chillón DeVille, a tres puertas de casa.
—¿Está tu padre? —pregunté al joven que abrió la puerta. El ritmo duro y machacón del rap, con su letra nerviosa y monótona, llenaba la habitación a su espalda. Los tejanos le iban tan enormes que le colgaban de la cadera como una falda, con los fondillos a la altura de las rodillas y los bajos deshilachados. Unos dieciséis o diecisiete años. La cabeza a medias rapada y el pelo en la corona como una madeja de lana. Un mamarracho.
—Sí —dijo.
—¿Crees que puedo hablar con él, Raymond? ¿Es posible?
—No veo por qué no.
Norm Marcus apareció detrás de él, asomando la cabeza. Llevaba unos pantalones anchos de nailon, una holgada sudadera con cremallera y un gorro de ducha.
—Lewis. Cuánto tiempo. Me pareció oír la puerta.
—Raymond y yo acabamos de saludarnos.
—Sí, seguro. Oiga, Cal y yo acabamos de sentarnos a desayunar. —Nunca había sido capaz de deducir cuándo dormía esta familia, qué clase de ritmo llevaban—. ¿Por qué no entra y come con nosotros? Hay comida a montones y siempre podemos sacar una silla de por ahí.
Y a su hijo:
—¿Te importa lárgate ahora, Raymond, dejarnos un poco de espacio?
El chico se encogió de hombros y regresó al sofá en el cual, por lo que yo sabía, se pasaba la vida. Estaba rodeado de pilas de CDs, bolsas de patatas fritas a medio comer, latas de Pepsi, cojines y una manta.
—Gracias, Norm. Otro día. Pronto. Prometido.
—Necesita que lo lleve.
—Eso me temo. Pero, oiga, si va a comer…
—Nada, hombre, nada Ojalá pudiera quedarse unos minutos algún día. ¿Adónde vamos? Sólo para decirle a Cal cuánto voy a tardar.
Entró en la cocina y volvió en el acto.
—En marcha.
Desde su sofá, Raymond ignoró cuidadosamente nuestra partida.
—Me sabe muy mal arrancarlo de su familia y de su cena, Norm —dije cuando girábamos para tomar St. Charles—, pero es importante.
—No me lo habría pedido, de no ser así.
Enfiló por Jackson hasta Simón Bolívar, giró por Poydras. El hospital estaba rodeado de tramos de aparcamientos vacíos protegidos con cadenas. Mientras se metía entre dos de esos espacios, dije:
—Creo que mi hijo está en urgencias.
Hizo un gesto de asentimiento.
—¿Muy grave?
Le confesé que no lo sabía. Ninguno de los dos dijo nada hasta que llegamos al hospital.
—¿Quiere que entre con usted, Lewis? ¿O que espere aquí?
Negué con la cabeza.
—Pero gracias.
—Si puedo hacer algo, dígalo.
—Desde luego.
—Duro, ¿eh?
Había empezado a alejarme cuando gritó:
—Lewis. —Se inclinó hacia la ventanilla del pasajero para que pudiéramos vernos. Se llevó el puño cerrado a la oreja. Llámeme.
Uno habría esperado ver a Craig Parker, con su ropa elegante y desenfadada, pelo rubio y facciones angulosas, en las páginas de un catálogo de moda antes que en aquella caótica, brutal y anticuada sala de urgencias. Sin embargo, curiosamente, rodeado de yonquis y borrachos, heridas de bala, navajazos, piernas y brazos fracturados, cardíacos y asmáticos, parecía estar a sus anchas, sereno y dominando la situación. Un hombre afortunado que había encontrado su sitio en el mundo y empezaba a florecer. No abundan.
Me agradeció que hubiese ido, se volvió hacia una mujer que estaba a su lado y dijo:
—¿Me tomas el relevo, Dee?
Otras tres personas hablaban con ella al mismo tiempo.
—Claro, no te preocupes —le dijo ella.
—Acompáñeme, por favor, señor Griffin.
Recorrimos un pasillo recto y estrecho como un cañón.
—Hay algo que debo decirle. Gire a la derecha, por aquí, señor… Poco después de que habláramos, el paciente tuvo un paro. Volvió bastante rápido, pero cada vez que las constantes caen así, en picado, es un shock tremendo para el sistema. Le hemos puesto en un pulmón de acero, principalmente para quitarle trabajo al corazón. Se…
—Lo sé, doctor Parker. Ya he pasado por ello.
Cuando buscaba a la hija de LaVerne, Alouette, había encontrado primero a su hija prematura en un pulmón de acero en una unidad neonatal de cuidados intensivos en Misisipi. La misma Alouette había estado en uno durante un tiempo.
Se dio por enterado.
—Quería que estuviera preparado. La mayoría de la gente no lo está. Aquí está el libro, antes de que se me olvide.
Lo sacó de un bolsillo lateral abultado de su bata.
La cubierta estaba rota y remendada con cinta adhesiva de celofán de arriba abajo. Faltaba un trozo en forma de herradura, un mordisco, de la esquina inferior derecha. Cubierta, lomo, páginas, estaban mugrientos, moteados por una década y media de salpicaduras.
Hacía años que no veía un ejemplar pero ahora, con él en las manos, recordé —con una sacudida física ante el recuerdo y un movimiento instintivo para apartarme de él, como si estuviera a punto de caer por un precipicio— el día en que había escrito el capítulo final.
Abrí la puerta de un empujón y vi su espalda doblegada sobre el borde gastado de la barra de caoba. Me senté a su lado, pedí un bourbon y le conté lo que tenía que contarle.
Durante largo rato estuvimos en silencio.
—Está aquí, señor Griffin.
A través de la puerta abierta vi varias personas alrededor de una camilla. Encima de ella yacía un joven desnudo con una sonda. Uno de los que lo atendían estaba entre nosotros y me impedía verle la cara. Un pulmón de acero verde brillante junto a la pared le insuflaba aire a través de unos tubos de plástico que bailaban con cada respiración. Otros tubos más pequeños serpenteaban desde las perchas donde colgaban bolsas de suero y medicación. Sobre su cabeza, un monitor mostraba el ritmo cardíaco, el respiratorio y la presión sanguínea.
—¿Alguien ha pedido una consulta con Neumonología? —preguntó uno de los presentes.
—Están todos en pediatría, uno de los corazones se les puso mal. Somos los siguientes de la lista.
Miré alrededor y por el pasillo. Había ventanas a lo lejos, al fondo. Muchas ventanas. Todas lavadas por la lluvia.