XII

Engendrada en el seno recatado de aquella noche de abril, nacía la primera mañana de mayo, rasgando los tules cándidos de la aurora desenvolviéndose, con divina gracia, del manto azulino que la luna había puesto pálido de luz.

Todo el júbilo de la primavera se asomó al cielo y se fundió en un azul profundo, nuevo y triunfante, que recortó en su intensidad milagrosa los montes gigantes, los bravos montes de Cantabria.

Blanquearon en el valle todos los senderos, tendidos sobre el verde lozano de mieses y praderas, y en todos los nidos se inició una armonía de gorjeos, y en todas las hojas rezaron las brisas una plegaria henchida de misteriosas promesas, impregnada de secretas caricias.

Las aguas del Salia, mugientes y espumosas, aplacieron su cantar valiente en una mansedumbre de homenaje, como diciéndole «un escucho» de amor a la mañana.

En los surcos floridos de la vega, también las mansas arroyadas le contaron una dulce querella a la luz gloriosa que nacía.

Y toda la tierra fué aromas, y todo el aire armonías, y toda la vida resurrección y victoria…

El alma de Salvador estaba de rodillas, afanosa y esperanzada, delante de aquel amanecer feliz.

Carmen le había dicho: «Espera que yo descanse, espera que amanezca…, espera que salga el sol…»

Y llegaba, por fin, la hora bendita, la hora soñada, la sublime hora…

El médico miraba, extático, a su amada, dormida, entregada a él en abandono de fraternal confianza, segura y serena bajo la egida del noble amor…

Una deliciosa brisa, saturada de la belleza y la poesía de la mañana, bajó al jardín, muy despacito, después de besar en silencio la ventana de Carmen; a su paso, todas las flores hicieron a compás una graciosa reverencia… Se prendió en los cielos el primer rayo de sol y Carmen abrió los ojos.

Acarició con mirada curiosa la habitación, elegante y alegre, y miró a Salvador, fascinada, muy, sorprendida… Venía del país del sueño y del olvido.

Gozándose él en aquel asombro risueño, le contó:

—Anoche te salvé; te redimí; te traje conmigo a la paz y al amor, ¿no te acuerdas?… Aquí está la primavera, vestida de galas para ti…; aquí está mayo, loco de alegría, lleno de rosas…; aquí está la mañana de mi esperanza… Carmen, ¡acuérdate!: ha salido el sol… Dios te mira y te sonríe y te ofrece la felicidad…; ya se acabaron las sombras de tus penas…, ya toda la vida para ti es luz…

Ella, posesionada de la realidad hermosa de aquel día, con sus ilusiones que se despertaban y sus ansias que renacían, miró a Salvador con inefable promesa, y haciendo una sola frase elocuente y cándida, respondió únicamente:

—Sí…, ya me acuerdo…: ¡estamos en Luzmela!…