VII

Aprovechó el médico la ocasión de haber sido llamado a la cabecera de Julio para menudear sus visitas a Rucanto, y doña Rebeca le recibía muy amable.

Narcisa, en cambio, le ponía una cara feroz y le zahería con irónicas frases, que alcanzaban con su acritud a la niña de Luzmela.

Pasaba Salvador grandes fatigas en aquellas ocasiones; pero las soportaba con resignación y hasta con alegría, compensado por el incomparable placer de hablar a Carmen y de mirarla.

Había tratado de averiguar si en la casona se tenían noticias de Fernando, temiendo que la voluntad tornadiza del marino le hubiera inducido a volver el pensamiento al punto donde, con rara liberalidad, dejó quietas sus últimas tentaciones de amor. Pero, con gozo, vino a convencerse de que el ambulario mozo se había sumido de nuevo en la aventura de su vida errante, sin dejar en el camino otra huella que la que deja un ave en el espacio con sus alas, o en el mar una onda con sus espumas… Tampoco de Andrés había en Rucanto más que remotas nuevas en aquella temporada. Se le había visto en el alto puerto de Cumbrales, en montaraz vagancia con los pastores, y luego decían que «se había corrido» hacia Reinosa, con una cuadrilla de gitanos.

Cobró con esto Salvador un asomo de tranquilidad y un respiro en el anhelo con que llegaba a la casona, siempre que a ello se atrevía.

Una de aquellas tardes que fué, encontró sola a Carmencita, y apenas se saludaron, le preguntó Salvador:

—¿Todavía lees aquel libro que te hace desvariar?

Ella dijo, con su voz de melodía triste:

—Todavía…

—Pues yo voy a traerte otro libro santo muy alegre, con tapas azules y letras de oro, si me prometes que leerás en él un poco todos los días.

—Si dices que es santo…

—Ya lo creo; es el Evangelio…, ¡figúrate!

—Tráemele pronto…

—Mañana.

Se quedaron callados, mirándose. Ella tenía un destello de curiosidad en los garzos ojos entristecidos. Él, con los suyos, le estaba diciendo un delirante discurso inflamado y sumiso. De pronto, la niña se le acercó confidencial, con una íntima confianza rota por ella entre los dos, tiempo hacía, y le dijo:

—¿No sabes que la pobre doña Rebeca no tiene ni un céntimo?… Ahora, conmigo, es mucho mejor que antes…

Salvador, precipitadamente, interrogó:

—¿Quieres tú dinero?

Ruborizada, torpe, confesó:

—Quisiera tener un poco para dárselo.

—¿Pero tú no necesitas nada para ti?

—Para mí no.

—Yo veo que te hacen falta muchas cosas, Carmen.

Ella repitió con desaliento:

—Ninguna cosa me hace falta…

Ya Salvador tenía en las manos su cartera, y tomando algunos billetes que contenía, los puso sobre el regazo de la muchacha.

—Yo te daré —le dijo con ardor— todo lo que necesites…, todo lo que quieras…, todo lo que tengo…

Ella, al mirarle, todavía encendida y confusa, le contestó:

—Gracias…; ¡eres tan bueno!…

—¿No sabes que lo mío todo es tuyo?

Se sonrió Carmen preguntando:

—¿Por qué ha de ser eso?

—Porque Dios lo ha querido así…, y si yo tenía algo que era mío únicamente…, ya te lo di hace tiempo; te lo di en absoluto, para siempre, y me he quedado sin nada… ¡Si tú quisieras!…

—¿Qué? —preguntó la niña.

Y entró Narcisa como un huracán, vociferando:

—Mamá está un poco mala, y yo no puedo estarme aquí llevándoles a ustedes la cesta… Con que…

Carmen y Salvador se pusieron en pie, sobrecogidos, y los billetes que la muchacha tenía sobre el regazo cayeron desparramados por el suelo.

—¿Qué es eso? —preguntó colérica la de la casona, con el gozo cruel de haber descubierto una intriga tenebrosa.

—Esto es… nada que a usted le importe —contestó el médico, alterado.

Y Carmen, atolondrada, se quedó quieta y muda.

—Esta casa —increpó entonces Narcisa, como un basilisco— no se ha prestado nunca a… porquerías… Ya está usted aquí de más, señor de Fernández…

Y se acercó a él tratando de cogerle por un brazo.

Hizo Salvador un movimiento de repugnancia como si se le aproximara un reptil, la midió con mirada despreciativa y colérica y salió de la sala muy altivo, sonriéndose, con una audacia nueva en él, tan provocativa, que Narcisa le persiguió diciéndole desvergüenzas, extinguido ya el resto de pudor que hasta aquel día la contuvo en su tentación de insultarle a la cara.

Y Carmen recogiendo del suelo los billetes, fuése a llevárselos a doña Rebeca, que de cierto parecía que andaba algo malucha.