V

Pasó un mes lento y sordo, a media luz, con las nubes a ras de la tierra, y llegó marzo alzando un poco la frente sobre las montañas gigantes que ensombrecían la vega.

Cuando marzo llegó, el enfermo de la casona se estaba muriendo. El médico que le asistía solicitaba «una consulta» con acento augural, y doña Rebeca había llamado a Salvador pensando: éste no me cobra nada…

Entró el señor de Luzmela en el cuarto de Julio, con el alma abierta, un alma que rondaba en infatigable guardia de honor en torno a la niña triste de los ojos garzos. Ella estaba allí, tímida y culpada, ante la mirada elocuente de su amigo. Delante de él se abrían en el corazón de Carmen todas las grietas profundas del dolor, porque aquel corazón atormentado pedía paz y calma y suspiraba por descansar en otro corazón blando y generoso; pero cada día una nueva meditación religiosa traía sobre aquellas ansias su mandato austero y rígido, helado como los soplos invernales que gemían en la casona al través de todas las rendijas de los muros y de las puertas. Y al sentirse empujada al descanso y a la dulzura, Carmen subía su sacrificada voluntad a la excelsitud del propósito encendido en su alma, y sus labios, plegados en muda queja, musitaban: —Quiero ser santa…, quiero serlo.

La miraba Salvador aquella tarde sin reproches ni desvíos, adivinando toda la tormenta ruda y callada de aquel inocente espíritu. Una compasión inmensa le dolía en el corazón y le ponía en los ojos un fulgor ardiente de ternura.

Todo el aspecto de la muchacha era una viva lamentación de pena y de trabajo; el médico veía con espanto que Carmen finaba lentamente, en un profundo descuido de la vida.

Nada se dijeron al verse en el cuarto de Julio; se buscaron los ojos, y ella bajó los suyos, cobarde y sobrecogida.

Después de examinar al enfermo, salieron los dos médicos a conferenciar a la sala; hablaron de «salicidad» y de «patomanía» y se condolieron, con un poco de amargo desdén, del temperamento proclive y relajado de aquella familia… En el comedor les esperaba doña Rebeca, y entonces Carmen se acercó a Salvador como aguardando algunas palabras amistosas. Pero él sabía que, al hablarla, le iba a temblar mucho la voz, y se quedó callado y contemplativo, rimando, en una mirada codiciosa y compasiva, todo el poema desesperanzado de sus amores.

Ella, por quebrar aquel silencio triste entre los dos, le dijo:

—¿Se muere Julio?

Respondió él únicamente:

—Sí…

—¿Y de qué se muere?

Pensativo y como lastimado por aquel interés de la muchacha hacia el enfermo, Salvador repuso entre dientes:

—De… perversidad.

Carmen bajó hacia el suelo los párpados, cargados con la sombra divina de las pestañas, y murmuró:

—¡Pobre!…

Se quedó luego suspensa, sin alzar los ojos ni la voz, con los brazos caídos. Parecía más alta, y, en la luz muriente de la tarde, daba una nota de emoción dulcísima, una delicada nota de sentimiento pasional…

Doña Rebeca, con mucho aparato de sollozos, se enteraba del próximo fin de su hijo y pensaba con terror en los gastos del entierro.

Ya los médicos se despedían, andando despacito con la señora a lo largo del corredor, cuando Salvador, vuelto hacia Carmen, que se quedaba sola, le dijo:

—No sentirías tanto mi muerte como la de Julio…

—¡Tu muerte! —exclamó ella.

Pero Salvador ya se alejaba, sin aguardar contestación, y Carmen se volvió al lado del moribundo, pensando en su amigo con agitación extraña, con vago arrepentimiento, mientras que doña Rebeca y su hija se oscurecían hacia un rincón, en amarga disputa…

Ya la muerte había llegado a la alcoba de Julio y se había aposentado encima de la cama. Estaba sola con su víctima, y Carmen la saludó muy cortésmente haciéndose sobre las sienes la señal de la cruz.

Aunque la niña no conocía a la vieja de la guadaña, al punto que entró en el aposento «la sintió» y dijo:

—Ya está aquí.

No creyó ella que llegase tan pronto, y pensó, un momento, en avisar a la familia del agonizante; pero en seguida se acogió a la dulce idea de procurar que fuese apacible aquella última hora del infeliz peregrino, y que no le amedrentasen los gritos desatinados de las señoras de la casa.

Quedóse mirando con respeto la figura triste de aquel hombre, detenido por la muerte en la más lozana senda de la vida, y recordó una elocuente oración de su libro que rezaba:

—«¡Oh, día clarísimo de la eternidad que no le oscurece la noche, sino que siempre le alumbra la suma verdad; día siempre alegre, siempre seguro y sin mudanza!… ¡Oh, si ya amaneciese este día y se acabasen todas estas cosas temporales!…»

Carmen se sumergió en la mística contemplación de aquel día y le pareció que se le iba acercando con una amaneciente claridad, espesa y húmeda como vaho de lágrimas. Sintió un dolor lancinante en el corazón y otro en la cabeza, y pensó: ¿también yo tendré, como el padrino, rota una cosa en la frente y otra en el pecho?…

Las escenas lejanas de la muerte del de Luzmela se le aparecieron en una confusión tenebrosa, y se quedó «mirándolas» con los ojos abiertos y parados sobre la vidriera plegada del balcón.

Creyó sentir entonces que una cosa dura golpeaba los cristales con siniestro aleteo… ¿Si sería la nétigua?

Se acercó a observar, andando de puntillas con infantil sigilo. No era la nétigua.

Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas.

Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacible del atardecer.

Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sin flores ni plegarias.

El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de un alma sin anhelos, de un corazón sin latidos.

Y encima de un cristal, un listón desprendido de la cornisa golpeaba lento cuando le estremecía, al pasar, una brisa sin rumores que bajaba de la montaña…

Carmen, suspirando, se sentó en el borde del lecho al lado de «la intrusa», y se puso a rezar por el alma del agonizante.

Ya Julio no se quejaba. Había caído en prolongado estado comatoso, y rígido, yerto, se acercaba al día siempre seguro y sin mudanza de la eternidad.

Moría sin fatiga ni dolor, como en un dulce descanso de aquella enfermedad misteriosa y horrible que había sido toda ella un estertor violento y una fatal agonía. Tenía los ojos entoldados por la nube fatídica del no ser, y la boca seca y dura, abierta en una mueca desgarrante. El delirio espantoso que padeció en los últimos días impidió que se le administrasen los Sacramentos, salvaguardia de las sagradas promesas de salvación. Un sacerdote había llegado aquella tarde con los Santos Oleos, y luego de haber ungido al moribundo, se había marchado entristecido de no poder decirle cosa alguna a la pobre alma viajera.

Sólo Carmen hablaba con la fugitiva en un coloquio de férvida compasión. Le decía, sin voz, en secreto de inefable gracia: ¿Por qué has dado tantos gritos malos, alma de Julio?… ¿Por qué has dicho tantos pecados y tantas palabras feas?… ¿Por qué te has asomado a mirarme con odio, y por qué me has amenazado y me has perseguido?… ¿Por qué, di, maltrataste a mi Niño Jesús aquella noche?…

Todavía iba a preguntar ¿por qué te reiste como un demonio cuando Fernando me engañó?

Pero sin hacer aquella última interrogación se levantó solícita y atenta, porque había crujido la hoja del jergón bajo el cuerpo trémulo del agonizante.

Carmen, poseída de piedad, comenzó a decirle con su voz hialina, como susurro de arroyo:

—Yo te perdono, Julio; yo tengo mucha lástima de ti…; yo te quiero…; y Dios también te quiere y te perdona…; no te mueras con rencor ni con maldad…; reza…, reza el nombre de Jesús…; ya amanece tu día, Julio…

Tembló otra vez la cama, y dos gotas de turbio cristal rodaron por las mejillas lívidas de Julio. Sus labios de cirio se contrajeron con una postrera desgarradura, y Carmencita, inclinándose sobre aquella despedida suprema, le besó en la frente con una caricia sedosa y pura, llena de celestial encanto…

Cayó en la habitación el manto de la noche sin estrellas ni luna, y el listón desprendido de la cornisa golpeó en el cristal con lento soniquete…